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Compañera del Redentor
Padre Pablo Largo Domínguez C.M.F
Recordemos
la escena del paraíso. El hombre había encontrado en Eva una ayuda
semejante, una compañera, como él mismo declara: “la mujer que me diste por
compañera me ofreció el fruto del árbol y comí” (Gén 3,12). Esta acusación
de Adán delata una armonía rota, no sólo con la mujer, sobre la que se
vuelca la responsabilidad, sino también con Dios, que le había dado tal
compañera. Ha comenzado la historia del pecado. Pero hay también una
promesa: la descendencia de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente.
Redimida
¿Interviene también la mujer, y en concreto
esta mujer, María, en ese combate de su descendencia contra la serpiente, en
la renovación de la vida, en la liberación de este mundo sometido al poder
del pecado y de la muerte?
Digamos primero que María
es redimida, que
pertenece a nuestro linaje de reconciliados. En ella también se cumple lo
que decía san Pablo: “A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los
justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8,30). Y la carta a los
Efesios dice de ella y de nosotros: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro
Señor Jesucristo, que en la persona de Cristo nos ha colmado de toda clase
de bienes espirituales y celestiales. Nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él
por el amor. Nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa
suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan
generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya”
(Ef 1,3-6). La exégesis no se fija
sólo en los pasajes que hablan expresamente de María; ha sabido referir a
ella, en pos de la Liturgia, estos y otros pasajes esenciales.
La llamamos “la primera redimida”, “primicias de la
redención”.
¿De dónde le viene
la santidad a María? De Jesucristo: porque de su plenitud, de la plenitud de
Jesucristo, todos hemos recibido gracia tras gracia. En ese “todos” está
incluida María, especialmente María.. Jesús es hijo suyo, pues ella lo ha
concebido, dado a luz, criado y educado. Pero de ella podemos decir también,
entendiendo la expresión en toda su fuerza teológica, la designación de
Dante: “Hija de tu Hijo”. Toda la vida teologal de María, su vida de fe en
Dios, de esperanza en él y de amor a Dios y al prójimo le vienen de Jesús.
Por eso se la ha llamado “la perfectamente redimida”, “la redimida de modo
eminente”, “el fruto más espléndido de la redención”.
Por esta gracia singular que se le ha otorgado, María no queda segregada de
la humanidad, sino más profundamente unida a ella. Enseña un obispo y
teólogo (G. Defois) que la Inmaculada Concepción no es una propiedad
personal, sino una misión; podemos decir, quizá mejor; que es a la vez una
propiedad personal y una misión. Lo que tiene de único lo tiene para
incluirnos a todos. «El “estado original” de María no es algo en sí cerrado;
más bien la capacita para participar en los sufrimientos del resto de los
hijos de Adán y para poder ser un verdadero refugio de misericordia».
Combates personales de María
Hay teólogos que sostienen que María pudo pecar. Escribe uno: María
«comparte con nosotros la posibilidad del pecado: sostenida por la gracia
del Redentor, su voluntad permanece, sin embargo, fija en Dios. Su condición
inmaculada se muestra así como posibilidad de no pecar, y no, en cambio,
como imposibilidad de pecar. En ella, borrado todo elemento de pecado, se
manifiestan el esplendor y la belleza de la obra de Dios» (G. Colzani).
No conocemos los combates de María. Creemos quizá a veces que no tuvo que
vencer resistencias interiores, porque pensamos que toda su persona estaba
en armonía; pero hay algo de lo que no cabe duda: conoció otras pruebas en
su vida y vivió una santidad en la lucha. El evangelista Lucas nos habla de
la angustia de María y José cuando perdieron a Jesús en su primera
peregrinación a Jerusalén; y también es san Lucas quien se refiere a una
espada de dolor que atravesará a la madre en su interior. María pudo
experimentar la tentación, lo mismo que fue tentado Jesús. Dios quiso que
María fuera una persona, no un autómata; por consiguiente la llamó a esa
forma superior de autenticidad que consiste en vencer el mal con el bien.
Sí, María conoció la lucha, y en ella salió victoriosa. En la tentación,
también es hermana nuestra.
Compañera del Redentor
Este es un título más
delicado, en buena medida por razones de tipo ecuménico. Digamos,
por de pronto, que María es la mujer alistada
contra el mal en compañía de su Hijo. Así ha
leído una larga tradición esas palabras del primer libro de la Escritura:
“estableceré hostilidades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la
suya. Ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén
3,15). Son infinidad los cuadros y las estatuas que nos han presentado a
María pisando la serpiente. Mejor es otra representación en que es el Niño
que la mujer lleva en brazos el que aplasta con una vara la cabeza de la
serpiente.
Desde san Ireneo se
contempla a María como la nueva Eva. Ella, con su obediencia, es causa de
salvación para sí y para el género humano, y con su fe desata el nudo hecho
por Eva. María no es, pues, un puro telar o taller en que urde o fabrica el
cuerpo de Cristo; con su sí deliberado de la Anunciación, promovido por el
Espíritu, contribuye al proyecto salvífico. Así el Espíritu, en ella,
desempeña una función plena: por su moción o impulso, María consiente al
encargo que le da el Señor; y por su acción creadora-plasmadora hace surgir
de las entrañas de María el cuerpo del Salvador.
El Vaticano II
silencia términos como “corredentora”, que se prestan a falsas y traidoras
inteligencias, pero afirma la cooperación de Maria en la obra salvadora de
su Hijo; omite también desarrollos teológicos que no son del caso en un
documento de este género, pero por otro lado baja a concreciones: María
había acompañado a su Hijo en ciertos momentos de su vida pública y mantiene
su unión con Él;
llegada al Calvario, sufre con Él, se asocia
con entrañas de madre a su sacrificio y consiente en la inmolación de la
víctima que ella misma había engendrado (LG 58). Ella se asocia al
sacrificio de su Hijo, es la compañera del Redentor.
Unos teólogos destacan
que María, ante la cruz, representa a la humanidad que es redimida y que
acoge la redención; otros, que junto a la cruz se le otorga una maternidad a
favor de todos los hombres; otros, que el consentimiento dado en Nazaret
para ser madre del Mesías implica una aceptación, desde el comienzo, de la
misión, obra y destino del Hijo, quien no es pertenencia suya. El
consentimiento inicial, como ya indicamos en una entrega anterior, cobra
perfiles concretos en la trayectoria ministerial de Jesús y podrá ser
ratificado por María, en la dolorosa noche de la fe, cuando se desarrolle el
drama final. Podemos dejar a un lado términos y expresiones que difícilmente
cuadran con la palabra de la Escritura; pero dejemos también que resuene en
aquella historia divina un amén humano que, bajo la moción del Espíritu,
acompaña silenciosamente al destino del Redentor.
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