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La Virgen María y San Pablo
Remedios Falaguera
“Pero, al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva.La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!”.(Gálatas 4, 4-6)
Verdadero Dios y verdadero hombre “nacido de mujer”.
Poco sabemos de la relación de San Pablo con la Santísima Virgen. De hecho,
no encontramos referencia de Ella en sus escritos salvo este texto de la
carta a los Gálatas, en el que nos anuncia una verdad fundamental de nuestra
fe: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por
obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".
A pesar de que esta simple referencia a Maria es entendida por algunos como
un reflejo de la mentalidad de la época, en la que San Pablo intenta
empequeñecer la misión querida por Dios para la joven Maria como la Nueva
Eva, esto no es así.
Al contrario.
“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró
con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a
nosotros, excepto en el pecado” (Gaudium et spes 22).Es más, según San
Pablo, Cristo, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y
se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,
6-8).
De manera que, el Hijo de Dios no solo se hizo hombre para “ser nuestro
modelo de santidad”, sino para “para hacernos “partícipes de la naturaleza
divina", para llamarnos la atención de que la filiación divina es el sello
de identidad del cristiano, pues como señala San Pablo “todos sois hijos de
Dios por medio de la fe en Cristo Jesús”.(Gal 3, 26).
“Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,48).
No sabemos lo que hubiera ocurrido si la joven adolescente, Maria, a pesar
de su inicial sobresalto ante las palabras del Arcángel Gabriel, no hubiera
aceptado ser la Madre de Dios. Lo que si es cierto que el “hágase en mí
según tú palabra” de Maria, no solo fue “el acto de fe más difícil de la
historia”, sino que transformó el curso de la historia de la humanidad.
“Por su obediencia (a la Voluntad de Dios), ella se convirtió en la nueva
Eva, madre de los vivientes” (…) “De la misma manera que aquella -es decir,
Eva- había sido seducida por el discurso de un ángel, hasta el punto de
alejarse de Dios a su palabra, así ésta -es decir, María- recibió la buena
nueva por el discurso de un ángel, para llevar en su seno a Dios,
obedeciendo a su palabra; y como aquella había sido seducida para
desobedecer a Dios, ésta se dejó convencer a obedecer a Dios; por ello, la
Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma
que el género humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen,
fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una virgen fue
contrarrestada por la obediencia de una Virgen…", como señala san Ireneo.
Por lo tanto, ¿no podremos afirmar que San Pablo, del mismo modo que el
resto de la comunidad cristiana, supo comprender el misterio de la
maternidad divina y la cooperación privilegiada de María en el plan redentor
de Dios?
Es cierto que, de la misma manera que podemos afirmar que San Pablo no tuvo
la oportunidad de conocer personalmente a Jesús, ni de ser testigo de sus
obras durante su vida pública –lo unico cierto es que su conversión se
produjo alrededor del año 45 d. de C-, sí que podemos asegurar que San Pablo
debió conversar y reflexionar largamente de todo esto con los discípulos
“que han conocido a Cristo según la carne”. Es más, estoy segura que honró y
alabó a Maria con el cariño y la veneración de un hijo que sabe que ella, la
Bienaventurada Madre de Dios, habia restaurado la dignidad de la mujer como
Corredentora.
Debemos recordar que mientras el apóstol realizaba su segundo viaje misional
por Antioquia para visitar las comunidades que había fundado en Grecia,
conoció y se fraguo una intima amistad con su discípulo y compañero de
viaje, que no era otro que San Lucas, “el médico muy amado”, con el que
intercambiaría recuerdos e inquietudes. Un discípulo que, guiado por el
Espíritu, supo como nadie trazar las líneas de maestras de la vida de Maria
en su Evangelio. Tal vez porque mientras el joven apóstol descansaba en
Efeso, la Virgen fue la narradora de excepción de sus recuerdos.
De Ella, el apóstol San Lucas nos enseña que María es la elegida de manera
extraordinaria en el plan divino para ser Madre de Dios, una creyente que
lee y medita la Palabra, que sirve de forma silenciosa y humilde, que
instruye y adoctrina,…Pero, sea como fuere, no podemos olvidar que los dos
primeros capítulos del evangelio de san Lucas conservan la historia de la
infancia de Jesús y las palabras más hermosas dirigidas a Maria, en las que
se reconocen su grandeza, el cántico del Magníficat:
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
porque se ha fijado en su humilde esclava.
Pues mira, desde ahora me felicitarán todas las generaciones
porque el Poderoso ha hecho tanto por mí:
El es santo y su misericordia llega a sus fieles
generación tras generación.
Su brazo interviene con fuerza,
desbarata los planes de los arrogantes,
derriba del trono a los poderosos
y exalta a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide de vacío.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abrahán y su descendencia, por siempre. (Lc 1, 46-55)
Maria, Madre de la Iglesia, Madre de los Apóstoles
Al igual que por la Filiación Divina, Dios Padre, a través de su hijo
Jesucristo, nos hace hijos suyos, el mismo Jesucristo nos señala quien es a
perpetuidad nuestra Madre. Nos lo deja escrito el apóstol Juan: “Jesús,
viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la
Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre.
Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa". (Juan 19:25-27).
Este regalo de valor incalculable con el que Cristo confió el discípulo a la
Madre y la Madre al discípulo, nos comprometió a formar una gran familia, no
solo a los apóstoles y a las primeras comunidades cristianas, sino a las
generaciones futuras. Como afirma Benedicto XVI, “Cuando de perseguidor de
los cristianos se convirtió en apóstol del Evangelio, Pablo se transformó en
“embajador de Cristo” resucitado para que todos lo conocieran, convencido de
que en Él todos los pueblos están llamados a formar la gran familia de los
hijos de Dios".
De hecho, saberse hijos de Dios, nos mueve a ser testigos en todos los
ámbitos de nuestra vida de lo que es nuestro fundamento de nuestra fe: Dios
es nuestro Padre, y, como el mejor de los padres, nos ha “regalado” lo más
preciado que tiene: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios
son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para
volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
llamar a Dios ¡Abbá!, es decir, ¡Padre! El mismo Espíritu se une a nuestro
espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos,
también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque
sufrimos con él para ser glorificados con él” (Romanos 8, 14-17).
Por ello, podemos afirmar que San Pablo orgulloso de pertenecer a la raza de
Hijos de Dios, se empeñaría en demostrarle pequeños detalles de cariño
filial a Maria, Madre de Dios y Madre nuestra, de los que, sin duda, Ella
estaría muy orgullosa y agradecida de recibir de “el menor” de ellos.
Y este orgullo alegre, valiente, natural, servicial y generoso que demostró
a lo largo de su vida “el menor de los apóstoles”, es el mismo que nos
debería llevar a ser hijos llenos de fe, esperanza y caridad ante nuestra
Madre, “Modelo de entrega a Dios”. No olvidemos que Maria, como la mejor de
las madres, nos acaricia en su regazo y nos ayuda, nos protege y nos guía,
bajo la advocación de Madre de los apóstoles, a cumplir la voluntad de
Jesús.
“¡Que María nos ayude – exclama a nuestra Madre el Santo Padre Benedicto
XVI- a acoger en nosotros la gracia que emana de estos misterios para que a
través de nosotros pueda filtrarse en la sociedad, empezando por las
relaciones cotidianas, y purificarla de tantas fuerzas negativas, abriéndola
a la novedad de Dios!".
A Ella …
…que supo ver con los ojos del corazón lo que Dios le pedía, y que sabe
comprender nuestras palabras y gestos para presentárselas al Señor con una
sonrisa cómplice de la que se sabe Mediadora de todas las gracias, le
invocamos diciendo:
Oh Virgen santísima,
Madre de Dios,
Madre de Cristo,
Madre de la Iglesia,
míranos clemente en esta hora.
Virgo fidélis, Virgen fiel,
ruega por nosotros.
Enséñanos a creer como has creído tu.
Haz que nuestra fe
en Dios, en Cristo, en la Iglesia,
sea siempre límpida, serena, valiente, fuerte, generosa.
Mater amábilis, Madre digna de amor.
Mater pulchrae dilectiónis, Madre del Amor Hermoso,
¡ruega por nosotros!
Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos
como les amaste tú;
haz que nuestro amor a los demás
sea siempre paciente, benigno, respetuoso.
Causa nostrae laetítiae, causa de nuestra alegría,
¡ruega por nosotros!
Enséñanos a saber captar, en la fe,
la paradoja de la alegría cristiana,
que nace y florece en el dolor,
en la renuncia,
en la unión con tu Hijo crucificado:
¡haz que nuestra alegría
sea siempre auténtica y plena
para podérsela comunicar a todos!
Amén.(Juan Pablo II)
Fuente: infocatolica.com
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