El secreto del Papa 

 

 

Juan Luis Vázquez 

 

 

Dicen que el Papa, cuando era arzobispo de Cracovia, y más tarde, ya en la Sede de Pedro como Pastor de la Iglesia universal, a veces, como por arte de magia, desaparecía de su despacho. Sus más íntimos colaboradores, cuando se disponían a buscarlo, lo primero que hacían era ir a su capilla privada, sin éxito. Sólo una mirada más atenta, la de alguien que conocía bien sus costumbres, podía encontrarlo allí mismo, con sólo bajar la mirada, tendido en el suelo, a los pies del sagrario

Es ésta, la de orar tendido en el suelo, una costumbre que Karol Wojtyla adquirió en su juventud, en los años en que perdió a toda su familia y sufrió los sobresaltos de la ocupación nazi, primero, y soviética, después. Postrarse en el suelo para rezar era la expresión de su total aceptación de la voluntad de Dios, y de su absoluta donación a sus planes para él. En agosto de 1944, cuando los nazis realizaron una redada en Cracovia en busca de insurgentes, irrumpieron en la pequeña casa donde vivía el joven Karol, pero no lograron encontrar a nadie; sin embargo, el futuro Papa estaba en su habitación, rezando en silencio. 
Fue por aquellos años cuando percibió un cierto temor a que su devoción a la Virgen María fuese excesiva. Lo recordaría años más tarde en su libro Don y Misterio: «Hubo un momento en el que volví a poner en cuestión, en cierta manera, mi culto por María, estimando que éste, tomando un lugar demasiado importante, acabara por comprometer el culto debido a Cristo. Fue entonces cuando vino en mi ayuda el libro de san Luis María Grignion de Montfort Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María. Encontré en él respuesta a mis perplejidades. Sí, María nos acerca a Cristo. Ella nos conduce a Él, a condición que vivamos su misterio en Cristo».
El Papa leyó y releyó este libro una y otra vez; lo llevaba consigo a todas partes, incluso a la fábrica de sosa, en la que se vio obligado a trabajar durante la guerra, lo que hizo que las tapas del libro se mancharan de cal. Uno de los párrafos que más le iluminó fue éste: 
«Toda nuestra perfección consiste en estar conformes, unidos y consagrados a Jesucristo; la más perfecta de todas las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, une y consagra más perfectamente a este acabado modelo de toda santidad; y puesto que María es, entre todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, es consiguiente que, entre todas las devociones, la que consagra y conforma más un alma a nuestro Señor es la devoción a la santísima Virgen, su santa Madre, y cuanto más se consagre un alma a María, más se unirá con Jesucristo».
La influencia de esta obra es tal que el mismo lema papal está sacado de entre sus páginas: «Totus tuus ego sum, et omnia mea tua sunt». (Soy todo tuyo y todo lo mío es tuyo).
El día en que sufrió el atentado del 13 de mayo de 1981 (Fiesta de la Virgen de Fátima), el Papa no hizo otra cosa que volver a ponerse a los pies de la Virgen. Dicen que sus palabras, tras recibir los disparos, fueron: «María, madre mía». Más tarde confesó que, tras recuperar el conocimiento después de la operación de urgencia a la que se vio sometido, su pensamiento «se dirigió inmediatamente al santuario de Fátima, para dar las gracias a la Madre celeste por haberme salvado del peligro». El 14 de agosto regresó al Vaticano con el alta definitiva y visitó la tumba de san Pedro y la de sus últimos tres predecesores; poco después comentó: «Por poco hay que abrir una tumba más, pero el Señor lo ha dispuesto de otro modo; y la Virgen –porque todos recordamos que aquel día era 13 de mayo– ha cooperado a que fuera de otra manera».
Mucho se ha especulado acerca de los secretos de Fátima, en especial sobre el tercero de ellos que él mismo desveló. Lo que es seguro es que hoy, 13 de mayo de 2004, el secreto del Papa sigue siendo el mismo que tenía en su juventud: Totus tuus ego sum.

Fuente: Arquidiócesis de Madrid, España