En la Escuela de María, Mujer Eucarística

Padre Stefano de Fiores, S.M.M.

 

INTRODUCCIÓN 
Coherente con su profunda “espiritualidad mariana” que repetidas veces ha propuesto a toda la Iglesia, Juan Pablo II, al final de la Encíclica Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), nos convoca A la escuela de María, mujer “eucarística” (EE 53-58). Él está convencido de que, sólo mirando a María y siguiendo sus huellas, podremos celebrar y vivir el misterio eucarístico, que es “el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira” (EE 59). 

Para poder entender el último capítulo de la Encíclica, se necesitan por lo menos dos llaves hermenéuticas que nos permitan entender su origen y penetrar sus contenidos: la primera es de orden eclesial y nos hace comprender la novedad de la propuesta de María como mujer eucarística, en continuidad con los datos anteriores ofrecidos por el magisterio pontificio; la segunda es de orden cultural y nos hace descubrir en María, vitalmente orientada hacia la Eucaristía, un paradigma de aquel don de sí que constituye un redescubrimiento de la antropología moderna. 

0.1. PROLEGÓMENOS ECLESIALES

En primer lugar, aparece claro que sea la tipología mariana eucarística como la presencia de María en la celebración de los divinos misterios; quedan sin explicación, si no retomamos la doctrina de la Lumen Gentium (1964) y su desarrollo en ámbito litúrgico realizado por la Marialis cultus de Paulo VI (1974). De una y de otra, el capítulo final de Ecclesia de Eucharistia parece como una consecuencia, una aplicación y, en cierto sentido, también una superación, porque llega a la fórmula inédita de María como mujer eucarística.

Así que la “relación profunda” (EE 53) entre María y la Eucaristía hay que colocarla en la afirmación rica de contenido del capítulo VIII de la LG, el cual afirma que “por su especial participación en la historia de la salvación, María reúne e irradia todos los datos de la fe” (LG 65). A estos máximos datos de la fe pertenece la Eucaristía, mysterium fidei por excelencia.

De igual manera, la presentación de María como mujer eucarística ejemplar para la comunidad cristiana, se puede entender sobre la base de la doctrina patrística y conciliar de la Virgen Madre como “modelo de la Iglesia” en el orden “de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo” (LG 63). Esta doctrina es aplicada por la Marialis cultus a la liturgia que hay que celebrar y vivir inspirándose en María, como “modelo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios” (MC 16). Y luego el documento pasa a la ejemplificación de María como “Virgen en escucha…, en oración…, madre…, oferente” (MC 17-20); y a la mención de su presencia en el sacrificio eucarístico “que la Iglesia realiza en comunión con los santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen” (MC 20). 





0.2. ANTROPOLOGÍA DEL DON

La encíclica Ecclesia de Eucharistia se inserta en el contexto programático del tercer milenio, el cual se preocupa “por el ‘ser’ más que por el ‘hacer’” (NMI 15), ya que presenta a María en la lógica del don de sí, del cual es cumbre la Eucaristía.

Ya de por sí cada ser humano, creado a imagen de Dios, refleja en sí la naturaleza de un ser relacionado con Dios uno y trino, de manera que “no puede encontrarse a sí mismo de una manera plena si no es a través de un don sincero de sí” (GS 24). La experiencia nos hace ver cómo cada historia individual se integra constantemente en las “demás historias”, hasta hacer surgir nuevas asociaciones o unidades complejas. Sin embargo, paradójicamente estas unidades se constituyen mediante una actitud de acogida del otro, que llega a la plena disponibilidad y al don de sí.

La tendencia actual es la de superar la idea del don como un intercambio interesado que requiere una respuesta, así como constatamos en las costumbres de varias sociedades antiguas estudiadas por Marcel Gauss. Las situaciones humanas son más complejas y ofrecen ejemplos de un don verdaderamente gratuito y sin posibilidad de devolución. El mismo Aristóteles había observado la asimetría del don de la vida de parte del progenitor, de manera que todos los servicios que el hijo le brindará no son comparables con el don recibido. Jesús, además, rompe el círculo del trueque invitando a sus discípulos al don desinteresado, sin cálculos secretos para recibir una devolución o una recompensa: 

“Tú en cambio, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos. ¡Qué suerte para tí si ellos no pueden compensarte!” (Lc 14,13-14).

Tomás de Aquino fundamenta la posibilidad del don gratuito en el amor agápico que no exige ninguna compensación, ya que busca el bien del otro. Se puede concluir con J. Derrida y criticando a M. Gauss que se debe distinguir el don del intercambio, ya que el don en sí no es nunca un intercambio: es un donar sin reciprocidad y sin regreso, un movimiento absolutamente no circular y de pura abertura

Exactamente en este contexto se inserta la Eucaristía, la cual exige una cultura del don de sí y nos ayuda a realizarlo. Jesús alcanza lo máximo del don de sí en su Pasión: se dio a sí mismo (Gal 1,4; 1Tm 2,6), dio su vida (Mc 10,45), dio su cuerpo (Mt 26,26). Es más, Él mismo es el don por excelencia que brota del amor del Padre: “Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo Único” (Jn 3,16). A su vez, Jesús ofrece muchos dones a los hombres: su Palabra (Jn 17,7.14), el Pan de Vida (Jn 6,35.51), la paz (Jn 14,27), a su Madre (Jn 19,26-27). En especial Él ofrece dos dones preciosísimos: “dona el Espíritu sin medida (Jn 3, 34) y “la vida eterna” (Jn 10,28). Según la encíclica Ecclesia de Eucharistia, la Eucaristía no es “un don entre muchos otros, aunque muy valioso, sino que es el don por excelencia, ya que es el don de sí” (EE 11). 

Juan Pablo II se fundamenta sobre la convicción de que “no podemos olvidar a María” porque ella tiene “una relación profunda” con el Santísimo Sacramento (EE 53): el “binomio de María y la Eucaristía” es inseparable (EE 57). El Papa sigue una doble pista: la pista histórica y la pista litúrgica. En la primera, María sobresale como ejemplo antropológico de fe eucarística de mucho alcance; en la segunda, ella se convierte en una presencia viva dentro de la celebración litúrgica.

MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA MEDIANTE SU VIDA ENTERA (EE 53). 
¿Cómo es que María se inserta en la teología eucarística? ¿Cuáles son los lazos que unen la Eucaristía con María? Juan Pablo II le dedica el último capítulo de la encíclica, que se titula exactamente: A la escuela de María, mujer “eucarística” (EE 53-58).

La referencia a María es muy oportuna, ya que pasamos de lo abstracto a lo concreto, de las teorías al ejemplo antropológico representado por la mujer “eucarística”, toda proyectada hacia la “Eucaristía” en actitudes “eucarísticas”. Usando un lenguaje monfortano, que ya ha entrado a formar parte del lenguaje del magisterio y de la mariología, podemos decir que María es “totalmente en relación” a Cristo, y por consiguiente, también al sacramento de la Eucaristía. 

Al Papa le queda fácil -aunque se trate de un acercamiento bastante inusual- hacer una lectura en perspectiva eucarística, de toda la vida de María, sin atarse a la cronología (como en cambio preferimos nosotros, juntando según este orden los contenidos de la Encíclica). No solamente se entrevén las analogías entre ella y nosotros, sino también la singularidad y la amplitud de su experiencia que abarca los principales aspectos del misterio eucarístico.

1.1. MARÍA CREE EN EL VERBO HECHO CARNE.

En la Anunciación, se encuentra “una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del ángel, y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor” (EE 55). La actitud que nos une es la de la fe, mediante la cual María cree “en el misterio de la Encarnación, anticipando también la fe eucarística de la Iglesia”: 

A María se le pidió que creyera que Aquél a quien ella concebía “por obra del Espíritu Santo” era “el Hijo de Dios” (cf. Lc 1,30-35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el misterio eucarístico se nos pide que creamos que ese mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace enteramente presente con su ser humano y divino en los signos del pan y del vino” (EE 55).

Todos podemos captar la importancia de esta fe para los sacerdotes y para los fieles que están acostumbrados a repetir a diario la Cena del Señor, y que por consiguiente, están expuestos a la rutina diaria y al gusano de la costumbre. La encíclica mira exactamente a provocar el asombro de la fe frente al misterio eucarístico, mysterium fidei, neutralizando el formalismo y el convencionalismo. 

1.2. MARÍA PRIMER TABERNÁCULO. 

La visita de María a Isabel nos pone frente a un dato objetivo y a una actitud subjetiva, ambos relacionados con la Eucaristía. Objetivamente, como muestra el paralelismo con el traslado del arca a la casa de Obededom, Lucas quiere transmitir la convicción de que María es el arca de la Nueva Alianza, el lugar incorruptible de la presencia del Señor. La encíclica papal, a sabiendas de la diferencia que existe entre la morada personal y la local, lee subjetivamente el dato bíblico como prolepsis o anticipación de lo que sucederá con la Eucaristía, que será conservada en las iglesias en un apropiado tabernáculo para que sea adorada por los fieles. En ambos casos, la presencia de Cristo es oculta:

“Cuando, en la Visitación, lleva en su seno al Verbo hecho carne, ella se convierte de algún modo en “tabernáculo” -el primer “tabernáculo” de la historia- donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María” (EE 55).

1.3. EL MAGNIFICAT, CÁNTICO EUCARÍSTICO. 

El Magnificat, cantado por María después de la revelación de su maternidad de parte de Isabel, rebota en la Iglesia, la cual, “en la Eucaristía se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María”; o sea, releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística” (EE 58).

Las convergencias espirituales entre la celebración eucarística y el cántico de María son variadas: 

1.3.1. Alabanza y acción de gracias, ya que en ambos casos se alaba y se le da gracias al Padre “por Cristo, en Cristo y con Cristo”, o sea que realiza “la verdadera actitud eucarística”.

1.3.2. Memoria de la Encarnación redentora. En ambos casos se hace “memoria de las maravillas realizadas por Dios en la historia de la salvación”: en el Magnificat se celebra la Encarnación redentora, expresada “en las grandes cosas” hechas por Dios en María, mientras que en la Eucaristía se actualiza el misterio pascual del Señor.

1.3.3. Tensión escatológica hacia el nuevo cosmos, anticipado en la historia. María canta aquellos “cielos nuevos” y aquella “tierra nueva” cuyo germen ha sido puesto “en la pobreza de los signos sacramentales” y en la vida de los humildes a los que Dios enaltecerá (EE 58).

1.4. UNIDA EN EL OFRECIMIENTO DEL SACRIFICIO.

En la infancia de Jesús, María ofrece dos actitudes indispensables para una participación en la Eucaristía: el amor y el ofrecimiento del sacrificio. En Belén, la Madre se revela como “inigualable modelo de amor” cuando contempla con mirada embelesada el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos (EE 55). En el templo de Jerusalén, el anuncio de Simeón preanuncia “el drama del Hijo crucificado” y también “el Stabat Mater de la Virgen al pie de la cruz”; por consiguiente, “María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’, se podría decir una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la Pasión” (EE 56). La lectura que hace la encíclica es típicamente espiritual y cristiana: una lectio divina que expresa en términos post-pascuales lo que era contenido, y encubierto en la experiencia vital realizada por María.

1.5. CONFÍEN EN LA PALABRA DE MI HIJO. 

De la señal de Caná, la encíclica recuerda solamente la coincidencia del “Hagan lo que…” de María, con el “Hagan esto…” de Cristo, según lo cual la Madre nos impulsa a obedecer al Hijo, quien a su vez ordena que se celebre la Eucaristía en memoria suya. Al mismo tiempo, el Papa pone en los labios de María una sugestiva invitación a que confiemos en Cristo y en su poderosa palabra, sin nunca echarse para atrás:

“Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “No duden, fíense de la palabra de mi Hijo. Él que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así, pan de vida” (EE 54). 

1.6. PRESENTE AL PIE DE LA CRUZ. 

La cumbre de la participación de María en el misterio pascual, de la que la Eucaristía es la anamnesis, es seguramente la experiencia de este misterio de parte de ella “en primera persona al pie de la Cruz” (EE 56). La encíclica no desarrolla este momento, mejor, esta “hora”, en la que María está presente para una cita fijada con el Hijo en el episodio de Caná, pero se limita a recordar “lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro”, o sea, cuando “le confía al discípulo predilecto y en él, le entrega a cada uno de nosotros: ‘¡He aquí a tu hijo!’” (EE 57). En el memorial del Calvario -insiste el Papa- no falta la ritualización de esta entrega, de manera que 

“vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, implica recibir también continuamente este don. Significa tomar con nosotros -a ejemplo de San Juan- a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella” (EE 57).

1.7. ASIDUA EN LA FRACCIÓN DEL PAN. 

Por fin la encíclica hace que nos detengamos complacidos en María, “en el periodo post-pascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la Pasión” (EE 56). El Papa no toma en consideración la presencia de María en la última Cena, de la que tampoco el evangelio habla, ya que faltaría la base bíblica para poder afirmar esta presencia. Sin embargo -añadimos nosotros-, la Madre de Jesús solía ir “todos los años a Jerusalén para la Pascua” (Lc 2,41), costumbre que se mantuvo también en el año en que Cristo es crucificado. De hecho, como hace notar Laurentin, 

“María se encontraba en Jerusalén el Viernes Santo (Jn 19,25-27). Se puede deducir que también estuviera el Jueves. Si tomó parte en la cena junto con aquellos a los cuales Cristo dijo: ‘Tomen y coman’, en todo caso no estaba incluida entre aquellos a los que se dirigían las palabras de la institución: ‘Hagan esto en memoria mía’”.

Por tanto, debemos rehacernos a las usanzas de los israelitas en los tiempos de Jesús para deducir que posiblemente María se encontraba con Jesús para la última Cena. La costumbre hebraica preveía para la cena pascual, como también para otros encuentros de convite, un cuarto adyacente para las mujeres, sin embargo, la Pascua era celebrada por toda la familia; tanto es cierto, que en ella se hacía la pregunta de parte de los hijos acerca del rito (Ex 12,3-4.26). Es más, tal parece que era tarea de la madre de familia la de encender las lámparas y así dar inicio a la cena pascual.

Más segura es la presencia de María en la “fracción del pan” (Hch 2,42), fórmula que indica la Eucaristía, que era celebrada con asiduidad de parte de la comunidad de Jerusalén y luego también de Pablo (cf Hch 20,7.11; 27,35). Los Hechos de los Apóstoles dan noticia de la Madre de Jesús:

“presente entre los Apóstoles ‘concordes en la oración’ (Hch 1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión, en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos ‘en la fracción del pan’” (Hch 2,42) (EE 53).

El Papa se identifica con la situación vivida muy posiblemente por María durante las cenas eucarísticas, imaginando “sus sentimientos”:

“Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía, debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” (EE 56). 

Más allá de estos posibles sentimientos personales de María en la comunión eucarística, uno de los resúmenes de los Hechos de los Apóstoles (2,42-47) nos ofrece la atmósfera espiritual que acompañaba el rito de la fracción del pan. La Madre de Jesús, nombrada como miembro de la comunidad cristiana post-pascual (Hch 1,14), era una de aquellos “todos” que “todos los días se reunían en el templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían la comida con alegría (en agalliásei) y con gran sencillez de corazón (kai aphelóteti)” (Hch 2,46). María participa no sólo en la celebración doméstica de la eucaristía, sino también en los sentimientos que animan a los discípulos del Señor: la alegría o gozo que provienen de la fe (cf Hch 8,8.39; 13,48.52; 16,34) y que ella había experimentado y expresado en el Magnificat (Lc 1,46-47); y la sencillez de corazón que es propia del pobre de Yahvé y de la persona evangélica.

Podemos concluir con Juan Pablo II que “María es mujer ‘eucarística’ con toda su vida” (EE 53), a lo largo de la cual ella ha experimentado un conjunto de sentimientos que se vuelven ejemplares para toda la Iglesia: la fe, el amor, la comunión sacrifical, la alegría y la sencillez de corazón…

Por primera vez, María es presentada como “mujer eucarística” (EE 53-58), o sea, totalmente en relación y tensión hacia la “Eucaristía”; al punto que esta actitud de relación constituye una llave hermenéutica para poder comprender la vida de María y al mismo tiempo, una tipología antropológica para la Iglesia y para cada uno de los fieles.

2. MARÍA SE ENCUENTRA PRESENTE EN CADA UNA DE NUESTRAS CELEBRACIONES EUCARÍSTICAS (EE 57)

La presencia de María en la celebración eucarística y en la Eucaristía, Cuerpo del Señor, merece una consideración especial. Ella no puede prescindir de la presencia de Cristo en el rito y en el sacramento eucarístico que, en primer lugar, habrá que precisar para poder captar la similitud y la diferencia.

2.1. LA PRESENCIA REAL Y PERSONAL DE CRISTO

La teología post-conciliar coincide en considerar “la presencia de Cristo en la liturgia” como “el verdadero tema central” de la Cristología, sin el cual no se explica la realidad del misterio eucarístico. Entendiendo por presencia “la relación real que existe entre dos o más seres que son vecinos entre sí por cualquier título o fundamento real”, debemos reconocer que Cristo está presente en la celebración litúrgica de una manera progresiva que alcanza su perfección en la Eucaristía. De hecho, la múltiple presencia de Cristo (cf SC 7) se revela de una forma creciente en la liturgia: a) en primer lugar en la asamblea orante, según su promesa: “Donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy yo, en medio de ellos” (Mt 18,20); b) luego en la Palabra, ya que es Él que habla en la Escritura; c) además en el ministro, ya que se ofrece a sí mismo mediante el ministerio de los sacerdotes; d) y por fin en la Eucaristía, donde está presente de manera real por antonomasia y personalmente de modo completo, hombre y Dios. 

De esto, podemos deducir que Cristo Salvador es el primero y supremo sujeto o ministro activo de la liturgia en fuerza de su único sacerdocio y de su única mediación (cf 1Tm 2,5). Él ejerce una presencia sustancial y operativa indispensable para la existencia y la eficacia del sacramento, en la que se hacen presentes y se actualizan sus misterios de la vida terrenal, o sea, sus acciones histórico-salvíficas.

A este propósito, se especifica que “la humanidad asunta al cielo (alma y cuerpo) es considerada en su actual estado glorioso de existencia […] en el que está siempre presente todo su pasado histórico”. En otras palabras, se trata de la presencia de Cristo en su condición glorificada, que sin embargo, no prescinde de su condición terrena y la actualiza en el sacramento. En la persona del Verbo encarnado “subsisten, perduran todas las acciones, todas las disposiciones vitales, todos los estados de la obra salvadora realizada por Él durante su vida terrena”. En fin, Cristo está presente en cuanto glorificado -no como cualquier ser del mundo, que está determinado por el tiempo y el espacio-, de manera que las especies consagradas del pan y del vino “han perdido su existencia mundana a favor de la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo glorioso”. 

A nivel ecuménico, “es unánimemente reconocida y aceptada por las Iglesias” la formulación de cinco aspectos ya presentes en las antiguas confesiones de fe: 1) “acción de gracias a Dios Padre”; 2) “memorial de Cristo”; 3) “invocación del Espíritu”; 4) “comunión de los fieles”; 5) “banquete del Reino”. En especial las Iglesias “confiesan con gozo aquella presencia real, viviente y activa de Cristo” del que se habla en el Documento de Lima (1982). Igualmente se constata “una profunda armonía de base” entre anglicanos y católicos acerca de la Eucaristía y del ministerio, sobre todo, con respecto a la “presencia real de Cristo”: el las sagradas especies. Es más, la teología de la presencia de Cristo en la Eucaristía es profundizada en clave espiritual y vital de parte de las tres principales confesiones cristianas: la católica, la ortodoxa y la protestante. 

Se trata de especificar mejor lo que está incluido en la actualización sacramental de la Pasión de Cristo; ciertamente, no todos los hechos históricos que a ella se refieren, sino aquellos que son relevantes en el orden salvífico. Y aquí se abre un camino para una posible recuperación de la disposición o revelación de Jesús crucificado acerca de su Madre (Jn 19,25-27), como veremos más adelante. 

Entonces, se puede concluir que Cristo está realmente presente en la Eucaristía no de una manera estática sino dinámica y soteriológica: 

La presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es el corazón y el meollo de la Eucaristía: por eso la Iglesia la defendió siempre con mucho apasionamiento. Y ella es totalmente en función del suceso sacrifical. En efecto, Cristo no se hace presente sólo de manera estática: su presencia es sobre todo dinámica, portadora de salvación: una presencia de víctima que se consume por nosotros: es el Christus passus (en el sentido del perfectum praesens).

2.1. LA PRESENCIA DE MARÍA. 

Colocándonos en otra vertiente teológica, después de aquel de la ejemplaridad que muestra María como modelo de vida eucarística en el que podemos inspirarnos, la encíclica puntualiza la verdad consoladora, aunque muy pocas veces evidenciada, de la presencia de María en la celebración litúrgica: “María está presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas” (EE 57). 

Ya anteriormente, Juan Pablo II había aportado una explicación esclarecedora, retomando la analogía entre el misterio pascual y su actualización eucarística: “María está presente en el memorial -o sea, la acción litúrgica- porque estuvo presente en el evento salvífico”. De hecho, queda claro que María, en su vida terrenal, siguió fielmente a Jesús hasta los pies de la cruz “sufriendo profundamente junto con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio” (LG 58). En realidad, Lucas y Juan presentan a la Madre de Jesús como totalmente orientada hacia el misterio pascual. Al pie de la cruz, la “espada” de la oposición a Cristo de parte de sus contemporáneos alcanza su cumbre y traspasa su alma (Lc 2,34-35). Ella se encuentra insertada en el corazón de la “hora” de Jesús, o sea, de su rebajamiento-glorificación, donde recibe una maternidad con referencia a los discípulos amados por su Hijo (Jn 19,25-27). 

No se especifica el tipo de presencia de María en la celebración de la Eucaristía, sino que ésta “implica también el recibir continuamente” (EE 57) la donación de ella como Madre que el Hijo crucificado cumplió. No por nada, “el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y de Occidente” (EE 57) y la anáfora romana pone “en veneración y en comunión en primer lugar, con la gloriosa y siempre virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo”. Y nos socorre aquí un descubrimiento reciente que interpreta la presencia personal de María con el cuerpo glorioso y neumático como no delimitable por el espacio y el tiempo.

2.2. ¡SALVE, VERDADERO CUERPO NACIDO DE MARÍA VIRGEN!

La presencia de María en la misma Eucaristía, cuerpo del Señor, constituye un problema distinto y delicado, que merece una consideración teológica especial. Ella se encuentra codificada en la antífona medieval (siglo XIV) Ave, verum corpus natus de María Virgine, precedida por un debate entre “realistas” y “sacramentalistas”, en el que intervienen Ambrosio Ruperto, Pascasio Radberto, Ratramo de Corbie y Honorio de Autun.

La encíclica cita dos veces esta antífona, la segunda vez con fe personal y especialmente sentida: 

“Déjenme, mis queridos hermanos que, con íntima emoción […] les dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía: Ave, verum corpus Natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine!” (EE 59).

El substrato de esta antífona es la identidad fundamental entre el cuerpo eucarístico del Señor y el que fue recibido en el seno de la Virgen María. El Papa lo expresa afirmando que “la Eucaristía, mientras remite a la Pasión y a la Resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación” (EE 55).

Tal identidad es transmitida por la conocida ecuación entre el cuerpo de Cristo y el cuerpo de María: “La carne de Cristo es la carne de María”. La expresión se encuentra bajo la forma de “Caro enim Jesu caro est Mariae” en el Sermón acerca de la Asunción de María del Seudo-Agustín, autor desconocido al que J. Winandy identifica con Ambrosio Autperto (+781). El contexto se refiere a la Asunción de María, y más exactamente a la incorrupción de su cuerpo. El autor piensa que, si Jesús ha conservado íntegra la virginidad de la Madre, pudo también preservarla de la corrupción, que constituye “el oprobio de la condición humana”. Si el Hijo quedó ajeno de la corrupción, lo fue también la Madre de la que Él recibió la naturaleza humana. Y aquí llega oportuna la frase:

En efecto, la carne de Jesús es la carne de María, y de manera más especial que José, Judas y los demás hermanos suyos, a los cuales Judas decía: Es nuestro hermano y nuestra carne (Gen 37,27). De hecho, la carne de Cristo, aunque magnificada por la gloria de la Resurrección y glorificada por la poderosa Ascensión a los cielos, permaneció y permanece de la misma naturaleza que asumió de María.

Como queda evidente, aquí no se trata del cuerpo eucarístico del Señor, sino de la identidad entre el cuerpo glorificado de Cristo y el cuerpo que le ofreció María. El traspaso de éstos a la Eucaristía, ya presente en Ireneo, se hace explícito con Pascasio Radberto el cual, en el De corpore et sanguine Domini (831) pone de relieve el realismo de la presencia de Cristo en la Eucaristía, afirmando que éste contiene el cuerpo natural (histórico) al que la Virgen llevó en su seno, que fue crucificado y que resucitó. 

Otro benedictino perteneciente al mismo monasterio, Ratramo de Corbie (+875), reacciona frente a la total identificación entre el cuerpo histórico y el cuerpo sacramental de Cristo, observando la “no pequeña diferencia que existe entre el cuerpo presente en el misterio y el cuerpo que padeció, fue sepultado y resucitó”: este último “es la verdadera carne de Cristo”, mientras que el otro es “el sacramento de su carne”. Éste, además, “representa la memoria de la Pasión o muerte del Señor” e incluye a todos los fieles que forman un solo cuerpo con Él. En todo caso, se exige la fe para recibir el sacramento.

Sin duda, la referencia a María es garantía de la rectitud de la fe en la presencia de Jesús en la Eucaristía. Y, en efecto, cuando Berengario (+1088) propone una interpretación simbólica de la Eucaristía, vaciando el realismo del Cuerpo de Cristo, el Concilio romano de 1079 le impone que suscriba que el pan y el vino, después de la consagración, son “el verdadero Cuerpo de Cristo que nació de la Virgen” (DS 700). Se pone así en evidencia el rol histórico de la Madre que se encuentra al origen de la verdadera humanidad del Hijo. María recuerda que el Verbo encarnado en su seno es el mismo Pan de Vida ofrecido en alimento a los fieles. Ella desempeña la función preciosa de relacionar el sacramento de la Eucaristía con el misterio de la Encarnación, realizando la identificación entre el Cristo glorioso y el Cristo histórico.

Honorio de Autun (+1133/56) concluye el debate afirmando, a propósito de las palabras de Cristo en la última Cena: “He aquí que es el Cuerpo generado por la Virgen que Él tenía entre sus manos”. Pero él precisa que, en la Eucaristía, tenemos la sustancia del cuerpo de Cristo mientras que “el cuerpo generado por la Virgen reside en el cielo”. Hoy en día, teólogos como J.M.R. Tillard se colocan en la misma línea de una presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo no en su forma natural, sino transfigurados por la resurrección y en forma sacramental: 

El Señor, el Kyrios, sentado a la “derecha de Dios” y por consiguiente afuera del mundo sacramental, es aquel que ofrece a su Iglesia, en el Espíritu, sacramentalmente, el don de sí mismo. […] Solamente este Cuerpo resucitado es el Pan de Vida para la salvación del mundo. 

Acerca de la manera de la presencia de Cristo en la Eucaristía, el mismo Tomás de Aquino demitiza la teoría medieval, que volvería en los siglos posteriores, de la “bajada” del Señor al pan y al vino, en cuyo caso el cambio se realizaría en su persona de ‘ser glorificado’. Mientras que la tradición oriental y occidental recurre a la transformación sustancial de los elementos de la Cena del Señor, expresados con los términos metousiosis (más allá de la sustancia), metabolé (cambio) y transustanciación (cambio de sustancia); al mismo resultado, se llega usando los términos transfinalización y transignificación, que expresan un fin y un significado que van más allá de lo normal, y que indican entonces “un cambio que alcanza la última profundidad de los elementos”.

Queda excluida la posición de aquellos que salen de la premisa pseudo-científica que una buena parte de la sangre de la madre permanece en el hijo adulto. Ellos consideran la identidad de un modo literal y por consiguiente, afirman que por lo menos una parte del cuerpo o de la sangre de María permanece en la Eucaristía, y que por consiguiente, sería comida y se debería adorar. Unos autores como Poza, de Vega y Zeferino de Someyre (1663) sostienen que bajo las especies eucarísticas, se encuentra de alguna manera también el cuerpo de María, aunque bajo persona distinta. Esta sentencia de tinte fisicista fue condenada por el Santo Oficio. En efecto, aunque María sea, según la expresión de Dante, “el rostro que más se parece a Cristo”, o sea, aunque tenga con el Hijo una múltiple semejanza biológica, psicológica y sobre todo moral y espiritual (una afinidad-sintonía que converge en la espiritualidad de los pobres de Yahvé), es digno de ser subrayado el hecho que el patrimonio genético que deriva de la madre se encuentra en el hijo como persona distinta y separada de la madre. 

En conclusión, podemos fijar algunos puntos acerca de la presencia de María en la Eucaristía:

a) A pesar de que, dondequiera que se encuentra Jesús, se encuentra en Él el patrimonio genético transmitido por la madre, hay que excluir de la Eucaristía la presencia física de una parte del cuerpo y de la sangre de la Virgen. En caso contrario, iríamos no sólo en contra de la autonomía de cada persona, sino también en contra de la palabra de Jesús que hace presente bajo las especies del pan y del vino, su propio cuerpo y no el de su Madre.

b) La antífona “¡Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen!” traduce en oración un dato innegable: el origen del cuerpo de Cristo, de la Virgen su Madre. Jesús permanece siempre como Hijo de la Virgen María, que lo ha generado por obra del Espíritu Santo, y resulta peligroso alejarse del realismo de la Encarnación. En la Eucaristía, no tenemos entonces un cuerpo irreal ni un cuerpo distinto del que fue engendrado en Belén, sino el mismo y verdadero cuerpo nacido de la Virgen. 

c) Una vez establecida esta identidad del cuerpo de Cristo, reafirmada en la frase “la carne de Cristo es la carne de María”, se necesita distinguir netamente la modalidad distinta de la presencia corporal de Cristo en su vicisitud terrenal, en su vida celestial y en el sacramento de la Eucaristía. El cuerpo histórico de Cristo era mortal y sometido a los condicionamientos del tiempo y del espacio; el cuerpo resucitado del Señor es un cuerpo incorruptible, glorioso, espiritualizado y dador de vida (cf 1Cor 15,42-45); el cuerpo sacramental de Cristo realiza una presencia sustancial, en cuanto cambia la realidad o la sustancia del pan y del vino, aunque dejando inalterados sus datos sensibles (accidentes, en el lenguaje escolástico). 

d) No existen dificultades para admitir la presencia de María en el rito o celebración de la Eucaristía, que se da en comunión íntima con la liturgia de la Iglesia celeste y en primer lugar con la Theotokos. La Virgen está presente en la asamblea litúrgica mediante su múltiple intercesión, mediante su afecto maternal y su ejemplaridad que resplandece frente a la comunidad de los elegidos. Se podría también admitir una presencia personal de parte de ella, en fuerza de su cuerpo glorificado. Sin embargo, no habrá que confundir esta presencia suya con la presencia eucarística, que no se realiza mediante la venida o descenso del cielo de parte de Cristo sobre el pan y el vino consagrados, sino mediante la transformación o transustanciación de estos elementos en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo. 

e) La Eucaristía no es sólo el misterio de la presencia de Cristo con su Cuerpo y su Sangre, sino también el memorial y la actualización de su muerte y resurrección; de manera que “este evento central de salvación se hace realmente presente” (EE 11). Juan Pablo II añade que “en el memorial del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su Pasión y muerte “ y “no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro” (EE 57). Siguiendo esta línea, se puede concluir que en la Eucaristía se representa y actualiza también el gesto salvífico de Cristo que entrega María a la comunidad, y la comunidad a María. Perspectiva que es atrayente y que requerirá de una mayor profundización.

2.3. EL MUNDO NUEVO FRUTO DE LA EUCARISTÍA.

Resulta muy significativa la relación entre Eucaristía y el Reino escatológico de Dios, anticipado en la persona de la Virgen asunta al cielo. El nuevo mundo (aspecto cosmológico) y el nuevo hombre/mujer (aspecto antropológico) son fruto del sacramento de la Eucaristía. Una consecuencia anormal y desproporcionada para el que la mira por primera vez, pero que corresponde a la ley histórico-salvífica que hace brotar lo mayor de lo que es menor, lo grande de lo exiguo, la exaltación de la humildad. Y Jesús es explícito al relacionar la resurrección final, con la recepción con fe del alimento eucarístico: 

“En verdad, en verdad les digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, vive de vida eterna” (Jn 5,24). “Esta es la voluntad de mi Padre: toda persona que al contemplar al Hijo crea en él, tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. […] El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo. […] El que come mi carne y bebe mi sangre, vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6,40.51.54).

Nos encontramos frente a una concatenación indivisible: escucha de la Palabra, fe como opción fundamental, banquete eucarístico, vida eterna, resurrección. Esta secuencia queda visible en la vida de María: Virgen en escucha, creyente y peregrina en la fe, asidua en la fracción del pan, percibida como siempre viva por los fieles, y asunta al cielo en alma y cuerpo. Ahora comprendemos las palabras del Papa que relacionan entre sí la Eucaristía, María y “el mundo renovado por el amor”: 

“Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplar la asunta al cielo en alma y cuerpo, vemos un resquicio del ‘cielo nuevo’ y de la ‘tierra nueva’, que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo” (EE 62).

3. CONCLUSIONES VITALES. 

“Sine Dominico non possumus vivere”, afirmaba Saturnino, sacerdote y mártir durante la persecución de Diocleciano al principio del siglo IV. La Iglesia vive de la Eucaristía y no puede vivir sin ella. La participación devota y fructífera en la Pascua del Señor celebrada en la liturgia, se moldea sobre la figura de María, “mujer eucarística”. La encíclica Ecclesia de Eucharistia nos ha ofrecido muchos estímulos y provocaciones que ahora podemos resumir. 

3.1. CON MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA, GIRAR ALREDEDOR DE CRISTO.

En primer lugar, tenemos que sentirnos agradecidos con María porque nos dio a Jesús, que luego se comunicará a nosotros mediante el sacramento del Misterio pascual. En este sentido, Gersón llega a llamar a María como “madre de la Eucaristía”, aunque sea de forma indirecta. Por consiguiente, del corazón de los fieles que reciben la Eucaristía debe brotar un vivo agradecimiento hacia la Madre de Jesús, ya que gracias a su maternidad, hemos recibido el Pan bajado del cielo. 

Además, de ella, que está toda orientada hacia la Eucaristía con toda su vida y que se caracteriza por actitudes eucarísticas, aprendemos el auténtico cristocentrismo que tiene que caracterizar nuestra existencia espiritual. Aquí se nos ilumina mediante una página magnífica del Card. De Bérulle, el cual nos invita a pasar de la concentración en nosotros mismos hacia la descentración en Cristo, así como por medio de Copérnico hemos pasado del sistema ptolomáico geocéntrico al sistema heliocéntrico: 

“Un genio excelente de este siglo ha querido establecer que el sol es el centro del mundo y no la tierra. […] Esta nueva opinión, poco seguida en la ciencia de los astros, es útil y debe ser seguida en la ciencia de la salvación. En efecto, Jesús es el sol inmóvil en su grandeza y que mueve todas las cosas. […] Jesús es el verdadero centro del mundo, y el mundo debe ser un continuo movimiento hacia Él. Jesús es el sol de nuestras almas, que de Él reciben toda gracia, iluminación e influencia. Y la tierra de nuestros corazones debe estar en constante movimiento hacia Él.

Esta imagen sugestiva se aplica a todos los cristianos, llamados a vivir por medo de Cristo, con Cristo, en Cristo y para Cristo, según la doctrina neotestamentaria resumida en la liturgia. Sin embargo, en primer lugar esa imagen vale para la Virgen María, a la que la tradición cristiana compara con la luna, un satélite que gira alrededor del sol que es Cristo, del que recibe la luz y la adapta a nuestra condición de fragilidad.

En realidad, Lucas presenta a María como una mujer que recuerda y medita constantemente “todas las cosas” que se refieren al Hijo (Lc 2,19.52). Jesús, también para María, permanece como un enigma que ningún rayo laser podría penetrar completamente, un misterio incomprensible pero que se revela poco a poco bajo la luz del Espíritu: “Lo que sucedía era tan misterioso que María tenía que escudriñar continuamente su sentido y, a medida que iba conociendo sus profundidades, también su corazón iba profundizándose”.

Es muy probable que María haya mantenido esa actitud meditativa no solamente al pie de la cruz y en la resurrección de Cristo, sino también frente a la Eucaristía. Proyectada hacia este Misterio, María es el prototipo de las actitudes eucarísticas que van desde la fe hasta la participación viva en el Misterio pascual y la comunión íntima con Cristo realizada en el gozo y en la sencillez de corazón. Toda la espiritualidad del Magnificat es eucarística, ya que desborda de alabanza y asombro frente a la obra salvadora de Dios en aquella que se siente bajo la mirada bondadosa de Dios, siguiendo la huella de los pobres y humildes del pueblo de Israel. A la escuela de María, se vence el hábito y el convencionalismo en el trato con la Eucaristía y nos abismamos en la espiritualidad de los pobres del Señor.

3.2. EUCARISTÍA, O SEA, EL SER DON EN LA COMUNIDAD. 

María nos conduce a un encuentro profundo y espiritual con el Hijo, exactamente porque en la Eucaristía está presente Cristo con “su verdadero cuerpo nacido de María Virgen”, como nos recuerda Juan Pablo II y como se ve claramente en la piedad popular: 

Con mucha razón la piedad del pueblo cristiano siempre ha reconocido la existencia de un profundo lazo entre la devoción a la Virgen santa y el culto a la Eucaristía: este es un hecho que podemos encontrar en la liturgia occidental como en la oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos (también juveniles) y en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles hacia la Eucaristía (RM 44). 

Una vez orientados hacia la Eucaristía, tenemos que asimilar vitalmente la bendición bíblica, realizando el paso hacia una antropología de la alabanza y una cosmología del don. Nada choca tanto con la oración de bendición como la reserva exclusiva y egoísta de las realidades terrenas. Nada es más requerido por la soberanía del Dios del universo que la condivisión y la solidaridad. 

Cuando luego fijamos nuestra mirada en el corazón de Cristo presente en la Eucaristía, podemos considerar que no hemos entendido nada si no hemos entendido que el mismo Cristo es el ser-para-nosotros, que su cuerpo es entregado por nosotros y que su sangre es derramada por nosotros. También nuestra vida tiene que llegar a ser una existencia-para.

Lejos de invitarnos a participar en un círculo cerrado de intimidad entre nosotros y Cristo, la Eucaristía es esencialmente marcada por la caridad hacia los hermanos y hermanas necesitados, ya que es el Sacramento de la unidad de la Iglesia. 

Si salimos de la celebración eucarística sin haber crecido en la comunión con todas las componentes de la Iglesia y de la humanidad, significa que somos ciegos y sordos a las interpelaciones del Pan de Vida. En cambio, debe existir continuidad y armonía entre la unidad con Cristo y una antropología relacional inspirada por el amor. Esta se describe de la siguiente manera:

Es extremadamente importante decirle a este mundo nuestro, que es necesario vivir el amor a la verdad, la sinceridad, la disponibilidad a aprender, la capacidad de diálogo, la no disponibilidad al conflicto, sintiéndolas como virtudes que permiten seguir adelante todos juntos. No poseemos la verdad, pero podría existir la confianza para acercarnos a ella, juntos. Éste sería ya un hecho de valor enorme. Hoy en día los jóvenes se dan cuenta que con respecto a lo que se hace, es más determinante la manera en que se relacionan entre sí.

El Espíritu transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de manera análoga a su obra en el seno de la Virgen María y a su acción en la humanidad, que acepta ser conformada al Hijo Unigénito: una regeneración en la cual colaboran la Madre Iglesia y la Madre María. 

En una sociedad siempre más caracterizada por el pluralismo étnico, cultural, sociopolítico y religioso, esta propuesta que brota del amor hacia los demás y hacia los últimos, se presenta como la oportunidad más universal de entendimiento. De esta manera, se comprende cómo la Eucaristía, el Sacramento del amor, y la relación entre la Eucaristía y María constituyen un lugar especial para la construcción de la unidad de la familia humana, revelación del misterio del Nuevo Adán y de la Nueva Eva. “Sólo de la Eucaristía profundamente conocida, amada y vivida, se puede esperar aquella unidad en la verdad y en la caridad querida por Cristo y sostenida por el Concilio Vaticano II”.