María, maternidad y sacramentalidad de la Iglesia

Padre César Palomino Castro, CMF

La maternidad «espiritual» de María se dirige no solamente a los creyentes individualmente, sino especialmente como comunidad eclesial. Esta maternidad se realiza «en la Iglesia y por medio de la Iglesia» (RMa 24). Por esto María es Madre de la Iglesia, es decir, «Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores»2(}.
En el cenáculo de Jerusalén, la Iglesia, reunida con María, comenzó su «nueva maternidad en el Espíritu» (RMa 47), que constituye su razón de ser y, por tanto, su misionariedad. En todas las épocas históricas, el Espíritu Santo hace posible la misión de la Iglesia, comunicándole nuevas gracias para «dar testimonio con audacia de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo» (Hech 4,33).
Los períodos más fecundos para la evangelización se han caracterizado por la toma de conciencia sobre la maternidad de la Iglesia. Ello se hace patente de modo especial en la vida y en los escritos de los santos. De este «sentido» de Iglesia se pasa fácilmente a Maria Tipo de la maternidad eclesial.
La maternidad de la Iglesia es «ministerial» y «sacramental» en cuanto que obra a través de los ministerios o servicios profetices, cultuales y de caridad, como signos eficaces y portadores de Cristo. 
«La Iglesia... se hace madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64). En esta maternidad apostólica la Iglesia imita a María: «Por esto también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles» (LG 65).
El ser y la función apostólica de la Iglesia son una maternidad permanente y universal. La naturaleza de esta maternidad es de instrumentalidad salvifica. La permanencia de esta misma maternidad puede parangonarse a la de María:
«Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos» (LG 62).
La relación entre la maternidad de María y la de la Iglesia es tan estrecha, que se puede hablar de una sola maternidad (cf. RH 22). Propiamente es la maternidad de Maria que se actualiza por medio de la Iglesia: 
«Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una nueva continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia» (RMa 24).
Esta realidad materna, mariana y eclesial, se basa en el hecho de que Cristo sigue presente y operante en los signos eclesiales (Mt 28,20), asociando a María y a la Iglesia (cf. Jn 19,25-27). La misión que la Iglesia ha recibido de Cristo (Jn 20,21-22) se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. Ella anuncia, presencializa y comunica a Cristo, para que sea realidad viviente en el corazón de cada ser humano.
El término «maternidad», aplicado a la misión de la Iglesia, encuentra su punto de apoyo en la misma doctrina de Jesús sobre las dificultades del apostolado (cf. Jn 16,20-22). San Pablo hace uso de esta terminología, incluso con el símil de los «dolores de parto» (Gal 4,19), en un contexto que es, al mismo tiempo, mariano (Gal 4,4-7), apostólico (Gal 4,19) y eclesial (Gal 4,26).
La enseñanza paulina sobre la maternidad de la Iglesia se basa en el texto de Isaías sobre la nueva Sión o nueva Jerusalén, que será madre de todos los pueblos (Is 54,1; 11,12). Esta nueva Jerusalén «es libre y es nuestra madre» (Gal 4,26), y tiene su comienzo en «la plenitud de los tiempos», cuando «Dios ha enviado a su Hijo nacido de la mujer» (Gal 4,4). Toda la humanidad está llamada a participar en la filiación divina de Cristo por obra del Espíritu Santo (Gal 4,6), puesto que él es «el Salvador de todos» (1 Tim 4,10).
En cada comunidad eclesial se concretiza la maternidad de la Iglesia (2 Jn 1,4-13). Todo creyente recibe la vida divina por medio de la Iglesia o de los signos eclesiales; por esto la fe en la Iglesia se puede expresar de este modo: «Creo en la santa Iglesia madre». Pero, al mismo tiempo, todo creyente es Iglesia madre, como parte activa e integrante de una comunidad que es madre por los servicios del profetismo, culto y realeza (cf. PO 6). Toda comunidad eclesial, y especialmente la Iglesia particular, se hace responsable de poner en práctica esta maternidad que es de misionariedad universal.
La condición de Iglesia peregrina hace descubrir el significado de las dificultades y persecuciones. Estas tribulaciones forman parte de la maternidad y misionariedad de la Iglesia y se transforman en fecundidad cuando la vida se hace donación. Estos son los «dolores de parto» inherentes a la vida apostólica (Jn 16,20-21; Gal 4,19), que hacen de la Iglesia (personificada en María) «la gran señal» (Ap 12,lss). Cristo continúa asociando a la Iglesia, que debe ser consorte (esposa) de sus sufrimientos (Ef 5,25ss), a imitación de María que fue llamada a compartir la «suerte» (espada) y «la hora» de Cristo (Le 2,35; Jn 19,25-27). Los signos eclesiales de esta maternidad, como son las vocaciones y los ministerios, participan de estas reglas evangélicas de saber morir para resucitar con Cristo, como «el grano de trigo» (Jn 12,24).
Jesús continúa asociando a María su madre en la aplicación de la redención, también en su presencia activa de resucitado, por medio de los signos eclesiales que constituyen la maternidad ministerial y sacramental de la Iglesia. En esta perspectiva salvífica, mariana y eclesial, se comprende mejor el principio patrístico, repetido por el concilio, sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación (cf. LG 14, 16; AG7).
Cristo es el único Salvador, porque las semillas evangélicas que Dios ha sembrado en todos los corazones y en todos los pueblos (culturas, religiones...) tienden, por si mismas, a hacerse explícitamente Iglesia ya en esta tierra. La maternidad de la Iglesia, en relación con la maternidad de María, es instrumento de Cristo, tanto para que su salvación llegue a cada ser humano (todavía no explícitamente cristiano) como para que toda la humanidad llegue un día a ser explícitamente la Iglesia que Cristo ha instituido como signo visible y sacramental de salvación para todos.
La maternidad de la Iglesia tiene carácter «virginal», en el sentido de fidelidad a la palabra de Dios y a la acción del Espíritu Santo. Esta fidelidad virginal, a ejemplo de María, es fidelidad a la doctrina (fe), a las promesas (esperanza) y a la acción amorosa de Dios (caridad). La Iglesia es madre como medianera de verdad, como portadora de las promesas divinas y como instrumento de vida divina.
En la medida en que la Iglesia es virgen fiel, se hace también madre y esposa fecunda, «sacramento universal de salvación» (AG 1, en relación con AG 4). María es modelo y ayuda de esta virginidad maternal de la Iglesia: «Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues, en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre» (LG 63; cf. RMa44).
Así, pues, «se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad... Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, asi la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia» (RMa 43).