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María, la primera misionera.
Lourdes Flaviá Forcada
Son innumerables las
virtudes que acompañan a María: humildad, docilidad, total disponibilidad al
Señor, silencio interno para dar acogida a la Palabra... todas ellas con sus
irisados destellos, iluminan el itinerario de nuestra existencia.
A María se la venera bajo múltiples advocaciones a las cuales acudimos en
busca de protección, ayuda o consuelo. Hay una faceta de María que aunque
diáfana, es poco conocida o, al menos, no tan recurrida y ésta es la de su
talante misionero.
María fue, sin duda alguna, la primera que salió al encuentro de los hombres
para llevarles a Jesús. María, grávida de un nuevo ser -el Hijo del
Altísimo- se puso en camino para acompañar y ayudar a su parienta Isabel.
¡Con cuánta premura sus pies anduvieron las montañas y valles que la
separaban de ella, para llevarle la buena nueva! Su parienta, al verla,
exclamó llena de alegría e inspirada por el Espíritu Santo: «Bendita tú
entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús». Vislumbró
en María la presencia del que es la Luz del mundo.
Más tarde, en la huida a Egipto, ¡cuánto evangelizó María junto a José y
Jesús, con su ejemplo, cual luz en medio de las tinieblas!
En la doncella de Nazareth, encontramos pues la verdadera esencia del ser
misionero.
Con demasiada frecuencia -acaparados por las urgencias de la vida diaria-
nos olvidamos de ejercer rectamente nuestra tarea misionera que es, ante
todo, comunicar a Jesús mismo.
Si Jesús está presente en nosotros es para ser llevado como ofrenda de amor
a todos los seres humanos, a los más cercanos y a los más lejanos. Falsos
misioneros seríamos si nos olvidáramos de ello. Esta es nuestra mayor
tarea... y también la más hermosa.
Fuente:
claraesperanza.trimilenio.net
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