La santísima Virgen María

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La Virgen tiene en la Iglesia y en la vida del cristiano un arraigo profundísimo. Y esto no sucede por mera devoción o gesto piadoso. La Virgen María está unida con vínculo indisoluble a la vida y la obra salvífica de su Hijo. Esta unión se manifiesta en muchos aspectos y con muchas dimensiones:

Está unida a su Hijo desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En el nacimiento, cuando presentó a los pastores y a los magos a su Hijo primogénito; en el Templo cuando, hecha la ofrenda propia de los pobres, lo presentó a Dios y oyó profetizar a Simeón que una espada atravesaría su alma; en la vida pública, con su intercesión en las bodas de Caná, suscitó el comienzo de los milagros de Jesús; durante la pasión, con su unión fiel a Cristo hasta el pie de la Cruz, sufriendo profundamente con Él y asociándose a su sacrificio con entrañas de Madre; en el momento de pasar de este mundo al Padre, siendo dada por Jesús agonizante al discípulo como Madre; y en Pentecostés, implorando, junto con los Apóstoles, el don del Espíritu y ejerciendo su maternidad en los comienzos de la Iglesia. 

Esta es la riqueza humana, espiritual y divina de María, madre de la Iglesia y madre nuestra, por estar tan unida a su Hijo. Y esa unión no fue sólo por coincidencia temporal o carnal con un hombre que era Dios al mismo tiempo, sino porque con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, cooperó en la restauración de la vida sobrenatural, en la redención de los hombres. 

Así se convirtió en Madre de los hombres en el orden de la gracia. No obstante, esta misión maternal no oscurece ni disminuye la mediación única de Cristo, sino que sirve para demostrar su poder.

María está también profundamente unida a la vida y misión de la Iglesia. Desde los primeros cristianos, con los que se reunía para rezar y para fortalecer aquellas comunidades nacientes, hasta el concilio de Éfeso, en Turquía, donde se proclamó el Dogma de su maternidad divina.
En efecto, la Iglesia, contemplando su profunda santidad, imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también Madre; ya que, por la predicación de la Palabra de Dios, aceptada con fidelidad y por el Bautismo, engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios.

Además, la Iglesia admira en María la obra de continuidad que ha realizado en todos los pueblos, épocas y culturas, desde que los apóstoles salieron de Galilea y se dispersaron por todas los países del mediterráneo, para llevar la Buena Noticia de salvación. 

Por todo esto, la Iglesia presenta a María a los fieles para que la contemplen como primera obra de la redención, la veneren como Madre de Jesús y Madre suya y la imploren como su intercesora, tanto en el culto litúrgico como en las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos.

El amor a la Virgen no puede ser sensiblero, porque se trata de quererla por sus virtudes y cualidades, las de una mujer que supo responder a Dios desde la fe. María fue una mujer de su tiempo, heredera de la fe de sus padres, a quien Dios le pidió algo muy grande, pero muy difícil y comprometido, y ella sólo supo responder: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí tu Palabra”. Desde la humildad y la pequeñez Dios puede hacer grandes obras, si dejas entrar a Dios en tu vida, como María.

Así mismo recuerda a los fieles que la verdadera devoción a María no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad; sino que procede de la fe auténtica que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, a un amor filial hacia ella y a la imitación de sus virtudes.

Oración por la familia: Dios y Señor nuestro, que por la maternidad virginal de María entregaste a los hombres los bienes de la salvación, concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida. Él que vive y reina por los siglos de los siglos.