Hermana nuestra

Padre Pablo Largo Dominguez. C.M.F.

En el artículo anterior referíamos una anécdota del último Concilio. Vamos a contextuarla. Durante la segunda etapa conciliar se debatió intensamente sobre cuál era la decisión más acertada: ¿dedicar a María un documento independiente, o incluir la doctrina mariana en la Constitución sobre la Iglesia ? El resultado de la votación posterior fue el siguiente: votos, 2193; mayoría exigida, 1097; favorables a la inclusión, 1114; contrarios, 1074; nulos, 5. Por una escasa mayoría de 17 votos sobre el mínimo exigido se optó por la inclusión en la Constitución Lumen gentium.

 

2.1. Preguntas

 

Era una decisión simbólica: introducir la enseñanza sobre María en el documento sobre la Iglesia indicaba la voluntad de situarla dentro de esta Iglesia nuestra, trayéndola del lugar tan alto y tan aparte en que se la había colocado en los últimos siglos. María, por así decir, entraba en las filas, volvía a su casa eclesial, que no tenía por qué resultarle pequeña y angosta.

Quede, sin embargo, claro –digámoslo enseguida para evitar todo malentendido– que nunca se la sintió ni creyó ajena, de espaldas y desentendida de nosotros. Baste citar a dos autores. Contenson († 1674) afirmaba: “María se refiere totalmente a nosotros”. Y san Luis María Grignion de Montfort († 1716), insistiendo en la dimensión relacional de María, escribió esta otra frase, actualmente muy citada: “María es toda relativa a Dios y a Cristo”. El problema puede surgir a la hora de determinar los vínculos que la unen con Dios y con todas las demás realidades y en el momento de fijar bien la forma de relación que mantiene con nosotros. De ahí que nos preguntemos:

¿Dónde situamos a María? ¿Qué aspectos de su realidad concreta, de su historia entre nosotros, se han podido olvidar? ¿Qué títulos le son propios y qué otros títulos comparte con nosotros? ¿Qué tipo de relaciones ha mantenido y mantiene? Incluso en aquello que tenga de “privativo” y singular, ¿podemos hallar puentes tendidos entre ella y nosotros? ¿O es en su ser más bien como un castillo separado de todo y de todos por un foso abismal, abruptamente cortado, aunque en su obrar tienda sin descanso una mano benevolente a los siervos de la gleba? ¿Qué vínculos la emparentan con nosotros?

La teología mariana de los últimos decenios se ha propuesto mostrar de forma renovada los variados lazos de unión de María, contemplarla como un haz de relaciones. Trataremos de recoger alguna de sus enseñanzas; hoy insistiremos en algunos aspectos de su hermandad con nosotros.

 

2.2. De la estirpe de Adán

 

Últimamente se ha hablado de don Marcelino Menéndez y Pelayo y de su obra de juventud Historia de los heterodoxos españoles. En este interés por las heterodoxias tuvo ilustres predecesores. Uno fue el obispo Epifanio de Salamina († 402), que en su libro Panarion pasó revista a todas las herejías de su tiempo o de épocas anteriores.  Nos da noticia de las coloridanas, mujeres que ofrecían tortas de pan (en griego, kollyrís) como ofrenda sacrificial a María. Les recuerda a estas devotas que “María no es Dios ni recibió un cuerpo del cielo; fue concebida de un varón y una mujer [...]. Aunque merece honor, sigue siendo una mujer y en nada difiere de la naturaleza común de la mujer [...]. Hónrese a María, pero sólo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deben ser adorados”. Según el investigador C. Riggi, Epifanio advierte en ese culto mariano una especie de contaminación con las religiones de la diosa-madre, de la diosa-virgen, de Isis (mujer de Osiris y madre de Horus), de Cibeles ( la Gran Madre ), de Astarté (diosa cananea del amor y la fecundidad), todas ellas sublimaciones de la sexualidad y de la feminidad.

No se piense que éste es un fenómeno sepultado por los siglos. Si navegamos por Internet, hallaremos manifestaciones de un neopaganismo que trata de recuperar a las antiguas diosas e incluye entre ellas a María. En un texto que la incluye en una larga lista de diosas, declara la autora: “No se puede exagerar la importancia del símbolo de la Diosa para las mujeres. La imagen de la diosa nos inspira a las mujeres a que nos veamos como divinas, nuestros cuerpos como sagrados, las fases cambiantes de nuestras vidas como santas, nuestra agresión como sana y nuestra cólera como purificadora. A través de la Diosa podemos descubrir nuestra fuerza, iluminar nuestras mentes, poseer nuestros cuerpos y celebrar nuestras emociones”.

Cualquiera que sea el halo sagrado que envuelva a María, una cosa es cierta: ni fue ni es una diosa. Pertenece a nuestra raza, como recordaba el Vaticano II: “está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados” (LG 53). Es una criatura humana, plasmada de esta misma frágil y maravillosa arcilla de que estamos hechos todos. Hubo un tiempo en que María no existió, y hace algo más de dos mil años empezó a existir, como también nosotros no existíamos hace ciento veinte años, y ahora gozamos del don de la vida. Y ella vino al mundo como vinimos nosotros: se inserta en una serie de generaciones que se remonta hasta los orígenes mismos de la humanidad. Tiene unos padres, una familia, un pueblo, una tradición.

 

2.3. De nuestra historia y sociedad

 

Como nosotros, María pasa por las distintas edades de la vida: la primavera de la niñez y la adolescencia, el verano de la juventud y la madurez, el otoño del tramo final de su camino. Y no tiene la vida hecha ya de antemano, desde el comienzo; la tiene que ir haciendo, a golpes de experiencia, aprendizajes, trabajos, desvelos, penas (cf Lc 2,35); y también a golpes de alegrías (cf Lc 1,27), esperanzas, bellos ritos (Lc 2,22-39), encuentros afortunados (Lc 1,39-56). Es un ser humano que experimenta la flaqueza, el cansancio, el dolor y la muerte; un ser humano que hace descubrimientos y que tiene también momentos o fases de perplejidad e incomprensión (Lc 2,41-51). Esto la hermana con nosotros, que tanto sabemos del cansancio, el dolor, la oscuridad.

Pero lo que llevamos dicho, con ser muy verdadero, es demasiado abstracto. Hay que concretar algo más. Socialmente, María tampoco tiene la vida hecha ni resuelta: no forma parte de los acomodados de su época. Es una sencilla mujer que vive en una pequeña aldea (Lc 1,26). Aun suponiendo que descendiera de David, podemos decir de ella lo que un gitano sobre los de su raza: “nosotros descendemos de los faraones; lo que pasa es que hemos descendido mucho”. Y la única lotería que le tocó fue un niño, no ese sorteo abundante en euros que se celebra el 5 de enero. En la presentación de Jesús en el templo, a los 40 días de nacer, sus padres llevan un par de tórtolas, o dos pichones (Lc 2,24): es la ofrenda de los pobres. La gente que vive por sus manos puede decir: “es hermana nuestra”.

La Madre Ágreda la veía servida por ángeles; pero mujer pobre no necesita criados, y María se desenvuelve en los menesteres de la vida de cada día sin más privilegios que las vecinas del pueblo, aunque quizá haga las cosas con otro corazón. Nadie le ahorra los trabajos. ¿Cómo, si no, puede ser hermana nuestra en humanidad, cómo puede aprender lo que es ser hombre?