Maria, ayuda de nuestra fe

 

Padre Luciano Alimandi

 

"En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!» El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (Mc 4, 37-40).
El episodio de la tempestad calmada viene narrado en el Evangelio en su dramatismo. Emerge en ello toda la fragilidad humana de los discípulos y sobre todo la soberanía divina de Jesús que, con un sólo gesto, calma los vientos y las olas del mar: ¡de repente hubo una gran bonanza! Ríos de tinta se han gastado sobre este pasaje, que se presta a describir la lucha malvada que se produce en el corazón del cristiano: el combate para conquistar la verdadera fe en Cristo. Antes de llegar allí, en efecto, es necesario atravesar innumerables veces el mar en tempestad, para aprender, a base de pruebas, a confiar únicamente en Jesús. Todo cristiano en el camino de la fe, experimenta generalmente, no tanto la ausencia de ella, sino el tomar caminos equivocados.
La fe auténtica no pone condiciones, sólo se fija en Cristo. Los discípulos en el barco, que estaba a punto de hundirse, tuvieron fe en Cristo pero no la confianza que El pedía. Por ello, amablemente, el Señor les reprocha: ¡hombres de poca fe! Había fe, pero también miedo y desorientación por la situación inesperada del propio actuar misterioso de Jesús. Parecía que el Maestro estuviera ausente de la escena, a causa de su adormecimiento. Nos encontramos ante una fe genérica que no es por desgracia, suficiente; se requiere la fe total en la Persona de Jesús: ¡una fe cierta! Los discípulos tienen que pasar de una fe incierta a una fe convencida. Las montañas se moverán, las olas del mar se calmarán, gracias a una fe así. ¡Si en el corazón de los discípulos hubiera habido esta fe sin compromisos, no se habría molestado Jesús, ¡y ellos mismos, en su Nombre, hubieran podido calmar las aguas!
¿No es este tipo de fe, el que produjo el gran milagro de Cana dónde el agua se convirtió en vino? Aquí, la Madre de Jesús, con su gran fe, prácticamente "obliga" a realizar el milagro, incluso adelanta la hora de Jesús, como se lee en el Evangelio de Juan. El “haced lo que El os diga” testimonia la absoluta certeza de la Virgen en la omnipotencia del Hijo y provoca el milagro.
A este propósito viene a la mente el gesto de fe de otra mujer, la hemorroisa que, con su acto de confianza “me bastará tocar el borde de su capa", suscita el milagro de Cristo. Casi a escondidas, entre la muchedumbre que asediaba a Jesús, gente más descuidada que creyente, ella se acerca, y aquel toque de fe en su Persona hace rebosar de Él - casi sin control - la fuerza sanativa del milagro: la mujer es curada en un instante, mientras los médicos, durante doce años, la hicieron sufrir gastando todos sus bienes (cfr. Mc 5, 25-34).
¡Extraordinaria realidad sobrenatural es la fe! Pero cuantas pruebas se deben atravesar para poseerla realmente, como nos dice ampliamente el autor de la carta a los Judíos que, en estos días, leemos en nuestras iglesias. Basta pensar en la prueba de Abraham: Dios le pidió creer contra toda esperanza en una gran descendencia. Abraham confió sólo en Dios y, gracias a esta fe incondicional, recibió el fruto de la promesa: Isaac . Pero cuando su corazón amenazaba con debilitarse en la fe, viene el Señor a pedirle que ofrezca a Isaac.
Para que la fe sea incondicional debe ser liberada continuamente de nuestros condicionamientos que, de otro modo, la fagocitan y la entierran en el fondo del corazón. Para Abraham, como para Moisés, como por todos nosotros, ocurre lo mismo: es necesaria la prueba, de la tempestad para sacudir las profundidades del alma humana y hacer de nuevo espacio sólo para Dios.
La Iglesia en el curso de los siglos ha sido a menudo definida como un barco que navega entre muchas tempestades, pero que siempre viene salvada por Él, que la ha fundado: ¡las fuerzas del infierno no te hundirán!
San Juan Bosco, que es celebrado hoy en toda la Iglesia universal, en su célebre profecía relativa a la Iglesia, ve esta como un barco que, entre mil peligros, es conducida por el gran timonel, el Papa, y se salva porque pasa entre "dos columnas" sobre las que hay en una la Santa Eucaristía y en la otra Maria Auxiliadora. Así es también en nuestros días: el Santo Padre Benedicto XVI, tras la estela de sus Predecesores y en particular de Juan Pablo II, dirige el barco para echar el ancla de nuevo. ¡Cada uno de nosotros, dentro de su propio barco, está llamado a orientar su corazón hacia Jesús y Maria, en unión con el Papa, para fundamentarse en el mismo Dios!

Fuente: fides.org