En
el artículo anterior referíamos una anécdota del último Concilio.
Vamos a contextuarla. Durante la segunda etapa conciliar se debatió
intensamente sobre cuál era la decisión más acertada: ¿dedicar a María
un documento independiente, o incluir la doctrina mariana en
la Constitución
sobre
la Iglesia
? El resultado de la votación posterior fue el siguiente: votos, 2193;
mayoría exigida, 1097; favorables a la inclusión, 1114; contrarios,
1074; nulos, 5. Por una escasa mayoría de 17 votos sobre el mínimo
exigido se optó por la inclusión en
la Constitución Lumen
gentium.
2.1.
Preguntas
Era
una decisión simbólica: introducir la enseñanza sobre María en el
documento sobre
la Iglesia
indicaba la voluntad de situarla dentro de esta Iglesia nuestra, trayéndola
del lugar tan alto y tan aparte en que se la había colocado en los últimos
siglos. María, por así decir, entraba en las filas, volvía a su casa
eclesial, que no tenía por qué resultarle pequeña y angosta.
Quede,
sin embargo, claro –digámoslo enseguida para evitar todo
malentendido– que nunca se la sintió ni creyó ajena, de espaldas y
desentendida de nosotros. Baste citar a dos autores. Contenson (†
1674) afirmaba: “María se refiere totalmente a nosotros”. Y san
Luis María Grignion de Montfort († 1716), insistiendo en la dimensión
relacional de María, escribió esta otra frase, actualmente muy citada:
“María es toda relativa a Dios y a Cristo”. El problema puede
surgir a la hora de determinar los vínculos que la unen con Dios y con
todas las demás realidades y en el momento de fijar bien la forma de
relación que mantiene con nosotros. De ahí que nos preguntemos:
¿Dónde
situamos a María? ¿Qué aspectos de su realidad concreta, de su
historia entre nosotros, se han podido olvidar? ¿Qué títulos le son
propios y qué otros títulos comparte con nosotros? ¿Qué tipo de
relaciones ha mantenido y mantiene? Incluso en aquello que tenga de
“privativo” y singular, ¿podemos hallar puentes tendidos entre ella
y nosotros? ¿O es en su ser más bien como un castillo separado
de todo y de todos por un foso abismal, abruptamente cortado, aunque en
su obrar tienda sin descanso una mano benevolente a los siervos de
la gleba? ¿Qué vínculos la emparentan con nosotros?
La
teología mariana de los últimos decenios se ha propuesto mostrar de
forma renovada los variados lazos de unión de María, contemplarla como
un haz de relaciones. Trataremos de recoger alguna de sus enseñanzas;
hoy insistiremos en algunos aspectos de su hermandad con nosotros.
2.2.
De la estirpe de Adán
Últimamente
se ha hablado de don Marcelino Menéndez y Pelayo y de su obra de
juventud Historia de los heterodoxos españoles. En este interés
por las heterodoxias tuvo ilustres predecesores. Uno fue el obispo
Epifanio de Salamina († 402), que en su libro Panarion pasó
revista a todas las herejías de su tiempo o de épocas anteriores.
Nos da noticia de las coloridanas, mujeres que ofrecían tortas
de pan (en griego, kollyrís) como ofrenda sacrificial a
María. Les recuerda a estas devotas que “María no es Dios ni recibió
un cuerpo del cielo; fue concebida de un varón y una mujer [...].
Aunque merece honor, sigue siendo una mujer y en nada difiere de la
naturaleza común de la mujer [...]. Hónrese a María, pero sólo el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deben ser adorados”. Según el
investigador C. Riggi, Epifanio advierte en ese culto mariano una
especie de contaminación con las religiones de la diosa-madre, de la
diosa-virgen, de Isis (mujer de Osiris y madre de Horus), de Cibeles (
la Gran Madre
), de Astarté (diosa cananea del amor y la fecundidad), todas ellas
sublimaciones de la sexualidad y de la feminidad.
No
se piense que éste es un fenómeno sepultado por los siglos. Si
navegamos por Internet, hallaremos manifestaciones de un neopaganismo
que trata de recuperar a las antiguas diosas e incluye entre ellas a María.
En un texto que la incluye en una larga lista de diosas, declara la
autora: “No se puede exagerar la importancia del símbolo de
la Diosa
para las mujeres. La imagen de la diosa nos inspira a las mujeres a que
nos veamos como divinas, nuestros cuerpos como sagrados, las fases
cambiantes de nuestras vidas como santas, nuestra agresión como sana y
nuestra cólera como purificadora. A través de
la Diosa
podemos descubrir nuestra fuerza, iluminar nuestras mentes, poseer
nuestros cuerpos y celebrar nuestras emociones”.
Cualquiera
que sea el halo sagrado que envuelva a María, una cosa es cierta: ni
fue ni es una diosa. Pertenece a nuestra raza, como recordaba el
Vaticano II: “está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres
que han de ser salvados” (LG 53). Es una criatura humana, plasmada de
esta misma frágil y maravillosa arcilla de que estamos hechos todos.
Hubo un tiempo en que María no existió, y hace algo más de dos mil años
empezó a existir, como también nosotros no existíamos hace ciento
veinte años, y ahora gozamos del don de la vida. Y ella vino al mundo
como vinimos nosotros: se inserta en una serie de generaciones que se
remonta hasta los orígenes mismos de la humanidad. Tiene unos padres,
una familia, un pueblo, una tradición.
2.3.
De nuestra historia y sociedad
Como
nosotros, María pasa por las distintas edades de la vida: la primavera
de la niñez y la adolescencia, el verano de la juventud y la madurez,
el otoño del tramo final de su camino. Y no tiene la vida hecha ya de
antemano, desde el comienzo; la tiene que ir haciendo, a golpes de
experiencia, aprendizajes, trabajos, desvelos, penas (cf Lc 2,35); y
también a golpes de alegrías (cf Lc 1,27), esperanzas, bellos ritos
(Lc 2,22-39), encuentros afortunados (Lc 1,39-56). Es un ser humano que
experimenta la flaqueza, el cansancio, el dolor y la muerte; un ser
humano que hace descubrimientos y que tiene también momentos o fases de
perplejidad e incomprensión (Lc 2,41-51). Esto la hermana con nosotros,
que tanto sabemos del cansancio, el dolor, la oscuridad.
Pero
lo que llevamos dicho, con ser muy verdadero, es demasiado abstracto.
Hay que concretar algo más. Socialmente, María tampoco tiene la vida
hecha ni resuelta: no forma parte de los acomodados de su época. Es una
sencilla mujer que vive en una pequeña aldea (Lc 1,26). Aun suponiendo
que descendiera de David, podemos decir de ella lo que un gitano sobre
los de su raza: “nosotros descendemos de los faraones; lo que pasa es
que hemos descendido mucho”. Y la única lotería que le tocó fue un
niño, no ese sorteo abundante en euros que se celebra el 5 de enero. En
la presentación de Jesús en el templo, a los 40 días de nacer, sus
padres llevan un par de tórtolas, o dos pichones (Lc 2,24): es la
ofrenda de los pobres. La gente que vive por sus manos puede decir:
“es hermana nuestra”.
La
Madre
Ágreda la veía servida por ángeles; pero mujer pobre no necesita
criados, y María se desenvuelve en los menesteres de la vida de cada día
sin más privilegios que las vecinas del pueblo, aunque quizá haga las
cosas con otro corazón. Nadie le ahorra los trabajos. ¿Cómo, si no,
puede ser hermana nuestra en humanidad, cómo puede aprender lo que es
ser hombre?