Cuenta
una leyenda carmelitana, que se situaba en el convento carmelitano
de San Martín de Bolonia, que estando la comunidad cantando la
Salve, al llegar al muéstranos a Jesús fruto bendito de tu
vientre, se apareció la Virgen con su hijo en los brazos
agradeciendo a la comunidad la alabanza que la tributaban, y,
mostrando a su hijo, dijo a los religiosos, "cantad
devotamente, hijos, que yo os mostraré a mi hijo Jesús, así en el
presente como en el siglo futuro”.
El
oficio de María es presentarnos a su Hijo, llevarnos de la mano a
Jesús, para que hagamos lo que él nos dice.
Muchas
son las advocaciones con las que invocamos a María. La Virgen del
Carmen ha sido una de las devociones más populares durante
setecientos años. Muchos cristianos se han sentido protegidos por
María con el Escapulario. El escapulario es un signo especial de la
protección de María, madre y hermana nuestra. El Escapulario del
Carmen nos compromete a vivir como María, a ser personas orantes, a
estar abiertos a Dios y a las necesidades de los hermanos.
María
fue la favorecida de Dios, la “llena de gracia”. Sabía que el
Señor estaba con ella, sentía su presencia. Dios se había fijado
en su humildad y cuidaba de ella. Estaba arropada por la fuerza de
Dios. No podía temer a nada ni a nadie. María conocía el corazón
de Dios, sabía de su infinita misericordia. Por eso, lo alababa y
adoraba. Vivía de Dios, con Dios y para Dios.
Concibió
y dio a luz a su hijo, “el Hijo del Altísimo” a quien puso por
nombre Jesús, Salvador de cada pueblo y de todos aquellos que creen
en él. En su vientre había llevado a Jesús y facilitó que
estuviera en su corazón durante toda su vida.
María
fue una mujer sencilla. Se ubicó entre los socialmente considerados
inferiores, entre los que no tienen ni voz ni voto. Todos los
necesitados tenían cabida en su corazón. Sin demora ni tardanza se
puso en camino para atender a su pariente Isabel, para llevarle al
Dios de la vida, para asistirla y ayudarla.
María
tiene muchos títulos. Entre todos ellos, todos hermosos y grandes,
sobresale el de ser Madre
de Cristo y Madre nuestra. María es Madre de la Iglesia. Como dice
Pablo, sufre por ella dolores de parto hasta ver a Cristo formado en
cada uno de los creyentes. Ella cuida de sus hijos, como buena
madre, durante la vida y
en la hora de la muerte. Ella ayuda a caminar con Jesús y a esperar
hasta el final.
María
estuvo junto a su hijo en todos los momentos de su vida. En las
alegrías y, sobre todo, en el momento de la cruz. Lo acompañó
hasta la tragedia final del Calvario. Ella, la Dolorosa, también
está cercana a nuestras penas y sufrimientos cotidianos. Los
pobres, los enfermos, los que sufren, alcanzan de María la fuerza y
ayuda para sobrellevar con fe una vida plagada de dificultades.
La
historia y la leyenda nos han mostrado a la Virgen del Escapulario
siempre cercana a todos aquellos que, viviendo momentos difíciles y
amargos, han acudido a ella pidiendo su protección.
Llevar
el Escapulario de la Virgen del Carmen es ponerse, como ella, un
vestido nuevo, el ropaje de la fe, de la alegría... Es un símbolo
de amor que nos recuerda a María.
Sí,
hemos sido revestidos de Cristo y, como María, debemos permanecer
fieles a Dios hasta el final. Para ello es necesario acudir e
invocar el nombre de María, hermana, madre, amiga. Así nos dice
Bostio:
“Nunca
olvides sus beneficios. Nunca olvides los múltiples testimonios de
su amor de hermana y de madre. Ella nunca cambiará sus
disposiciones de amor hacía ti, su fidelidad es irreversible.
Que
no pase, pues, un solo día, que no transcurra una noche, que no
vayas a ninguna parte, que ningún pensamiento ni conversación
alguna tengan lugar, que no te sobrevenga trabajo ni descanso, sin
que traigas afectuosamente a la mente el recuerdo de María. Que en
el vestíbulo de tu memoria ella ocupe siempre un puesto de
vanguardia.
De
corazón, vuélvete a menudo hacia María, y nunca te canses de
invocarla con estas palabras de la Biblia: Hermana mía, amiga mía,
inmaculada mía, ábreme tu corazón, morada de misericordia. Tú,
María, eres el amor de mi corazón, más aún, mí propio corazón,
mi propia alma. Y no dudes en añadir las dulcísimas palabras de
Esdras: Abraza, madre, a tus hijos; estréchate al corazón de tus
devotos; afianza sus pasos; guíalos en la santa alegría. O la súplica
de Abraham: Te ruego que digas que eres mí hermana, para que,
gracias a ti, encuentre yo una buena acogida y por causa tuya viva
mi alma”.
|