María sierva del Señor

E. Peretto

 

1. La voz "sierva" en la Biblia

La respuesta de María (Lc 1,38) al proyecto que el ángel le presentó en nombre de Dios está construida con una fórmula que no es frecuente en la tradición bíblica: "He aquí la esclava del Señor". Estas palabras, por un lado, evocan la disponibilidad que han de tener todos los que se declaran "siervos de Yavé" o "siervos del rey" (ISam 25,41; 28,21); pero, por otra parte, esta fórmula en labios de María contiene elementos que la caracterizan como única en su género.

En el AT no existe un vocablo femenino correspondiente a siervo ('ebed). Cuando se trata de sierva, los vocablos que se utilizan son âma y sifhah. Excepcionalmente, los Setenta en dos casos traducen doúle donde el TM pone 'ebed (Ex 21,7; Neh 5,5b). Las dos voces âma y sifhah en el TM son exactamente el correspondiente femenino de 'ebed, como comprendieron bien los Setenta. En el NT este problema no existe.

II. Conceptos conexos con la voz "siervo"

En el mundo grecorromano la dignidad del hombre consistía principalmente en la capacidad y posibilidad de disponer de sí mismo. La ausencia de tal prerrogativa lo ponía a disposición de un tercero, y por tanto le privaba de su dignidad. El horror de tal condición era casi cohonestado por el hombre civil. La condición de siervo comportaba una obligación de servicio en la casa del amo y en la vida pública que no podía ser eludido, y lo degradaba a la condición de un bien inmueble como la casa, los terrenos, etc. Sin embargo, en virtud de este vinculo íntimo acataba el culto familiar de los dioses, más por motivo de la superstición de su amo que por su propia convicción. Platón, partiendo de la acepción genérica de siervo, introduce, una sola vez, la idea de siervo de la ley, en el sentido de que los magistrados tienen como norma y límite de su obrar la ley; deben, por tanto, servirla y no servirse de ella, y reconocer en ella a su señor. Esta postura presupone la convicción de que en la polis griega la ley (nomos) representa y expresa la vocación colectiva de los ciudadanos a asociarse, y servir a la ley permite actuar la eleuthería, que es un bien precioso del ciudadano, y mantener el orden establecido. Fuera de este caso, la valoración de Platón sobre la condición del siervo es negativa. Y lo mismo ocurre con Aristóteles.

Menos drástico que estos dos es el estoico Epicteto, que en su doctrina pone de relieve el aspecto de servicio a la divinidad, considerado en la perspectiva de la llamada de Zeus. Aquel que, frente a los hombres, puede ser perfectamente libre, puede contraer un lazo de dependencia con respecto a la divinidad y ser llamado a responder de sus gestos. La asunción de tal responsabilidad sólo puede hacerla quien es interna y externamente libre. Por tanto, no es concebible un servicio realizado en estado de coacción. El hombre goza de su dignidad únicamente en la conciencia de sí y en el libre ejercicio y desarrollo de sus capacidades.

Esta corriente de pensamiento impulsada por Epicteto, no admite la idea de ponerse a sí mismo a completa disposición de un tercero. La renuncia de la propia libertad en manos de otro equivale a la renuncia a la propia dignidad de hombre libre. A la luz de estos límites se explica la ausencia de la fórmula siervo de Zeus, y la preferencia por la fórmula familiaridad (omitía) con los dioses.

lll. Antiguo Testamento

El término siervo (doûlos), que traduce el hebreo 'ebed, expresa un concepto bien definido, que tiene su raíz en la experiencia de la esclavitud egipcia y babilónica (Éx 13,3.14 14,5 passim; 20,2; Lev 25,38, 26,45 passim; Dt 15,12ss; Esd 9,66s, Zac 10,6-12; Ag 2,5). La esclavitud en Israel, especialmente cuando se trataba de esclavos hebreos (Éx 21,2) era regulada por normas precisas, de las cuales resulta que el esclavo estaba a disposición del amo sólo para el trabajo, mientras que su dignidad personal quedaba salvaguardada (Éx 21,2-11; Lev 25,39ss; Dt 15,12ss). En el caso de esclavos cananeos, o no hebreos, el AT no refleja una mentalidad demasiado diversa de la vigente en las monarquías despóticas de las regiones circunvecinas. Asistimos, en efecto, a la idea de poder absoluto del monarca, al que se contrapone la sumisión más profunda y servil (ISam 8,4-18). El que se declara siervo (doûlos) reconoce el poder de alguien sobre él, este reconocimiento se extiende, en línea descendente, desde el virrey, que es doûlos del rey, hasta el último de los súbditos.

Hay que observar, sin embargo que el término siervo (doûlos), aplicado a ciertos aspectos de la vida civil, asume el significado de un título honorífico y es dado a personajes eminentes que tuvieron un papel determinante en la gestión de la cosa pública, y por ser hombres libres pusieron su capacidad de servicio en beneficio de alguno. Se inserta en esta acepción el título de siervos de Dios dado a Moisés, a David y, en particular, a los profetas. Análogamente a lo que acontece en las relaciones civiles, en cuestión de culto el salmista, el orante que reconoce haber recibido de Dios un beneficio, se declara siervo de Dios (cf Salmos passim). Permaneciendo libre, se puede llegar a ser siervo por amor (Jacob y Raquel, Gén 29,18).

La aproximación de los dos términos siervo-Señor (doûlos-kýrios) supone el emparejamiento de dos conceptos: la conciencia de la distancia que existe entre los dos sujetos y el conocimiento del Señor por parte del siervo; lo cual fundamenta y produce la relación con Dios. El segundo concepto es comprensible a condición de que se acepte el significado que tiene la onomatología en la teología hebrea y entre los semitas en general. Entre Dios y su siervo se establece una relación indefinible, pero real; lo cual hace que el concepto de sumisión expresado en la voz siervo pierda su definición de indignidad y adquiera, en cambio, un sentido de afinidad. El siervo que pronuncia el nombre del kyrios (Señor), establece una relación de conocimiento con él, en un cierto sentido de dominio, con repercusiones que trascienden el hecho personal y se reflejan en la comunidad.

IV. Nuevo Testamento

El paso al NT reserva alguna sorpresa. El término, frecuente en las cartas paulinas y en Mateo, es menos usado por Lucas (Hechos y evangelio) y por el Apocalipsis; sale muy pocas veces en Marcos y Juan y no aparece en las cartas pastorales y católicas. Esta diversa comparecencia no tiene una explicación plausible, ni siquiera desde el contexto religioso y político de su composición. Es verdad que la problemática social, si no deja indiferentes a los escritos neotestamentarios, tampoco los altera más de lo debido, siendo su preocupación dominante demostrar que el tipo de esclavitud de la que ha librado la revelación de Dios en Cristo es la raíz de toda la esclavitud. Por tanto, si el NT globalmente tomado no se apropia la valoración contemporánea de la condición de los esclavos, a los cuales reconoce tanta dignidad moral y antropológica como a sus amos (cf Filemón, ICor 7,20-24, Col 3,22; Ef 6,5; ITim 6,1, Tit I,1), no se escandaliza de las diferencias sociales existentes. Incluso invita a los esclavos a ser respetuosos y colaboradores con sus amos (IPe 2,18).

El NT deja entrever una servidumbre-esclavitud voluntaria, vivida primeramente por Cristo y después por los que han optado libremente por seguirlo. Pablo se precia de su condición de apóstol llamado de modo especial a ser "siervo de Cristo Jesús" (Rom 1,1; Flp 1,1; Gál 1,10); de la misma manera califica a su colaborador Epafras (Col 4,12). Aquí la acepción de siervo no está lejana de la de diákonos (ministro), que connota el testimonio dado a Cristo (Col 4,7). El común sentido de subordinación o dependencia es algo modificado con la introducción de la noción de libertad y de amor que han determinado la elección. Llamado a la libertad cristiana para injertarse en el servicio fraterno (Gál 5,13), Pablo se ha hecho siervo de todos (ICor 9,19) y siervo de la iglesia por amor a Cristo (2Cor 4,5)".

La insistencia en el servicio a Cristo y a los hermanos tiene otra correspondencia en aquella expresión entusiasta con la que sintetiza la acción de Cristo: "Para la libertad nos ha liberado Cristo" (Gál 5,1). Dicha de la libertad que da la fe en Cristo (Rm 6,15) con respecto a la siempre acuciante normativa mosaica, tiene una valencia universal donde se incluye todo aquello que otras veces define como libertad del pecado y de la muerte (cf Rom 5-7).

Pablo utiliza la noción de siervo para describir algunas opciones particulares de Cristo en relación con Dios y los hombres. El texto de Flp 2,7 exalta en toda su potencialidad soteriológica la noción teológica de servicio (del cual habla el cántico del Siervo de Yavé, cf Is 42-53) en su doble perspectiva de renuncia por parte de Cristo a valerse, como método de acción, de su igualdad con Dios en la obra de la salvación, y de solidaridad con la humanidad, esclava del pecado, en situación de dependencia de la ley (Gál 4,4; 3,13). En cuanto a la opción de solidaridad de Cristo con el género humano (cf Rom 8,3; Heb 2,15), la condición social de siervo en el mundo grecorromano le interesa a Pablo en la misma medida en que es paradigma de un hombre que no puede disponer de sí mismo. En el caso de Cristo no va más allá, porque, aun habiéndose acercado al hombre pecador (Rm 8,3; Heb 2,17), Cristo no quedó contaminado por su pecado, y, a pesar de haberse rebajado a la condición de siervo fue, como hombre libre tanto en el aspecto social como en el aspecto teológico, y mantuvo inalterada su libertad espiritual interior.

En el NT, sobre todo en relación con el uso que hace Pablo de ella, la voz siervo (doûlos) asume matices que no pueden ignorarse. En efecto subraya la elección libre del servicio hecho a Dios o a la comunidad.

V. María, sierva del Señor

María concluye el diálogo con el ángel proclamándose "esclava (sierva) del Señor". La comprensión de esta autocalificación está subordinada a la comprensión de la propuesta que le ha sido hecha, y —en perspectiva literaria— a los modelos que ofrece la Biblia. Por dos veces la Virgen se define esclava del Señor: Lc 1,38 recuerda vagamente ISam 25,41 (completa disponibilidad de Abigail para ser esposa de David); Lc 1,48 es una relectura de ISam 1,11 (Ana ruega a Dios que tome en consideración su aflicción [tapeinosis tes doûles sou]). Los dos versículos lucanos se interpretan mutuamente. Sin embargo, definen dos posturas diferenciadas, ambas concernientes a los contenidos de Lc 1,28-37.

En ISam25,41 se entrevé un antecedente literario de Lc 1,38, en el sentido de que Abigaíl declara su disponibilidad a ser futura esposa de David con la fórmula: "He aquí tu sierva". Expresiones análogas se encuentran en otros sitios, pronunciadas por mujeres a las que se reconoce una particular relación con un hombre (cf Gén 12,19, 16,ó, 24,51; 30,3) y por hombres que se relacionan con otro hombre semejante a ellos. Así los ministros de David que evitan encontrarse con Absalón (2Sam 15,15); Merib-Baal, hijo de Jonatán, se presenta a David y pronuncia la fórmula: "He aquí a tu siervo" (2Sam 9,6).

Este rápido análisis permite decir que se trata de una fórmula de sumisión estereotipada. La de Lucas, en cambio, se da en un contexto que no tiene prototipos veterotestamentarios (éstos no versan sobre hechos vinculados a intervenciones específicas de Dios de alcance universal) y no obstante, puede considerarse eco de la tradición religiosa más profunda, de la cual se tienen pistas en aquellos momentos de la historia sagrada que recuerdan las asambleas del pueblo llamado a ratificar los términos de la alianza ofrecida por Dios (cf Ex 24,3.7) o su renovación (2Re 23,1-3; Esd 10,12, Neh 10,1.29ss) A la luz de lo estipulado en la alianza del Sinaí, Lc 1 38 adquiere una fuerza evocadora singular y reconoce a María un papel análogo al del pueblo de Dios, cuando a los pies de la montaña sagrada recibe las tablas de la ley y promete observarla (Ex 24,3.7). En Caná de Galilea María reformula el esquema de la obediencia, invitando a los criados a hacer todo aquello que Jesús les diga (Jn 2,5). Son tres momentos de la historia de la salvación dominados por una misma propuesta y por la voluntad de hacerla operante. Es el tema de la alianza que se va esclareciendo.

Algo análogo ocurre con el rey Josías (604-609), el cual, descubierto el libro de la ley, y después de una atenta lectura, concluye una alianza delante del Señor comprometiéndose a observar cuanto allí había escrito. Todo el pueblo, convocado en asamblea para ello, se adhirió (2Re 23,1-3). También Esdras y Nehemías siguieron un procedimiento semejante con el pueblo una vez que volvieron de la deportación de Babilonia, obteniendo un compromiso estable (Esd 10,12; Neh 10,1.29ss). Aunque en estos textos precedentes correlativos a Lc 1,38 el diálogo entre los protagonistas no sea vivaz, como en el relato de la anunciación (Lc 1,28-38), la analogía conceptual subsiste y encuentra un punto de apoyo en la fórmula de aceptación de la alianza (Éx 24,3.7) o en su renovación (2Re 23,1-3; Esd 10,12; Neh 10,1.29ss) y en la presencia de un mediador entre Dios y el pueblo.

Expresión auténticamente religiosa, pero con visos jurídicos, Lc 1,38 recoge no sólo lo que María ha captado bajo el aspecto soteriológico, sino que también subraya la adhesión total (doúle-sierva) a aquello que, en concreto, Dios ha decidido hacer en ella (cf Lc 1,34). En el conjunto del misterio de la anunciación, tal adhesión es un gesto de acogida, en nombre de toda la humanidad, de la nueva visita, a la cual Dios da comienzo (cf Gén 21,1).

El hilo conductor para comprender el ministerio o servicio de María es el relato de la anunciación con sus luces y sus sombras. En Jesús, por su carácter de novedad total, por ser el término de toda la antigüedad, como también por las prerrogativas de las que está revestido, el servicio capta toda la atención de María y es la raíz de la que brota su disponibilidad. La voz Señor (kýrios) de Lc 1,38 (cf Lc 1,17.76), no obstante la intencionada ambigüedad, confiere a la adhesión de María un significado denso, como denso es todo el contexto. Ello establece, ante todo, una tensión dialéctica entre el AT y el NT, novedad absoluta frente a lo viejo, lo permanente frente a lo transitorio, realización frente a promesas, prerrogativas mesiánicas que se hacen personales frente a simples esperanzas que no encuentran un personaje histórico al que adherirse en plenitud.

Por su singularidad y riqueza, Lc 1,38 es uno de los tres puntos del texto de la anunciación que por unicidad y tipicidad no puede ser considerado como rasgo común de la forma literaria de los anuncios. Su condición de probable reminiscencia histórica de la frase dicha por María al proclamarse sierva del Señor se presenta con una intencionada distancia de las locuciones similares ya encontradas. Los otros dos puntos son: la concepción virginal (Lc 1,34), donde, en dimensión diversa evidente, aflora el recuerdo de Sara (Gén 18,10ss) evocada indirectamente (Lc 1,37 = Gén 18,14) y las futuras empresas del niño (Lc 1,32.33.35), a las que las profecías prestan locuciones para pensar en una futura realidad histórico-política que las actuales circunstancias ridiculizan.

Refiriéndose a tales presupuestos, Lucas esboza el retrato de María, sierva del Señor, tratando de levantar el velo del misterio. Lc 1,38, que no está desgajado de Lc 1,34, se articula también como aceptación de las explicaciones y de la resolución de la dificultad planteadas en Lc 1,34. Respuesta consciente al mensaje celeste, tiene el aspecto de un acto de agradecimiento a Dios, con el que María contrae una relación de afinidad en el plano biológico y espiritual.

Analizando más a fondo la relación Dios-María, que brota de su acto de fe (Lc 1,38), se advierte que entre relación carnal y relación de fe existe una conexión evidente; pero hay que subrayar que es la fe de María el fundamento del parentesco real con Dios y con Jesús. Esa relación, en efecto, quedaría bloqueada en el plano biológico si no tuviese como presupuesto la fe. Tal modo de interpretar el nexo fe-parentesco típicamente lucana, ilustrado por dos pasajes fuera del contexto de la infancia, pero relacionados con él. Lc 11,27-28 refiere la respuesta de Jesús a la mujer que llamaba dichosa a su madre: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la observan". Lc 8,19-21 nos relata lo que Jesús contestó a los que le advirtieron que allí fuera estaba su madre y sus hermanos: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".

El parentesco con Jesús se realiza pues, mediante la fe, que es escucha y realización de su mensaje. Los dos pasos lucanos citados reclaman la atención sobre el significado y la importancia de la fe de María y sobre el motivo por el que fue proclamada dichosa (Lc 1,45), y constituyen una verificación de la constante lucana de presentar, incluso fuera de los textos de la infancia, a María como creyente (Lc 2,19.51, He 1,13-14).

Después de haber sido agraciada por Dios mismo (cf Lc 1,28.30.35), María se autocalifica como sierva del Señor, dispuesta a cumplir su voluntad en todo. La aceptación del proyecto de Dios trae a la mente el proyecto que le fue propuesto a Zacarías acerca de su hijo Juan. En ambos casos, con diversa gradación, se pide la colaboración de los protagonistas, o sea, su disponibilidad a ser siervos del Señor. Zacarías llega a ser padre del precursor no obstante el peso de los años y con la imposición del silencio (Lc 1,12-20); María en virtud de su virginidad, será madre de Cristo (Lc 1,34-35). Mientras a Zacarías le es propuesto el esquema de un nacimiento que tiene significativos precedentes en la historia sagrada y además como es deseado por una pareja de esposos judíos, a María se le ofrece un esquema sin precedentes, un tipo de nacimiento que tiene su origen en Dios, al cual es posible acceder sólo por la fe. Para esta novedad se pide absolutamente su consentimiento, con la conocida fórmula de Lc 1,38 que combina —y aquí está todo su valor teológico— un acto de fe con un acto de total subordinación a Dios (= noción de sierva de Yavé).

Como demuestra todo el cuadro de la anunciación, la conclusión a que llega la Virgen es el resultado de un diálogo activo, a través del cual intenta llegar a captar los términos de un mensaje revolucionario, para adherirse al mismo iluminada por la gracia (Lc 1,28.30.42.45.48-49), libremente y con conocimiento de causa. Si la voz Señor (kýrios) de Lc 1,38 es una alusión a Yavé, pero que a priori no excluye la alusión al mesías del cual va a ser madre (de ahí la ambigüedad de la locución), es consecuente afirmar que María entendió de manera real, aunque no explícita el contenido del mensaje y alcanzó a vislumbrar la identificación de Jesús con Yavé.

En tal dimensión su adhesión no podía ser sino inmediata, total y llena de gozo. Yavé salvador entraba concretamente en la historia del hombre en la persona del mesías (Cristo) salvador (Jesús) (cf Lc 1,41.47). Bernardo de Claraval, en la célebre cuarta homilía sobre Missus est captó el ansia de liberación de la humanidad, e incluso la prisa de Dios por obtener una respuesta, por así decirlo. Pero no captó que Lc 1,38 acerca los dos conceptos-guía de la teología lucana: los de la humilde (sierva) y gozosa aceptación (fiat) del estado de vida al que Dios llamaba a María. A pesar de ello, llegó al umbral del significado gramatical del texto al escribir que este fiat es signo de deseo y no señal de duda, y que por tanto la locución hay que leerla como expresión del afecto de una persona que desea, y no como efecto de una duda.

FIAT/M-J-PATER: El fiat de Lc 1,38 no tiene igual ni en el de Getsemaní (Lc 22,42; Mt 26,46, Mc 14,36), que narra la sufrida sumisión de Jesús a la pasión, ni en el de la oración del Padrenuestro (Mt 6,10). El diverso uso de los modos verbales (aoristo imperativo en Getsemaní y en el Padrenuestro; optativo aoristo en Lc 1,38) conlleva un significado diverso que afecta al concepto. El fiat de Lc 1,38 contiene y expresa un secreto anhelo, una espera impaciente de ver realizado el proyecto descrito por el ángel. La respuesta de María es un grito de gozoso consentimiento lanzado a Dios con una fórmula en la cual se transparenta su profunda religiosidad, no muy diferente de la del siervo de Yavé del texto de Isaías. Se dan en la respuesta de María dos concepciones antitéticas: la de la humilde sierva del Señor elevada a una dignidad única, y la de estar en grado de colaborar al plan de Dios (cf Lc 1,28).

A la luz de las precedentes adquisiciones hay que leer Lc 1,48: "Él ha mirado la humilde condición de su sierva. Porque desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada". Lc 1,48 apunta a la gratuidad de la actividad de Dios y une la impotencia con la tapeínosis (= indigencia, imposibilidad), o sea, con la incapacidad de alcanzar una meta. Dios, que ha fijado su mirada en la insignificante condición de María y ha hecho grandes proyectos sobre ella, ha intervenido transformando su insignificancia (tapeínosis doúles) en el momento de la salvación mesiánica. Pero insignificancia e incapacidad no quieren decir improductividad o inutilidad (cf Sal 30,8 [LXX]; Gén 29,32).

Lc 1,48a presenta el doble aspecto de lo social y de lo religioso, que no es olvidado en el momento de la exaltación. En la sociedad judaica, el esclavo hebreo no está privado de derechos; aunque son mucho más reducidos que los de su amo, no está a merced de los caprichos de éste. La tapeínosis deja entrever una clase de gente pobre, socialmente irrelevante, privada de prestigio y sin influencia notable fuera de su ámbito, pero libre. En un ámbito más propiamente religioso, Lc 1,48a alude a un compromiso total y absoluto con el Señor, y permite relacionarlo con Lc 1,38. Lucas, que recuerda las maravillas realizadas por la omnipotencia divina (1,49) y la glorificación de María (1,48b), concreta la atención sobre la desproporción existente entre la condición socio-político-religiosa de María y los prodigios que Dios ha cumplido en ella. Tal desproporción es una constante en la historia de la salvación. Evocando una historia cuyos aspectos y consecuencias son principalmente sagrados, Lucas añade el recuerdo de los pequeños y los humildes, a los que en el AT está prometida la salvación (cf Jdt 9,11; Sal 9,19; Is 57,15). La consecuencia inmediata es esa manera de considerar la pobreza que encontró una expresión clásica en la primera bienaventuranza del sermón de la montaña (Lc 6,20). Pero el cuadro del recuerdo es pronto superado, de manera inaudita e imprevisible en la precedente situación, por la proclamación de que las futuras generaciones la llamarán dichosa (Lc 1,48b); al fin se descubre que un procedimiento grandioso, como es el de la redención del género humano, tiene su punto de partida y de llegada en María, que se autodenomina sierva del Señor.

La profecía de Isabel (Lc 1,45), la promesa de un reino mesiánico sin límites de tiempo (Lc 1,33) y las palabras de confiada esperanza dichas por María (Lc 1,38.48) se confrontan juntamente en una interna correlación. Sólo María puede hablar de sí. Sólo ella puede apropiarse los sentimientos de una madre palestinense de otros tiempos, Lía (cf Gén 29,32, 30,13) y darles la más alta resonancia.

Vl. Actualización

En la respuesta de María está contenido el consentimiento del género humano a la economía de la salvación de Dios. Éste, por su medio, ha puesto en las manos de los hombres la redención, y los hombres, no como colectividad, sino como individuos, pueden abrirse o cerrarse al proyecto divino según la elección que hagan: o a sí mismos como pertenecientes a una realidad cósmica valorada como un absoluto capaz de satisfacer todas sus aspiraciones, o a sí mismos como pertenecientes a la misma realidad que se articula en espasmódica tensión, junto con ellos hacia la liberación y la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8,1825). María, sierva del Señor, superó el dilema y, posponiendo sus intereses personales y privados, confió a Dios su destino. Se hizo así prototipo de todo hombre que busca a Dios, e instrumento privilegiado de comunión con él. Su comportamiento religioso ante Dios es el punto de apoyo, desde tiempo inmemorial, de toda reflexión que intente buscar, fuera de la divinidad, pero junto a ella, un miembro del género humano que conjugue simultáneamente el vacío más completo ("soy la sierva del Señor") y la riqueza y plenitud más completa ("hágase en mí según tu palabra"), la disponibilidad receptiva de la palabra de Dios y la conservación de la propia personalidad.

En este estado de múltiples facetas, María no puede ser parangonada con ningún personaje del AT ni del NT, por eminente que haya sido por su santidad. Ella es algo más. La escucha y acogida del mensaje celeste significan que ha sido elevada a criterio para la familia escatológica que Jesús reunirá. Primera creyente y primera discípula de Cristo, nos ha hecho ver que le bastaba la palabra. Sierva del Señor por la simplicidad y espontaneidad de su fe, se transforma en intérprete de los sentimientos y de las aspiraciones de cuantos, en el sufrimiento y en la injusticia, anhelan el reconocimiento de sus derechos (Lc 1,48), insisten en la urgencia de la reconciliación de los hombres entre sí y con Dios y se prodigan para que la buena nueva llegue a cada hombre.

DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1851-1858

Fuente: mercaba.org