El silencio de Maria

 

Conchita Gil

 

“No existe para nuestra mente, meditación más perfecta sobre nuestra Santísima Madre, que cuando la vemos como una persona real y humana, con un corazón extraordinario, dado sin límites a una entrega total y generosísima a la voluntad de Dios.

La humildad fue la flor por excelencia que realzó su diadema de virtudes.

-Soy la esclava del Señor- le dice humildemente al ángel la sierva, la que no pregunta, ¿por qué a mí? ...la que no duda en responder, porque sólo quiere obedecer y entregarse a su Dios y Señor.

Al saber del estado de su prima, ya mayor, se supone necesaria a su lado y allá acude, no como soberana, sino como servidora.

¿Dónde iría a nacer tu Hijo? ¿Qué madre no desea saber la respuesta a esta pregunta? Ella en cambio confía ciegamente; humilde y silenciosa emprende aquel camino largo, sin descanso en su avanzada gestación, inseguro, lleno de penurias, donde todo mostraba un olvido total de lo alto. Aquel pesebre debió parecerle un palacio, pues sabía era la voluntad de Dios la que se estaba cumpliendo allí.

-Una espada de dolor atravesará tu corazón –le dice en el Templo aquel anciano seguro de sus palabras. Ella no responde, no habla nada, sólo lo mantiene en un silencio extraordinario, guardando en su corazón todo lo que oye y no entiende.

Se le pierde su Hijo con sólo doce años; su Hijo, el que le dijeron que era Hijo de Dios , y el que a Ella le había sido confiando. ¿Cómo es posible que desaparezca de esa forma sin dejar rastro alguno? Pero aún así acepta y espera por la señal que el Señor le daría, para que cumpliera aún más su voluntad.

Cansada y extenuada, sin aspavientos ni gritos, pero con el corazón desgarrado, emprende tres días de intensa y angustiosa búsqueda. Al encontrarle como Madre, le reprime y de nuevo no entiende su respuesta, pero la guarda... silenciosamente.

¡Cómo sería aquel hogar de Nazaret, un modelo de pobreza, paz y amor!

Llega el día terrible, el día cumbre del climax de su dolor. Allí la vemos, de pie, estoicamente ante una cruz; cruz que ha convertido al Hijo amadísimo de sus entrañas en un despojo humano nunca antes visto: mofado y abandonado de todos, ¿es posible que sea éste su final sin más allá? ¿Es posible que realmente ese Dios que tanto Ella ama y al que ha servido toda su vida, se haya olvidado de su Hijo y de Ella?

Algunas mujeres que allí se encuentran gritan en sus llantos. Ella en cambio, con la espada que le anunciaron un día, clavada totalmente en su pecho, llora en silencio y de nuevo espera... espera la respuesta que sabe vendrá del cielo.

Es su dolor lo que la convierte en corredentora del humano linaje.

Esa tarde ha adquirido un nuevo mandato, una nueva responsabilidad, su Hijo antes de morir la hizo MADRE DE TODOS LOS HOMBRES.

Días después, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y sobre Ella, es que su mente recibe una total luz y lo comprende todo. En pago a su proceder, es coronada más tarde, Reina y Señora de todo lo creado.


María, Madre de Dios y Madre nuestra, gracias mil y mil más, porque tu silencio, humildad y aceptación nos permitieron poder un día reunirnos contigo y tu Hijo en un cielo glorioso, abierto por su muerte redentora y... por las lágrimas silenciosas de tu corazón.

Fuente: Revista Ideal, Miami, Fl. USA