María en la vida de la Iglesia en los primeros siglos

Fidel González

María en la vida de la Iglesia en los primeros siglos
He aquí la segunda etapa de nuestro recorrido sobre la influencia que la Madre de Dios ha tenido en la historia de los hombres y el culto mariano en los Concilios y en los Padres de la Iglesia. A lo largo de los primeros siglos de cristianismo se instituyeron las primeras fiestas marianas y se edificaron iglesias en honor de la Santa Virgen. Un pueblo que se vuelve hacia la Madre del Redentor para pedirle su protección y su gracia



María en la vida y en la reflexión teológica de los primeros cristianos
¿ Qué lugar ocupa la figura de la Virgen María en la vida de la Iglesia durante los primeros siglos? A esta pregunta podríamos responder teniendo en cuenta tanto la naturaleza del culto mariano como las intervenciones de los Padres de la Iglesia al respecto. Estos vieron con claridad la relación existente entre la Virgen y su Hijo. Si hablan de María, lo hacen porque ven en ella a la madre del Dios encarnado. De hecho, Cristo, en virtud de su nacimiento de María, es hombre verdadero, mientras que por su eterna generación del Padre, es Dios verdadero. Esto es lo que definirá el Concilio de Éfeso, el tercer gran Concilio Ecuménico (431) (cfr. Huellas, nº 7 - 2003) y el primero que se referirá explícitamente a María como «Madre de Dios» (Theotokos). «En este contexto, los Padres leían en clave de Cristo también el milagro del nacimiento virginal de Jesús de María, que aparecía ante ellos como el signo inequívoco de la divinidad del niño, venido al mundo de un modo tan extraordinario y prodigioso. A través de la meditación de la Sagrada Escritura, los Padres alcanzaron a comprender y a explicitar otra gran verdad mariana: la colaboración de la Santa Virgen en la obra de la salvación. Esta vocación a colaborar con el Dios redentor se hacía evidente en la posición de María junto a Cristo, el nuevo Adán, en calidad de nueva Eva y, como tal, María reparó el mal de la primera Eva a través de su comportamiento antitético con respecto a la conducta de ésta última en el paraíso terrenal» (Textos marianos del primer milenio,1, Ciudad Nueva 1988, p.43).
Dentro de la historia de la Iglesia, el Concilio de Éfeso marcará al mismo tiempo un punto de llegada y uno de partida. En él, el discurso sobre Cristo se convierte en central y, por tanto, la figura de la madre de Dios, al estar íntimamente ligada a la de su Hijo, pasa a ocupar un primer plano en la reflexión de los Padres de la Iglesia. La definición explícita de la maternidad divina de María, proclamada solemnemente en ese Concilio, llenaba a los cristianos, especialmente en Oriente, de estupor y admiración. ¿Cómo podía María contener dentro de sí al Infinito, cómo podía nacer de ella el No Creado, cómo podía llamar hijo suyo al Hijo de Dios? El mismo sentimiento provocaba su maternidad virginal y su pureza inmaculada. De ahí surgía la inmensa confianza con la que se la invocaba para que intercediera ante Dios por todas las necesidades de los hombres. «En ese momento empiezan a levantarse por todas partes iglesias y santuarios marianos. Recordemos, por ejemplo, la grandiosa basílica liberiana de Roma, reconstruida por Sexto III después de Éfeso y consagrada a la madre de Dios. En este período hace explosión la piedad del culto mariano, sobre todo en Oriente, donde la imagen de la Virgen se hace familiar y popular y empieza a resplandecer en toda su grandeza y dignidad de Madre del Señor» (Textos marianos del primer milenio,1, 45). Escribe Koehler: «Tras siglos de lucha contra el paganismo, tras una larga maduración de la oración cristiana dirigida a Dios en el contexto cristológico y eclesial y tras una lenta formación del culto a los mártires, subordinado al culto de latría (debido sólo a Dios) se afirma el culto mariano como una exigencia de la fe y sin contaminación extraña alguna que pudiera corromperlo» (María en los primeros siglos, Vercelli 1971, pp. 104-105).
Uno de los primeros aspectos que subrayaron los Padres de la Iglesia antes del Concilio de Nicea (325) cuando hablaban de la Virgen fue el de presentarla como la nueva Eva, reparadora de la culpa de la primera madre. El verdadero estudio teológico sobre la Virgen comienza en Oriente, basado en la Biblia y en la Tradición transmitida por los antiguos Padres y llevó a la definición del dogma de la maternidad divina de María, proclamado contra Néstor en el Concilio de Éfeso. Mientras los Padres anteriores habían insistido en el concepto de María, nueva Eva, los Padres contemporáneos a este Concilio, y también los siguientes, insistieron en sus escritos en la maternidad divina como parte de la fe católica y fundamento de toda la teología mariana. Junto a esta importante cuestión se encuentra la de la perpetua virginidad de la Virgen, su inmunidad frente a cualquier tipo de culpa y su majestuosidad, unida a la de Cristo Señor. En este contexto, empieza a encontrar eco la afirmación de la cooperación de María en la concesión de todas las gracias.

« Bajo tu protección»
La Iglesia siempre ha visto con creciente fuerza la misión de la intercesión de María junto a su Hijo Jesús. Un papiro egipcio del siglo III (publicado por Roberts en Manchester en 1938) contiene la tan conocida oración Sub tuum praesidium (Bajo tu protección), que más tarde entraría a formar parte de las liturgias romana, ambrosiana, bizantina y copta. Esta oración es una invocación confiada en la protección de la Madre de Dios para que nos libre de todos los peligros y está considerada como la oración mariana más antigua. La razón de dicha confianza está clara: los primeros cristianos vieron en María a «la llena de gracia», la «bendita entre todas las mujeres». En la antigua cristiandad, la Virgen María se propone de manera especial como modelo de las vírgenes. De este modo, en las catacumbas de Roma, en un cubículo del siglo III, aparece representado un obispo que, en el momento de imponer el santo velo a una virgen, le recomienda como modelo a María Santísima. En el siglo IV, san Gregorio Nacianceno (389) cuenta cómo una virgen cristiana acude confiadamente a María. En ese mismo siglo, san Ambrosio exhorta a las vírgenes cristianas a seguir a la Virgen por antonomasia, María. Los Padres insisten también en la imitación a María; de ese modo san Ambrosio afirma que «la vida de María por sí sola es ya escuela para todos», y por ello exhorta a todos a imitarla (De Virgi II, c.2, n.9, 15; c.3, n.19).
Por todo lo expuesto hasta ahora, la Iglesia concede a la Virgen un culto especial, al que los teólogos llaman hiperdulía (cfr. Santo Tomás, Summa Teológica) por su especial excelencia como Madre de Dios. Esto significa que se le otorga un honor especial, superior al que se concede a los santos, que también tienen un culto o veneración, llamado dulía. La particularidad del culto a la Virgen respecto al de los santos tiene que ver con la especial santidad de la Virgen María, superior de grado, no de especie, a la de los otros santos. Se diferencia en cuanto a la especie si se toma como motivo de tal culto su singular dignidad de Madre de Dios, que la sitúa en un orden en sí específicamente superior a aquel en el que se encuentran todos los demás santos (Santo Tomás, Summa Teologica). Los cristianos siempre han entendido este culto a María como veneración, como invocación y como imitación.

El culto litúrgico en los primeros siglos
La Iglesia, por tanto, estableció un creciente y variado culto a la Virgen; a esto le siguió el resto del desarrollo de su pensamiento teológico, como ocurría en todos los demás campos de la teología cristiana. Desde el punto de vista histórico, un primer momento es el que va desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta el Concilio de Éfeso. Se trata de un período preparatorio que culminó con una apoteosis litúrgica. Durante este período, crece cada vez con más fuerza y claridad la veneración de la Virgen, las distintas formas de culto litúrgico y las fiestas propiamente dichas. Una importante fiesta mariana la encontramos ya en la segunda mitad del siglo IV en Oriente y en el siglo VI en Occidente. Esto no suponía una dificultad contra el culto mariano en cuanto que las fiestas litúrgicas no habían alcanzado todavía en este período la fisonomía que alcanzaría posteriormente.
El desarrollo del pensamiento teológico alrededor de la figura de Cristo durante el siglo IV pone cada vez más en evidencia el papel esencial de la Virgen en la redención, y al mismo tiempo se acrecienta el concepto de su suma santidad. La expresión «toda santa» (panaghia) surge en la primera mitad del siglo IV referida a la Virgen. La encontramos por primera vez en el escritor eclesiástico Eusebio, y posteriormente se convertirá en expresión común de la literatura bizantina.
Por otro lado, tampoco falta desde tiempos apostólicos una gran devoción hacia María, la Madre del Señor, aunque todavía no hubiera una fiesta litúrgica, como tampoco la había para muchos aspectos de la vida del Señor. Dicha devoción tenía su fundamento en la Sagrada Escritura. Los Hechos de los Apóstoles la presentan junto a los discípulos a la espera del Espíritu Santo (Hechos 1, 14). Los Padres Apostólicos, como san Ignacio, ponen de relieve su maternidad divina. Durante el siglo II, Justino en Roma, Ireneo en Lyón y Tertuliano en Cartago, partiendo del paralelismo Adán-Cristo, inculcado con fuerza por san Pablo (Rom 5, 12-21), desarrollan el paralelismo análogo: Eva-María. La antiquísima fórmula del símbolo bautismal, el Credo (siglo II), evocaba continuamente a los fieles la grandeza de María como virgen y madre del Salvador: Natum ex Maria Virgine. Todo esto demuestra la especial veneración de las primeras generaciones cristianas hacia ella. Un reflejo significativo de dicha veneración, junto al testimonio de la confianza en la intercesión de la Virgen, la ofrecen los abundantes monumentos del arte funerario romano de los siglos II y III, con imágenes de la Virgen en las catacumbas.
María, como comprensión de la virginidad cristiana, desde el comienzo de la vida de la Iglesia, siempre fue propuesta como modelo por los Padres. A partir del siglo III, con la difusión del monacato, de la vida consagrada y del ideal de virginidad y obediencia en muchos cristianos, se toma a María como modelo de virginidad cristiana.
Ya en los siglos V y VI encontramos en la vida litúrgica de la Iglesia expresiones concretas en honor a la Virgen que expresan dicha fe convencida y confiada en su intercesión ante Cristo. De ese modo, en el Canon romano de la misa encontramos que se nombra a María en primer lugar.

Las fiestas de la Virgen
La primera fiesta mariana que se instituyó parece remontarse al siglo IV, en Siria, precisamente en Antioquía, sede de uno de los tres primeros grandes Patriarcados de Oriente. Fue allí donde los discípulos del Señor fueron llamados por primera vez «cristianos», como se cuenta en los Hechos de los Apóstoles. También existía en Constantinopla una fiesta litúrgica antes del Concilio de Éfeso. De hecho, el Patriarca de Constantinopla pronunció un discurso en el 429, en presencia del mismo Néstor (que negaba la maternidad divina de María), en un día dedicado completamente a la glorificación de María; aunque será el Concilio de Éfeso el que ejercerá una gran influencia y determinará un rápido y floreciente desarrollo del culto litúrgico de la Virgen en Oriente y Occidente. La primera fiesta mariana se conoce por un leccionario armenio escrito hacia el 450: habla del «15 ag. día de M. Theotokos». Un sacerdote de Jerusalén, Crisipio, alrededor del 455-479, habla de la misma fiesta en una de sus homilías, citando también los textos litúrgicos leídos. La fiesta de la Theotokos es por tanto una de las fiestas marianas más antiguas. Primero se celebró en Siria y después se extendió por todo Oriente: esta fiesta celebraba la divina maternidad de la purísima Virgen. En Oriente, ya entre los siglos VI y VII, encontramos instituidas las grandes fiestas marianas: Anunciación, Asunción, Natividad, Presentación y Concepción, con preciosas invocaciones, himnos y cantos a María, como el antes mencionado Sub tuum praesidium y el recuerdo de María en el Memento del Canon de la misa. Todas las fiestas marianas están íntimamente ligadas al Misterio de Cristo y por ello consideradas como fiestas del Señor. Entre las fiestas marianas, la de la Dormición o Asunción de María alcanza bien pronto un puesto de preeminencia. De hecho, el emperador Mauricio, hacia el año 600, prescribió su celebración en todo el Imperio en la fecha del 15 de agosto.
Occidente fue algo más lento en su devoción a María. No se conoce ninguna fiesta mariana anterior al siglo V. Se encuentra una en la Galia en el siglo VI y de ella da testimonio san Gregorio de Tour (594): probablemente se celebrara durante el mes de enero. Lo mismo ocurre en España, donde la fiesta estaba ligada al tiempo de Adviento, en diciembre. El IX Concilio de Toledo establece el 18 de diciembre, ocho días antes de Navidad, para dicha fiesta, a la que todavía llamamos «de la espera». En Roma, desde el siglo VI, durante el Adviento había numerosas escenas marianas y se celebraba de manera especial como fiesta mariana el 1 de enero. Y la Octava de Navidad, con textos litúrgicos cargados de contenido mariano, los mismos que encontramos hoy. También en Roma, en el siglo VII, las grandes festividades marianas que se recuerdan se celebran solemnemente, como se desprende del LiberPontificalis (Libro de los Pontífices) cuando habla de las disposiciones del papa Sergio I al respecto (687-701). A la difusión contribuiría la llegada a Roma de los monjes que huían de Oriente tras las invasiones persas y árabes.

Las primeras iglesias
Desde tiempos apostólicos, el papel de María y su veneración fue en aumento, como sucedió también con el resto de la conciencia de la Iglesia sobre el contenido de la fe. El Concilio de Éfeso marca un punto decisivo para el desarrollo del culto mariano a través de las iglesias a ella dedicada, sus imágenes veneradas y las diversas fiestas marianas. Por lo que se refiere a las iglesias marianas, conviene recordar cómo en Palestina se construyeron dos durante el siglo V: una en Jerusalén en el lugar señalado como el sepulcro de la Virgen y otra en el monte Garizim. En Egipto, concretamente en Alejandría, la antigua iglesia patriarcal estará dedicada en el siglo V a la Virgen. En Rávena, la basílica de Santa María la Mayor se construye en el siglo V. En Roma se encuentra el catálogo más antiguo de iglesias, el que se suma al itinerario De locis sanctis martyrum del siglo VII, que cita cuatro iglesias marianas: Basilica quae appellatur Sancta Maria Maior, es decir, Santa María la Mayor, la célebre basílica del Esquilino, erigida por el papa Liberio (352-366), restaurada por Sexto III (432-440), que la decoró con maravillosos mosaicos conservados todavía hoy y que deben considerarse como un monumento histórico del Concilio efesino. Otro templo de este recorrido es la Basilica quae appellatur Sancta Maria antigua, erigida en el Foro romano y que parece ser la iglesia mariana más antigua de Roma. La tercera, Basilica quae appellatur Sancta Maria Rotonda, el Panteón, transformado en iglesia por Bonifacio IV (608-615), consagrada por él a la Beata Virgen y a todos los mártires. Y por último, Basilica quae appellatur Sancta Maria Transtiberim, el antiguo titolo (especie de iglesia parroquial) de Calixto (ingeniero de catacumbas y papa) y que al menos en el siglo VI ya estaba dedicado a la Virgen. A lo largo de los siglos VII y VIII no queda ciudad de Oriente y Occidente que no tenga una iglesia dedicada a la Virgen.
Al levantar y fundar iglesias dedicadas a la Virgen, entra también en uso el culto de sus imágenes. Muy celebrada es la de Oriente atribuida a san Lucas (Hodegetria) y que la emperatriz Eudosia envió a Pulcheria (Constantinopla, 451) desde Jerusalén. Esta imagen se convierte más tarde en modelo de innumerables imágenes marianas. Un reciente descubrimiento hecho en Roma, en la iglesia de Santa María la Nueva, ha sacado a la luz una imagen de la Virgen, procedente probablemente de Santa María la Antigua, que se remonta al siglo V. Surgirán tantas iglesias dedicadas a la Virgen que en el siglo IX ya se encuentran en todas las ciudades y pueblos, y las imágenes marianas se multiplicarán hasta el infinito; lo mismo ocurrirá con las fiestas marianas.

Fuente: huellas-cl.com