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Maria, Nueva Eva: camino de la felicidad
Padre Luciano Alimandi
Parémonos juntos en los primeros capítulos del
libro del Génesis: Gen. 3, 1-13 nos narra la caída de nuestros antepasados,
el pecado original que hizo precipitar Adán y Eva desde las alturas de la
gracia a los abismos de la miseria. El tentador se acercó a Eva y la indujo
a pecar, seduciéndola con lisonjas de felicidad y auto-suficiencia,
convenciéndola de que de ese modo podría alcanzar la autonomía de Dios, si
no en todo, al menos en parte. ¡Qué ilusión! Eva creyendo que había espacios
de felicidad fuera de la Ley santa de Dios, consumó su condena: en lugar de
la alegría bebió tristeza e infelicidad, convirtiéndose para Adán en aliada
de infelicidad, para encontrarse con él sin gracia ni libertad.
Esta es la vorágine del pecado: primero circuye la mente, atrayéndola con
garantías de libertad, luego envenena la voluntad empujándola a la
desobediencia a Dios, olvidando que sólo Él puede saciar el corazón del
hombre. La astuta estrategia de la serpiente antigua, continua dándose en
nuestros días: la serpiente es la misma, la propuesta también: "¡come del
fruto prohibido!”
El hombre viejo que vive en nosotros está herido por la misma enfermedad,
que se llama concupiscencia. Esta se desarrolla con la malicia del orgullo,
que pretende prescindir de Dios, irguiéndose como criterio de moralidad en
la ilusión de que el mal, en el fondo, no hace daño y que se puede
controlar; y la ilusión se hace más soberbia: creerse libres, cuando por el
contrario, uno es esclavo del pecado que no se quiere evitar, esclavo del
fruto prohibido al que no se quiere renunciar. Hay un "fruto prohibido" para
cada uno, una "tentación recurrente", más fuerte y seductora que las otras,
que nos persigue con promesas de satisfacción.
En realidad sólo el Nuevo Adán, que es Cristo, vence al viejo y desenmascara
sus ilusiones; pero ¡este combate espiritual dura toda la vida, porque la
"voz" del tentador es astuta y continua susurrando, con apariencia de
cordialidad, promesas de felicidad!
¡Cuántas veces el hombre es seducido por esta falsa voz! Aún sabiendo que no
puede saciarlo, continua buscando esa comida corruptible aunque ha probado
ya mil veces que es una comida amarga: la amargura del despertar del pecado
(S. Agustín).
“Tenía hambre intensa de un alimento interior - escribe San Agustín - que no
era otro sino tú, mi Dios; pero con esa hambre no me sentía hambriento, pues
me faltaba el deseo de los bienes incorruptibles. Y no porque los tuviera;
simplemente, mientras más miserable era, más hastiado me sentía. Por eso mi
alma, enferma y ulcerosa, se proyectaba miserablemente hacia afuera, ávida
del halago de las cosas sensibles" (Confesiones, 3.1).
Cuántas veces una tal ansia se adueña del corazón envolviéndolo, aspirando
sus energías del bien; de nada valen, así, los gemidos del alma si la
voluntad no se abre a la Gracia del nuevo Adán: Cristo, que nos ha sido
entregado por la nueva Eva, Maria. Sólo Ellos puede liberar al hombre de la
prisión que él mismo se ha construido, tirando la llave. Sólo la gracia de
la Redención de Jesús, que Maria nos ha conseguido, puede hacer que
recuperemos la llave: sólo la Verdad hace de nuevo libre nuestra libertad.
Cuando todo parecía perdido, para Adán y Eva y para todo el género humano,
Dios hizo una promesa imborrable, un anuncio formidable: "enemistad pondré
entre ti y la mujer". Esta enemistad, declarada y sellada por el propio
Dios, nos salva, nos protege del tentador y de sus seducciones, nos eleva
por encima de la vorágine del pecado a quien nada escapa y nos da la gracia.
San Luis Mª Grignion de Montfort escribe una página memorable a este
propósito de la única enemistad establecida por Dios, de la fuerza
invencible que Él ha dado a Maria, la nueva Eva: "Ya desde el paraíso
terrenal aunque María sólo estaba entonces en la mente divina le inspiró
tanto odio contra ese maldito enemigo de Dios, le dio tanta sagacidad para
descubrir la malicia de esa antigua serpiente y tanta fuerza para vencer,
abatir y aplastar a ese orgulloso impío"… (TVD, n. 52).
A los pies de la Cruz, como en la Bodas de Cana, Cristo revela a todos el
poder de gracia de Su Madre que todo lo puede, llamándola Mujer: "¡Mujer he
aquí a tu Hijo” (Jn 19, 26). La Mujer, que fue preanunciada en el paraíso
terrenal, está ahora aquí con nosotros, es Maria que, permaneciendo a
nuestro lado, quiere a hacernos felices y saciarnos de Dios!
Fuente:
fides.org
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