Un cuento sobre... María 

Jorge Blanco

 

El 15 de Agosto celebramos la fiesta de la Asunción de la Virgen María, la primera en compartir la gloria de su Hijo Jesús al ser elevada a los cielos en cuerpo y alma.
La conmemoración de este misterio, signo de nuestra esperanza cristiana, puede ser también un buen motivo para reflexionar sobre la figura trascendental de nuestra Madre del cielo, y su disponibilidad a la promesa redentora del Señor. Para ello, los invito a compartir el siguiente relato:

"Sabemos que cuando Jesús murió, María quedó bajo el cuidado de Juan, el discípulo a quien el Señor amaba de modo entrañable. Vivió en Éfeso, y, no nos cabe la menor duda, intimaron como puede hacerlo una madre con un joven hijo lleno de ternura. Pero nada nos dice el evangelista acerca de cómo transcurrieron esos años. Sin embargo, me dejaré llevar por la imaginación y veremos qué sale de ello.

Haciendo un poco de turismo por Medio Oriente, se me ocurrió escribir a la Virgen María, pidiéndole una entrevista para una revista católica de la Argentina, de la que yo era "corresponsal en Tierra Santa". Me contestó afablemente, invitándome a su casa, cuando pasara por Éfeso. ¡Y así lo hice! Fue un encuentro breve pero hermoso... muy hermoso.

María estaba pisando los últimos momentos de su vida. Comenzó a hablar, casi como pensando en voz alta, como extrayendo frutos sabrosos de todo lo que, en tantas oportunidades, había guardado en su corazón.

Me mostró una foto del Niño Jesús a pocas horas de nacer. ¡Al fin pude conocer la cara de Jesús! Tenía guardado, como solía hacerlo mi abuela andaluza, un rizo de cabellos de su hijito, atado con una cinta celeste brillante.

Sabiendo que el tiempo era avaro, no me narró nada de lo que ya estaba escrito y que ella misma había narrado a Lucas, pues para ello podía recurrir con facilidad al texto. Pero sí se abrió en pequeñas confidencias, algunas aparentemente sin importancia. De cómo el alma no le había cabido en el cuerpo, cuando Jesús pronunció por vez primera la palabra "má...má...". De cómo se dio cuenta, desde que era muy niño, de que ella tendría que ser discípula de su hijo, pues su palabra la movía a silencio, a un hondo y hospitalario silencio. Recordó la laboriosidad del pequeño carpintero, que con los sobrantes de madera del taller de José, se las ingeniaba para hacer mil cosas, y así adornar el humilde hogar. Trajo a la memoria su obediencia, que jamás fue rastrera, sino filial, pronta y alegre. Describió el trato afable con sus primos y amigos. Sus brazos en alto al orar, con los ojos iluminados por esa rara luz que, al mismo tiempo que emerge del sol, sale también del alma. De sus varios viajes a Jerusalén, para las grandes fiestas, y de cómo su niño no durmió toda la noche anterior, tal era su entusiasmo y emoción. De su adolescencia plácida, llena de Dios y llena de una hombría que ya se encarnaba, en sus palabras y en sus silencios, tanto o más locuaces que sus palabras. 

De la muerte de José, cuando Jesús tenía quince años. De sus gustos y juegos. De sus comidas favoritas. De cómo se entretenía en Nazaret y del gozo de ir a las orillas del Tiberíades, para nadar o para ver a los pescadores regresar con su carga. También María me contó, larga y pausadamente, de las profundas convicciones de su hijo. No era lo que llamaríamos un terco. Simplemente era alguien para quien el sí era sí, y el no, no, sin mentiras ni equívocos. Era alegremente serio, joven, entero...

A esta altura de la entrevista, que se había prolongado más allá de lo previsto, pregunté a María si estaba cansada, y me respondió que sí, pero que quería añadir algunas cositas más, para no defraudar a los lectores argentinos. Y seguimos...

Algo que recordó conmocionada -y lo demostró con una mirada llena de tristeza-, fue cuando un día se armó un revuelo en el barrio. Ella estaba lavando los platos y salió a la puerta. Allí, Jesús y algunos amigos estaban apenados. -¡Casi me matan! ¡Dijeron que era un loco y un endemoniado! Esa pena de mi Jesús fue, desde ese entonces, una espada que atravesaría mi corazón... ¡Y vaya si lo atravesó!

Del resto... ¡para qué hablar! Es cosa sabida... Todo fue como lo has leído en los evangelios.

Lo que no te podría describir ni podrás imaginarte fue su rostro iluminado, cuando volvimos a verlo, vivo, palpable, sonriente, como si hubiera pasado un fin de semana de descanso y regresara para continuar con nosotros y no dejarnos más. Eso pagó con creces el dolor inenarrable del Gólgota.

¿Qué otra cosa podría decirte? Ya no tenemos más tiempo. Pido a mi Dios y Señor que él inspire tus trabajos y bendiga tu persona.

Volví a Jerusalén, pues, al día siguiente tomaba un vuelo de El-Al desde Tel Aviv hasta Buenos Aires.

En el aeropuerto, mi corazón latía con violencia, con una fuerza inusitada. El aire estaba lleno de campanas y de trinos, y de mariposas y de rosas...

María ya no vive más en Éfeso. Ya no soltará más las manos de su Hijo, pues el Señor secó toda lágrima de su rostro, en el País de los vivientes".

("Lo que me contó María, un minuto antes de morir...", tomado de "Cuentos bíblicos cortitos", Héctor Muñoz, SAN PABLO)

Fuente: san-pablo.com.ar