María, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es, en la tierra, el faro que ilumina con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor.
Glorificad al Señor Cristo en vuestros corazones, siempre prontos para contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza (1 Pe 3, 15).
Son muchos los devotos de María. Llena de gran gozo y alegría que sean un enorme número los hermanos que tributan el debido honor a la Madre del Señor y Salvador, que concurren con impulso ferviente y ánimo devoto al culto de la siempre Virgen Madre de Dios. Este gran ejército, unido en oración, puede pedir a la Madre que, en nombre de su Hijo, conceda Dios la luz precisa, para implantar, en este mundo frío, la paz, la paz imprescindible.
Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo hasta que todos los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a vivir felizmente, en paz y concordia, sin odios, en el amor de Dios, para gloria de la Santísima Trinidad.
San Pedro ofrece un consejo magnífico a todos nosotros, a los hombres con responsabilidades y con poder, a los gobernantes: “Quien quiera disfrutar de la vida, -de la paz- huya del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella, pues los ojos de Dios están sobre los justos y los divinos oídos escuchan atentos sus oraciones” (1 Pe 3,10-12).
Pidamos, sin cesar, que, por intercesión de María, Dios conceda la paz a este mundo aterido.