35.
La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata
de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo
para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la
pasión, ha rezado por esta unidad. La Iglesia « va
peregrinando ..., anunciando la cruz del Señor hasta que
venga ».87 « Caminando, pues, la Iglesia en medio de
tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder
de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no
desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de
la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna
de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no
cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella
luz que no conoce ocaso ».88
La Virgen Madre está constantemente presente en este
camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra
de modo especial el cántico del Magníficat que, salido
de la fe profunda de María en la visitación, no deja de
vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los
siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de
las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción
tanto personal como comunitaria.
« Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre »
(Lc 1, 46-55).
36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba
de Nazaret, María respondió con el Magníficat. En el
saludo Isabel había llamado antes a María « bendita »
por « el fruto de su vientre », y luego « feliz » por
su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían
directamente al momento de la anunciación. Después, en
la visitación, cuando el saludo de Isabel da testimonio
de aquel momento culminante, la fe de María adquiere una
nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el
momento de la anunciación permanecía oculto en la
profundidad de la « obediencia de la fe », se diría que
ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y
vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral
de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión
le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la
revelación se expresa con la elevación espiritual y poética
de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que
son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas
por los textos sagrados del pueblo de Israel,89 se
vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis
de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio
de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor
que, como un don irrevocable, entra en la historia del
hombre.
María es la primera en participar de esta nueva revelación
de Dios y, a través de ella, de esta nueva « autodonación
» de Dios. Por esto proclama: « ha hecho obras grandes
por mí; su nombre es santo ». Sus palabras reflejan el
gozo del espíritu, difícil de expresar: « se alegra mi
espíritu en Dios mi salvador ». Porque « la verdad
profunda de Dios y de la salvación del hombre ...
resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación ».90 En su arrebatamiento María confiesa que
se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de
Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa
hecha a los padres y, ante todo, « en favor de Abraham y
su descendencia por siempre »; que en ella, como madre de
Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que,
« de generación en generación », se manifiesta aquel
que, como Dios de la Alianza, se acuerda « de la
misericordia ».
37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino
terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite
constantemente las palabras del Magníficat. Desde la
profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación y en
la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios
de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «
obras grandes » al hombre: « su nombre es santo ». En
el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el
pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de
la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe
» en Dios. Contra la « sospecha » que el « padre de la
mentira » ha hecho surgir en el corazón de Eva, la
primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar
« nueva Eva » 91 y verdadera « madre de los vivientes
» 92, proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre
Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo
es la fuente de todo don, aquel que « ha hecho obras
grandes ». Al crear, Dios da la existencia a toda la
realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la
imagen y semejanza con él de manera singular respecto a
todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su
voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre,
Dios se da en el Hijo: « Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16). María es el
primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se
realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su
Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz
y resurrección.
La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y
tribulaciones » no cesa de repetir con María las
palabras del Magníficat, « se ve confortada » con la
fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con
tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta
verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces
intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres.
El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo
Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión.
La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: «
(Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena
Nueva » (cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha
tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.
Su amor preferencial por los pobres está inscrito
admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación
de su espíritu, es a la vez el que « derriba del trono a
los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos
los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos, ...
dispersa a los soberbios ... y conserva su misericordia
para los que le temen ». María está profundamente
impregnada del espíritu de los « pobres de Yahvé »,
que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su
salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal 25;
31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del
misterio de la salvación, la venida del « Mesías de los
pobres » (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al
corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada
en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en
sí la conciencia de que no se puede separar la verdad
sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo
don, de la manifestación de su amor preferencial por los
pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se
encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús.
La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época
tal conciencia se refuerza de manera particular— de que
no sólo no se pueden separar estos dos elementos del
mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se
debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que « los
pobres » y « la opción en favor de los pobres » tienen
en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas
orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la
libertad y de la liberación. « Dependiendo totalmente de
Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de su
fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta
de la libertad y de la liberación de la humanidad y del
cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo
para comprender en su integridad el sentido de su misión
».93
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87 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 8.
88 Ibid., 9.
89 Como es sabido, las palabras del Magníficat contienen
o evocan numerosos pasajes del Antiguo Testamento.
90 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina
revelación Dei Verbum, 2.
91 Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum Tryphone
Iudaeo, 100: Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses
III, 22, 4: S. Ch. 211, 439-449; Tertuliano, De carne
Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.