María y la Eucaristía

María Dolores Ruiz Pérez

 

1. Introducción: 

La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia. María inseparable del misterio de Cristo y la Iglesia, inseparable de la Eucaristía.

2. Eucaristía y Encarnación:

La Eucaristía es Encarnación. La Encarnación de Cristo se dio con María. De María Cristo toma carne.

3. Eucaristía y Magnificat:

La Eucaristía es acción de gracias. María proclama la grandeza de la acción de Dios y vive su compromiso desde y con los pobres.

4. Eucaristía, misterio pascual; María presente en él.

María presente junto al crucificado y con la iglesia naciente, coopera a la salvación. Es don para el discípulo/a amado/a. Está presente en nuestras celebraciones eucarísticas.

5. Conclusión


1. Introducción

Es famosa la expresión de H. de Lubac sobre la relación Iglesia y Eucaristía: «Se puede afirmar que hay una causalidad recíproca entre ambas. Puede decirse que el Salvador ha confiado la una a la otra. Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero también es la Eucaristía la que hace la Iglesia» . 
La Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana (LG 11), continuamente hace vivir y crecer a la Iglesia (LG 26). La celebración de la Eucaristía es la plenitud de la Presencia de Cristo en la humanidad.
Y María es inseparable de Cristo y de la Iglesia, algo presente en toda la Tradición de la Iglesia y puesto de especial relieve por el concilio Vaticano II en la Lumen Gentium VIII. 
María es la madre de Jesucristo por obra del Espíritu Santo, como nos lo atestiguan los evangelios y confesamos en el credo, tanto apostólico como niceno-constantinopolitano: se encarnó de María Virgen y del Espíritu Santo. 
«En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él», nos dice Pablo VI en la Marialis cultus.

¿Qué podemos decir de María y la Eucaristía?

Un primer indicio lo tenemos si logramos situarnos en el plano justo para abordar la cuestión; éste no es el de las “cosas”, sino en el de las relaciones entre personas. No se trata de cosas, porque ni María ni la Eucaristía lo son, no son “cosas de iglesia”, ni tan siquiera entendiéndolo como esos “recuerdos” preciosos que podemos guardar de un pasado. Se trata de relación de personas vivas, contemporáneas nuestras y de nuestra relación con ellas. La Eucaristía es Memorial, actualización en el hoy del misterio pascual y la relación de Jesucristo con María es muy estrecha. Cristo se dio no sin María. María es la mujer hebrea elegida por la Trinidad Santa para que de ella tomara carne el Hijo eterno de Dios (Gálatas 4,4-6). Acompañó todo su itinerario terreno, hoy está resucitada con Cristo (dogma de la asunción) y es la primera en la comunión de los santos.

Una segunda pista la tenemos si nos fijamos en el significado de María para la comunidad creyente, algo que nos han intentado dejar claro desde el principio los evangeliso de Lucas y Juan:
- Lucas desarrolla toda una mariología en sus primeros capítulos, tiene en el capítulo 11 la bienaventuranza de Jesús a María y nos deja a María en la comunidad primitiva en oración (Hechos 1,14) para la acogida del Espíritu Santo. La Iglesia en Pentecostés revive con María lo que Ella vivió anticipadamente con la Encarnación. 
- Juan nos transmite toda una teología mariana con las escenas de Caná y el Calvario, donde María es dada como madre al discípulo amado y éste dado como hijo a la Madre (Juan 19, 25-27). 

En el capítulo VI de la Encíclica Ecclesia de Eucharistia (abril 2003), titulado «En la escuela de María, mujer eucarística» (nn. 53-58), Juan Pablo II expone diversos aspectos que, por así decir, desarrollan la afirmación inicial que aparece en el primer nº de este capítulo: «María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él» (n. 53). 
Una relación tan profunda que María y Eucaristía constituyen un «binomio inseparable», como inseparable es el binomio Iglesia y Eucaristía (cfr. n. 57). Esta realidad tiene, ya desde la antigüedad, tanto en Oriente como en Occidente, la correspondiente expresión litúrgica mediante la unánime memoria de la Virgen María en la celebración eucarística.
«Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y Modelo de la Iglesia» (EdeE, 53)

2. Eucaristía y Encarnación 
Encontramos en Ecclesia de Eucharistia, n. 55: 
«En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino».
El misterio que celebramos sobre el altar nos conduce al momento de la Encarnación (cf Lc 1, 26-38). De hecho un texto litúrgico dice así: «Acoge, oh Dios, los dones que presentamos sobre el altar y conságralos con la potencia de tu Espíritu, que santificó el seno de la Virgen María (oración sobre las ofrendas, IV domingo de Adviento). En realidad y en verdad, el irrepetible acontecimiento de la Encarnación realizado en María y con María se perpetúa sacramentalmente en la Iglesia a través de la celebración eucarística. Cambian los signos, pero la realidad es idéntica. Algo que ya explicaba san Justino en el siglo II: el sacrificio que se cumple en el pan y en el vino no es «sacrificio de pan y vino» porque nosotros los cristianos «hemos aprendido que por la fuerza de la palabra de la oración que viene de Cristo, ese pan y ese vino se convierten en carne y sangre del mismo Jesús que se encarnó» (Apología I, 66). Puesto que de María ha llegado históricamente la carne y la sangre del Redentor, se puede comprender que su presencia materna revive, de algún modo, en los misterios que de tal carne y sangre son el Memorial. María no puede ser separada de la mesa eucarística: lo expresó ya el beato Angélico, que representando la comunión de los apostóles de la mano de Jesús en la última cena, puso a la Virgen María arrodillada en oración y metida en el misterio.
Desde la antigüedad, como puede verse en la Tradición apostólica atribuida a Hipólito (siglo III) y en el canon romano (siglo IV-V), la bienaventurada Virgen María es recordada e invocada en la Oración que está en el corazón de la celebración eucarística y esto no proviene de circunstancias contingentes, sino de íntima necesidad: siendo la Eucaristía celebración de los misterios realizados por Dios por nuestra salvación, no puede no hacer memoria de María, que a estos misterios fue indisolublemente unida como Madre del Redentor y de los redimidos.
Con María de Nazaret y en María de Nazaret, por su consentimiento libre y en virtud de la potencia del Altísimo, el acontecimiento de la Palabra de Dios hecha cuerpo y sangre en María, transparenta profundamente el misterio de la Palabra que se hace cuerpo y sangre en la Iglesia que se reune para celebrarlo y, por la fuerza del mismo Espíritu, formar con Él «un solo cuerpo y un solo Espíritu» (cf. Plegaria eucarística III). A imitación de María que forma «un solo cuerpo» con el Hijo del Altísimo, también la Iglesia, por la comunión eucarística, se convierte en consanguínea del Hijo de Dios. La comunión de María con Cristo es paradigmática para la Iglesia. La expresión con la que Pablo expresa su propia experiencia de comunión con el Señor: «ya no vivo yo es Cristo quien vive en mi» (Gálatas 2,20) puede referirse de modo especial a María y también a la Iglesia que comunica los santos misterios del cuerpo y sangre de Cristo.
3. Eucaristía y magnificat: María mujer eucarística con toda su vida
En la carta apostólica del 7 de octubre de 2004, Mane nobiscum Domine, de Juan Pablo II para el año de la Eucaristía (2004-2005), en el n.31, se habla de Maria como aquella «que encarnó con su vida entera la lógica de la Eucaristía», citando a Ecclesia de Eucharistia n.53: Maria «es mujer eucarística con toda vida» (EdeE, n.53). De hecho, los dos amores de la Iglesia, atestiguados en escritos desde finales de siglo II, son: la Eucaristía y María. Dos constantes en la vida de la Iglesia de todos los siglos, concretada en la vida cotidiana de tantos santos y santas en todas las épocas.
María es mujer eucaristíca con su vida entera, mujer de acción de gracias continua, mujer pobre a quien Dios colma y mujer que desde su pobreza es solidaria y se sitúa al lado de ellos. Tenemos su canto del Magnificat como testimonio de las líneas de su profunda espiritualidad. Magnificat y Eucaristía convergen admirablemente. Una espiritualidad eucarística es una espiritualidad del Magnificat, que hace del canto de María el propio canto. El magnificat es un canto de liberación en la línea de los cantos del AT de Miriam, Ana (la madre de Samuel) y otros salmos. Dice así (Lucas 1,46-55):
46 Proclama mi alma la grandeza del Señor
47 se alegra mi espíritu en Dios mi salvador
48 porque ha mirado la humildad de su sierva.
Desde ahora me llamaran Bienaventurada todas las generaciones
49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi y Santo es su nombre.
50 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
51 Hace proezas con su brazo: 
desbarata a los soberbios en los planes de su corazón.
52 Derriba a los potentados de sus tronos y ensalza a los humildes. 
53 Llena de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos .
54 Acoge a Israel su siervo, acordándose de su misericordia 
55 como lo había dicho a nuestros padres 
en favor de Abraham y su descendencia por siempre. 

María, en la primera parte del cántico (1, 46-50), alaba a Dios con corazón lleno de agradecimiento y de alegría por la experiencia de la doble acción de Dios en ella. Dios, Señor y Salvador «ha puesto los ojos en la humildad (tapeinosis) de su sierva» (1, 48). La tapeinosis indica tanto el estatus social de María como su actitud interior. María pertenece a «los pobres de JHWH» o anawim, los que viven en la «condición de humillación o de insignificancia y anonimato», pero son los preferidos de Dios por su actitud espiritual de pequeñez y sencillez, de pobreza y disponibilidad, de apertura y confianza ilimitada en Dios. Lucas mismo nos ha transmitido el llamado magnificat de Jesús (Lc 10,21-22) donde podemos ver que el espíritu es el mismo: Dios se revela a los sencillos y a traves de ellos realiza su obra. El mismo Jesús se ha situado en este “estatus” de pobre del Señor.

En la segunda parte del cántico (1, 51-55), María canta el amor misericordioso de Dios que se revela en su acción en la historia. Ella proclama como Dios, tanto en su experiencia personal como en la experiencia del pueblo de la Alianza, interviene para salvar a los pobres. Dios lleva a cumplimiento, no obstante las aparentes derrotas históricas, sus promesas salvíficas para Israel. La encarnación del Verbo de Dios en su seno virginal marca el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad. Las viejas categorías orientadas en torno al principio del poder ya no tienen significado. De ahora en adelante queda como válido sólo el principio de la diakonia, del servicio (cf. Lc 22, 24-30), prefigurado visiblemente en María, la sierva del Señor, realizado definitivamente en la elevación del siervo Jesús a Kyrios (cf. Fil 2, 6-11).
La Eucaristía, como el canto de María, es alabanza, acción de gracias y compromiso. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu goza en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús y está fuera de su casa, ha ido a servir a Isabel. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística». Algo que podemos ver en los discípulos de Emaús: cuando viven la Presencia resucitada de Jesús con ellos en la fracción del pan, «levantándose al momento se volvieron a Jerusalén» (Lc 24,33) a compartir su alegría. Coincide con María que con Jesús en su seno va también deprisa a visitar a Isabel. 
En el magnificat está también presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Esperamos vigilantes y operantes la manifestación gloriosa del Señor al final de nuestro último día y del esjaton de la historia. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el " cielo nuevo " y la " tierra nueva " que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su «diseño» programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!: acción de gracias y servicio.
Mane nobiscum Domine nos recuerda estas actitudes:
Acción de gracias

«En este Año de la Eucaristía los cristianos se han de comprometer más decididamente a dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta. La «cultura de la Eucaristía» promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia. Si bien no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes, como reconocí con ocasión del Jubileo, esto no se debe a las «raíces cristianas», sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias raíces. Quien aprende a decir «gracias» como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador.» (MND n.26)

El camino de la solidaridad

«La Eucaristía no sólo es expresión de comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de solidaridad para toda la humanidad. En la celebración eucarística la Iglesia renueva continuamente su conciencia de ser «signo e instrumento» no sólo de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano. La Misa, aun cuando se celebre de manera oculta o en lugares recónditos de la tierra, tiene siempre un carácter de universalidad. El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida. La imagen lacerante de nuestro mundo, que ha comenzado el nuevo Milenio con el espectro del terrorismo y la tragedia de la guerra, interpela más que nunca a los cristianos a vivir la Eucaristía como una gran escuela de paz, donde se forman hombres y mujeres que, en los diversos ámbitos de responsabilidad de la vida social, cultural y política, sean artesanos de diálogo y comunión». (MND n.27)

El servicio a los últimos (Mane nobiscum Domine 28).
28. Hay otro punto aún sobre el que quisiera llamar la atención, porque en él se refleja en gran parte la autenticidad de la participación en la Eucaristía celebrada en la comunidad: se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna. Nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). No es casual que en el Evangelio de Juan no se encuentre el relato de la institución eucarística, pero sí el «lavatorio de los pies» (cf. Jn 13,1-20): inclinándose para lavar los pies a sus discípulos, Jesús explica de modo inequívoco el sentido de la Eucaristía. A su vez, san Pablo reitera con vigor que no es lícita una celebración eucarística en la cual no brille la caridad, corroborada al compartir efectivamente los bienes con los más pobres (cf. 1 Co 11,17-22.27-34).
No podemos dejar de recordar en este punto una de los más antiguos testimonios del Nuevo Testamento sobre la indisoluble unión de celebración y compromiso de vida situándonos al lado de los pobres: 1Cor 11,17-34. (Leer esta cita).

La increíble degeneración a la que habían llegado las asambleas litúrgicas en las que se celebraba la Cena del Señor, constituye el marco de una estupenda catequesis sobre la Eucaristía, en la que Pablo recuerda el hecho de la institución y pone de relieve las exigencias del misterio. 

Pablo está pidiendo a los corintios que se examine cada uno a sí mismo antes de comer el Pan y beber el Cáliz, nos lo está pidiendo hoy a nosotros para no profanar el cuerpo del Señor. 

En el Antiguo Testamento ya los profetas recordaban al pueblo con frecuencia y con energía que el culto sin una conducta acorde es vacío. Jesús también lo hizo (Mt 5,23-24; Mc 7,9-13). Y María en el magnificat se nos revela con el mismo espíritu profético. 

Pablo también lo dice con bastante claridad en el 1Cor 11,29: “porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo”. Pablo proclama que la mesa eucarística tiene que ser vivida por los creyentes en toda su radicalidad de don y de entrega, según el ejemplo del Señor, y también, con toda su exigencia de servicio a los más pobres. 

Celebrar la Eucaristía nos tiene que llevar a vivir la unidad con cada hermano y con todos. Si nos detenemos a reflexionar, no se puede sino lamentar profundamente los cismas, divisiones y desuniones pasadas y presentes entre los seguidores de Cristo. Todos los esfuerzos por restablecer la comunión son necesarios. Es el deseo de Jesús, hecho oración, que nos transmite el evangelio de Juan en el discurso de la Cena del Señor: “Que todos sean uno” (Jn 17,21). Unidad, comunión, fraternidad, son exigencias que parten de la misma Eucaristía.

Celebrar la Cena del Señor nos tiene que llevar a unir nuestra suerte con la de todos los pobres de la tierra: con los más cercanos que pueden estar en nuestra misma comunidad y a quienes podemos estar dando de lado; y con los más lejanos. No se puede celebrar la Eucaristía y al mismo tiempo tener puestos límites y fronteras en la mente o en la propia vida. La comunión y fraternidad se demuestra en nuestra entrega a los demás, de modo preferente a los más pobres. La comunión no es sólo espiritual, sino que se traduce en obras concretas de compartir sin discriminación. Parece que entre los Corintios estaba teniendo lugar lo que Santiago condena en su carta (Sant 2,1-7). 
No está permitido celebrar la Eucaristía y vivir con reservas para uno mismo. Quien haga esto, sea una persona o un grupo, debe saber que está comiendo su propia cena, pero no la Cena del Señor.

María vivió desde su condición de anawin, pobre del Señor y su canto trasluce una opción de vida al lado de los pobres, la misma del mismo Dios.


4. Eucaristía, misterio pascual; María presente en él.
En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, a la entrega de su vida sin reservas, al amor que llega hasta el extremo. 
Las escenas, que nos presenta el evangelio según san Juan, de María en Caná (Jn 2,1 y junto al Crucificado son muy densas y nos muestran la unión profunda de la Madre y el Hijo en el misterio pascual. Caná es anticipación figurada de la Pascua, la Hora de Jesús. Una Hora cuya duración se extiende durante todo el tiempo de la historia, porque Cristo realizó su sacrificio de una vez para siempre, como nos dice la carta a los Hebreos. El misterio de la Eucaristía nos introduce en aquella bendita Hora. Cada Eucaristía es Memorial, no es una suma de sacrificios de Cristo, es la actualización del único, de aquella Hora. María estaba allí, con el grupo de fieles discípulas y el discípulo amado/a. La Eucaristía nos introduce “allí”. 
Eucaristía es Memorial del Misterio Pascual, plenitud de toda la revelación y de la Redención, preanunciada y prefigurada en la Antigua Alianza. El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la pascua de Cristo y ésta se hace presente: la entrega que Cristo hizo de todo su Amor, de si mismo, de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27). Allí junto a la cruz, estaba su Madre, otras mujeres y el discípulo amado. María vive el misterio pascual unida profundamente a Jesús y Él nos la da como Madre. Establece una relación entre Ella y el discípulo amado, que hoy somos todos nosotros.

«En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “!He aquí a tu hijo¡”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas». (EdeE n.57)

Como en Caná, Jesús se dirige a María llamándola «mujer» y no «madre», el término «mujer» aplicado a María, tiene una resonancia comunitaria, eclesial. Y María sigue siendo lo que fue en Caná: mirada atenta, humanidad necesitada que se dirige al Señor, orientadora de los servidores a quien puede proveer. 
En María Jesús indica la personificación de la nueva Jerusalén, madre universal de los dispersos, reunidos en el templo que surgía entre sus murallas. María-Iglesia es la madre universal de los hijos dispersos de Dios, unificados en el templo de la persona de Cristo.

María es discípula en la comunidad y madre de la comunidad. María que ha sido discípula y ha peregrinado en la fe, es la mejor Maestra a la que podemos acudir, por eso nos dice EdeE 57: “aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella”. Y, no menos importante:
“María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas”». 
La comunión con el Hijo es comunión con la Madre porque ambos están profundamente unidos. 

5. Conclusión

«La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio» (EdeE 53). El Pan eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine». 
Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida.. Que nos ayude sobre todo la Santísima Virgen, que encarnó con toda su existencia la lógica de la Eucaristía. No olvidemos que Pablo VI decía que María será siempre la llave exacta para la comprensión del misterio que es Cristo.

Fuente: hermandaddeconsolacion.com