Difícil
será encontrar uno de esos debates sobre temas religiosos,
organizados por TVE, en el que los grandes capitostes del
agnosticismo, del ateísmo declarado o simplemente del
anticlericalismo patrio no nos pasen por las narices -perdón- las
deficiencias, los errores y hasta los pecados de la Iglesia, a lo
largo de su historia. Ésta, por su parte, no ha negado nunca la
condición pecadora de sus miembros. En los libros de Historia
tanto eclesiástica, como civil, escritos por católicos, para
formación de católicos -sacerdotes y seglares- y no católicos,
se recogen con imparcialidad y sin temor a la verdad, los yerros
cometidos por los creyentes en Cristo, a lo largo de los siglos. Y
Juan Pablo II, en su carta «Tertio millenio adveniente», no duda
en escribir que la Iglesia asume, con una conciencia más viva,
los pecados de sus hijos, recordando todas las circunstancias en
las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu
de Cristo y de su Evangelio...
Estos
actos de humildad, por parte de la Iglesia y de sus
representantes, son obligados y al mismo tiempo muy sinceros. Pero
no debieran hacernos olvidar la grandeza y hermosura de la Iglesia
en sí misma. Grandeza y hermosura que todos los pecados de sus
miembros no pueden ni disminuir, ni empañar.
No
obstante, se diría que nos impresionan, hasta menguar el aprecio
que, en toda objetividad y justicia, le debemos. Y así no es raro
que, cuando a un católico se le pregunta cuál es, a su juicio,
la obra maestra de Dios, lo último que se le ocurra decir es que
esa maravilla es la Iglesia. Y sin embargo, esa es la realidad y
no otra.
Proseguimos
en el empeño de ayudar a nuestros lectores en su deber de dar razón
de la propia esperanza. En el último capítulo, veíamos que para
ello no basta razonar. Hay que dirigirse también a la voluntad y
al corazón de los interlocutores. Con este intento, comenzamos
hoy una presentación de la Iglesia, que la dé a conocer en su
real, espléndida y atractiva
belleza.
¿Será
el Universo?
El
Universo material, tanto en su conjunto, como en sus partes, tanto
en su colosal expansión galáxica, como en el dinamismo de sus más
diminutos elementos; en la fuerza y belleza de la flora y de la
fauna terrestre, como, sobre todo, en la inteligencia y libertad,
en el trabajo, en las técnicas, en las ciencias y en el arte, en
el progreso, del ser humano, es realmente de una grandeza y
hermosura sublimes.
Se
comprende que los mayores genios de la humanidad se extasíen en
su contemplación. Y hasta se comprende que el mismo Dios se
manifieste satisfecho, al respecto: «Creó,
pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón
y hembra los creó... Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba
muy bien»
[Gn 1, 27-31] .
Muy
bien, a los ojos del mismo Dios, estaba la entera obra de sus
manos, pero, sobre todo, esa pareja, puesta en la cumbre de la
creación material, plenitud del ser humano: hombre y mujer,
unidos en el amor para formar una sola carne; unidos con vínculo
de amor fecundo e indisoluble, para dar a un tercero, el hijo, la
inimaginable oportunidad de vivir una vida sin término, feliz en
la contemplación de Dios. Hay motivo para preguntarse, si no será
ésta la obra maestra del Creador.
Y
no cabe duda que para quien no tenga fe -fe, digo, en el sentido
propio de la palabra, virtud sobrenatural infusa, por la que
aceptamos como infalible el testimonio de Dios, que nos revela lo
que ni los sentidos, ni la más aguda inteligencia creada puede
alcanzar-, para quien no tenga fe, repito, ésta tiene que ser la
obra maestra de Dios -de un Dios conocido con la sola razón, se
entiende-. No así, para quienes gozamos de la incomparable e
inmerecida suerte de creer cuanto Dios ha revelado y la santa
Madre Iglesia enseña.
Gracias
a la fe, y en perfecta coherencia con las exigencias de la razón,
sabemos que este alucinante Universo ha sido hecho para quien es
su cima, el hombre. Sabemos asimismo que este último salió de
las manos de su Autor, elevado a un orden sobrenatural, es decir,
a un estado que superaba la constitución misma y todas las
exigencias y posibilidades de su propia naturaleza, hecho partícipe
de la divina: hijo de Dios por gratuita condescendencia. Sabemos
también que, habiendo decaído de ese estado, por el pecado de
origen, Dios, en un exceso incomprensible de amor y misericordia,
decidió rehabilitarle, por medio de la encarnación, muerte y
resurrección de su Hijo.
¿Será
María?
¿Cuál
será, pues, para el creyente la obra maestra del Creador?
¿Será
María, la Madre de ese Hijo de Dios? No es raro encontrarlo en la
boca o en la pluma de los beneméritos cantores de sus glorias. Y,
en efecto, entre las meras criaturas, María es la Obra maestra de
Dios. Ni el más excelso de los puros espíritus creados puede
igualarla. Nadie como ella ha sido introducida en la familia misma
del Altísimo. Sólo María es la Madre de Dios. Y cuando se ha
dicho Madre de Dios, ya no se puede decir nada más grande ni
sublime, a no ser Dios o su Verbo encarnado. Cualquier expresión
humana queda corta. De ahí el adagio teológico: “De Maria
numquam satis.” -De María nunca se dirá bastante-.
Pero,
pensará el lector, entonces ¿en qué quedamos? Porque se ha
afirmado, de entrada, que la Obra maestra de Dios es la Iglesia. Y
además ¿qué hacemos de Cristo, el Hijo de Dios hecho Hombre?
Pues
quedamos en lo dicho, que María, entre las puras criaturas, es la
Obra maestra de Dios, y en que la Iglesia, que no es una pura
criatura, como vamos a ver, también lo es.
Y
con el Verbo encarnado, que suelda en unidad personal a la Segunda
persona de la Santísima Trinidad con la naturaleza humana del
Hijo de María, le proclamamos Rey del Universo, y, con San Pablo,
“Imagen de Dios
invisible, Primogénito de toda la creación... Él es el
Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea el
primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda
la plenitud.”
[Col
1, 15-19]
Y con San Juan: «En el
principio existía la Palabra y la Palabra estaba en Dios, y la
Palabra era Dios... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo
nada de cuanto existe... Y la Palabra se hizo carne y puso su
morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria que recibe del
Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad»
[Jn 1, 1; 1, 14] .
Él
es, pues, indudablemente la Obra maestra de Dios.
¿Cristo,
María, o la Iglesia?
¿Entonces?
¿Cristo, María, o la Iglesia?
¡Cristo,
María y la Iglesia! ¡Cristo y María, en la Iglesia! ¡La
Iglesia con María, en Cristo!
La
Iglesia, que es la Esposa de Cristo, indisoluble-mente unida a Él.
San Juan y San Pablo, los dos grandes teólogos del Nuevo
Testamento, que acabamos de citar, nos hablan de esa unión
esponsalicia. El segundo verá expresado en el matrimonio
cristiano, el de Cristo con la Iglesia.
«Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó
a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el
bautismo del agua, en virtud de la palabra, y presentándosela
resplandeciente a sí mismo, sin mancha, ni arruga, ni cosa
parecida, sino santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a
sus mujeres, como a sus propios cuerpos... Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos
serán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a
Cristo y a la Iglesia»
[Ef
5, 25-32] .
San
Juan se referirá a estas bodas, sobre todo, en el Apocalipsis. La
Jerusalén celeste, es decir la Iglesia, llegada a su plenitud, es
presentada como la Novia y la Esposa del Cordero: «Y
vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de
junto a Dios, engalanada como una novia, ataviada para su esposo.
Y oí una voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de
Dios con los hombres...’ «...Entonces
vino uno de los siete ángeles... y me habló diciendo: ‘Ven,
que te voy a enseñar a la Novia, a la Esposa del Cordero’
Nota_________
El
Cordero es Cristo, «el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»,
como le llamará Juan Bautista. «El
Cordero inmolado», como nos le presenta el Apocalipsis.
____________
.
Me trasladó en espíritu a un monte alto y me mostró la Ciudad
Santa de Jerusalén, que bajaba del Cielo, de junto a Dios, y tenía
la gloria de Dios»
[Ap
21, 2-3 y 9-11].
La
idea de unas bodas de Dios con la humanidad no es original ni de
Pablo, ni de Juan. Ya el Bautista se había referido a Cristo con
el título de Novio, considerándose él como el amigo que se
alegra con la presencia y la unión del Novio con la Novia. Jesús,
por su parte, echará mano de la misma comparación, para
justificar que sus discípulos no practiquen ayunos, como los de
Juan o los de los fariseos:
«¿Pueden
los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está
con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio
-alusión a su muerte violenta y al tiempo que deberá
transcurrir desde su Ascensión a los Cielos, hasta su segunda
venida-; entonces ayunarán»
[Mt 9, 15] .
En
realidad, la Alianza de Dios con el Pueblo de Israel ya había
sido presentada por los profetas como un matrimonio espiritual. Y
las infidelidades del Pueblo, como adulterios. Pero esos mismos
profetas, anunciaban una Nueva Alianza, unos nuevos desposorios,
definitivos éstos. Aduzcamos un solo testimonio. Es de Oseas: «Entonces
te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en la
justicia y en el derecho, en la benignidad y en el amor...»
[Os 2, 21 y ss].
Pero,
no pasemos tan de prisa por estos textos. Advirtamos el contenido
impresionante de las expresiones. Se nos habla de un enlace
amoroso del hombre, de la humanidad, hasta hacer de ella una sola
carne... ¿Con quién? ¡Con Dios! Con el Altísimo Dios, con el
Infinito, el Eterno, el Omnipotente, el Omnisciente, el
Transcendente, el solo plenamente Autosuficiente, el que se define
a sí mismo «Yo soy», El que Es -no sólo en el sentido bíblico,
sino también en el metafísico: el mismo Ser subsistente, según
la expresión tomista-, la Plenitud de que nos habla Pablo.
A
Juan se le dice: «Esta es
la morada de Dios con los hombres.»
Y vio que «bajaba
del Cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios». ¡La
Iglesia es pues el lugar -no un lugar más- de encuentro y
convivencia de los hombres con Dios! Y esa convivencia es una
participación tal en la misma vida del Dios trino y uno, que la
Iglesia ha sido puesta «junto
a Dios» y «tiene la
gloria de Dios». No es una obra puramente humana. Tiene un
carácter divino.
¿Se
puede decir algo más sublime?
La
sola contemplación de la Iglesia como Esposa de Cristo es
suficiente para proclamarla Obra maestra de Dios.
La
Iglesia y su Modelo
Pero,
volvamos a María. Si bien es verdad lo que dice San Agustín, en
un sermón sobre su maternidad
[Sermón 25, 7: PL 46, 937-938] :
«Santa es María, bienaventurada es María, pero aun es mejor la
Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una
porción de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un
miembro supereminente; mas, al fin, un miembro de todo el cuerpo,
y es más el cuerpo que un miembro. La Cabeza es el Señor, y el
Cristo total lo constituyen la Cabeza y el cuerpo. ¿Qué diré?
Tenemos en el cuerpo de la Iglesia, una Cabeza divina, tenemos a
Dios por Cabeza». Pero no es menos verdad que las relaciones
entre María y la Iglesia no se reducen a ser Aquella miembro de
Ésta. Porque María no es sólo miembro -incluso supereminente-
de la Iglesia, que es también su Madre -como la declarara Pablo
VI en la clausura del Concilio Vaticano II-, por serlo de Cristo y
de todos los cristianos que la integran. Es además su figura y su
modelo. En efecto, como enseña el mismo Concilio, con San
Ambrosio, «la Madre de Dios es tipo de la Iglesia, en el orden de
la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en
el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también
madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de
forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen, como de
la madre...»
[Lumen gentium, 63] .
(...)
«La
Iglesia... se hace también madre, mediante la Palabra de Dios,
aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por
obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente
virgen, que guarda pura e integra la fe prometida al Esposo, y a
imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu
Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida
y una caridad sincera»
[Ibidem, 64. En nota a pie de página
añade el Concilio las fuentes de esta doctrina: San Ambrosio, San
Agustín, San Beda el Venerable, Isaac de Stella] .
De
suerte que, si cuando se considera, en la medida que es posible, a
la Santísima Virgen como persona distinta de la Iglesia, debemos
afirmar la superioridad de ésta, cuando profundizamos en el
misterio de ambas, descubrimos que existe entre ellas tal unidad,
que osamos parodiar a Santa Juana de Arco y decir: «María y la
Iglesia me parecen una misma cosa»
[Recordemos que la Heroína de
Ruan, con más propiedad que nosotros al parodiarla, respondió a
sus jueces: «Cristo y la Iglesia me parecen una misma cosa»] .
No sin motivo, la asombrosa visión apocalíptica de la Mujer
vestida del Sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza representa, según la mayoría de los
exegetas, simultáneamente a María y a la Iglesia. En ella hay
elementos comunes a ambas y elementos propios de la una o de la
otra. Común el esplendor, la grandeza, la belleza y una
determinada maternidad con respecto de Cristo. Propia de María la
maternidad carnal -aunque virginal-, de ese Hijo varón que ha de
regir a las naciones con cetro de hierro. Propios de la Iglesia
los dolores de parto y la maternidad espiritual, por la que
engendra a Cristo en los hombres que a ella acceden en el
bautismo. Propia también de ésta última la huida al desierto,
perseguida por el Dragón.
En
conclusión, la Obra maestra de Dios es, absolutamente hablando,
Cristo Jesús. Inseparable del mismo, por ser su Esposa y su
Cuerpo místico, como veremos con más detención, la Iglesia es
igualmente Obra maestra del Altísimo. María, por ser, la Madre
del Hijo de Dios y de todos los miembros de su Cuerpo, por ser
Madre de la Iglesia, Tipo de la misma y su más eminente miembro,
después de la Cabeza, es asimismo Maravilla de las maravillas del
Creador y Redentor del Universo. Pero, cuando queremos expresarnos
de forma complexiva y sintética, podemos decir sin más, con toda
verdad, que ese prodigio del poder divino es la Iglesia.