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María: la Madre que custodia nuestro corazón
Padre Luciano Alimandi
"El año civil inicia con felicitaciones y
mucho más, olvidando que la Iglesia invita al mundo entero a poner los ojos
en un horizonte que un día será eterno. De este horizonte se alza María, la
Madre de Dios. Como un faro, la Virgen ilumina el tiempo y el espacio donde
se desenlaza el camino de todo cristiano que tiende, si bien con dificultad,
a ser una sola cosa con Cristo: la Santidad encarnada.
El dogma de la “Theotokos”, recordado en la solemnidad del 1º de enero, nos
define, justamente, esta verdad de fe central: Cristo es el Dios Hijo desde
siempre y es el Hijo de María en virtud de la generación humana. Son
incontables las expresiones de estupor, de admiración, de alabanza... que en
todos los siglos y de todo lugar del mundo han circundado e ilustrado,
cantado y representado la verdad de fe de la divina maternidad de María, que
ha enamorado ejércitos innumerables de cristianos.
¿Hoy, esta realidad de vida eterna nos enamora también a nosotros? ¿Tiene
consecuencias efectivas en nuestra vida concreta de cristianos?
Las verdades de fe siempre deben necesariamente tener una incidencia en la
vida de quien las profesa, de lo contrario el cristianismo se transformaría
solo en una filosofía, en una alta idea, en una convicción ciertamente
radicada pero incapaz de eternizar la vida. El cristianismo es verdad que se
encarna, porque su Verdad es Cristo, el Dios Hijo que se ha encarnado en
María por obra del Espíritu Santo. El Verbo se ha hecho uno de nosotros para
que nosotros nos hagamos semejantes a Él. Por esto decir “fe”, en la
religión cristiana, significa decir “unión transformante”: creyendo en
Cristo somos asimilados a Él y no somos más los mismos de antes. Como a San
Pablo también a nosotros el Espíritu Santo nos hace decir “ya no soy yo
quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Por la misma dinámica de la fe cristiana no es posible permanecer “fuera” de
la verdad de fe, como si se pudiese solamente involucrar nuestro intelecto y
no nuestra vida; los dogmas, para ser verdaderamente creídos, deben
convertirse en “carne de nuestra carne”, entonces sí que seremos discípulos
de Jesús.
Tarea de la Madre de Dios es la de hacer encarnarse en nosotros las verdades
del Evangelio; así como a través de Ella Cristo ha venido al mundo y siempre
por medio de Ella, Cristo viene a nosotros, se encarna en nosotros, como
está enunciado de modo admirable en la doctrina de San Luis Grignon de
Montfort.
Benedicto XVI ha usado la fuerte expresión de “encarnación espiritual” para
describir este proyecto divino sobre cada cristiano que, en el arco de su
vida terrena, se abre a la venida intermedia de Cristo en él. El Santo Padre
lo ha hecho, en la línea de cuanto ha dicho San Bernardo Doctor de la
Iglesia sobre la “venida intermedia de Cristo”, cuando, el primer Domingo de
Adviento, afirmó: “para la venida de Cristo que podríamos llamar
‘encarnación espiritual’, el arquetipo siempre es María. Como la Virgen
Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y
toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a
Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados”(Benedicto
XVI, 2 de diciembre de 2006).
Hay místicos que han hablado de esta gracia excepcional de la encarnación
espiritual como, por ejemplo, la venerable Concepción Cabrera de Armida
(1862 - 1937), una mística mexicana que fue primero esposa, luego madre,
después viuda y fundadora de dos órdenes religiosos; esta mujer ha hablado
de la gracia de la “encarnación mística” que el Señor quiere donar a todo
verdadero discípulo, comenzando por sus sacerdotes. Como Montfort, también
la venerable Concepción ha subrayado que María tiene un papel insustituible
en hacer posible dicha unión. Si nosotros la amamos sinceramente y la
imitamos, Ella nos conducirá, infaliblemente, a esta unión transformante con
Jesús que es, en otras palabras, la verdadera santidad de vida, la íntima
naturaleza del cristianismo: “Pero a todos los que lo recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no
nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn 1,12-13)
Fuente:
fides.org
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