¡María danos tu Hijo! 

 

 

Padre Jean Le Dorze

 

Este cántico, lo conocemos bien: “Madre de Cristo y Madre de los hombres, danos tu Hijo...”. Mirad lo que pasa en la vida corriente cuando una joven madre acaba de dar a luz un hijo: en seguida, llama, envía un parte de nacimiento, correos electrónicos, para comunicar lo más rápidamente posible la buena noticia a su familia, a sus vecinos y amigos. No olvida dar los datos del lugar donde se encuentra para que vengan a visitarla y contemplar a su tesoro. Tiene tanta conciencia que este niño es a la vez para ella y para todo el mundo, y lo da a mirar, a admirar. María, la Santa Virgen María, reacciona como todas la jóvenes madres... 

Jubileo 

El libro del Génesis (4,1) cuenta que Eva dio a luz un hijo, Caín, y entonces dice: ¡He dado la vida a un hombre con la ayuda del Señor!”. Júbilo de la 1ª mujer que, de sierva de un esposo, es madre de un hombre. Adivinamos el júbilo de María, la nueva Eva, sierva del Señor, siendo madre del nuevo Adán. ¿Tenía un nombre, la primera Eva que Dios dota de inteligencia y de amor? Quizá... 

De toda manera, tenía el titulo más bello y la misión más hermosa: dar la vida. “Soy la vida”, dirá más tarde el nuevo Adán. María, la nueva Eva, habiendo concebido y llevado la Vida, la da al mundo en un júbilo extraordinario que los Evangelios nos cuentan con fervor. Por María, Dios, como una Alegría, se infiltra en la sociedad de los hombres. 

En casa de su prima Isabel 

La primera puesta al corriente, es Isabel, la prima, esposa de Zacarías, que vive en Aín-Karem. Mayor que María es su confidente privilegiada. Se conocen mucho las dos, desde los años de infancia que María pasó en Jerusalén muy cerca. Isabel, al límite de la edad para una posible maternidad, será dentro de poco madre ella también. María acaba de aprenderlo por boca del ángel (cf Lc 1,36). ¡Que alegría para ellas dos! Rápidamente comparten esta alegría. 

Y María sale a toda prisa de Nazaret, deja a José, su gentil novio en casa de quien no vivía aun, para llegar a casa de su prima, confiarle su secreto, eventualmente ayudarla, y pedirle consejo. ¿María comprende todo el sentido de su acto? Posiblemente no. Pero el Espíritu Santo, sin ruido, teja para ella los lazos de la nueva alianza. Porque la nueva alianza viene a encontrar la 1ª alianza y a tomar el relevo, discretamente, sin tener la pinta de tocarlo. Jesús, el Señor, acaba de santificar a Juan, el último y el más grande de los profetas. 

No hubo un terremoto como en el Sinaí, en tiempo de Moisés, sino el ligero estremecimiento del niño en el seno de su madre. Isabel saluda a la madre de su Señor. Jesús santifica su Precursor. La 1ª alianza acoge la noticia. María está allí: es ella que ha tomado la iniciativa del encuentro. María exulta de alegría. Por estas 2 humildes mujeres, una de José, el carpintero; la otra del sacerdote Zacarías, el Señor realiza una acción maravillosa a favor de Abrahán y de su raza, y de todos los que tendrán fe en la Palabra. 

En Belén 

Los tiempos se cumplen, el término ha llegado. María da a luz al fruto que lleva. Eso ocurre en Belén de Judea, la ciudad donde antiguamente nació David, el prestigioso rey de Israel. Muchos descendientes de David se apresuran ese día en esta pequeña aldea, por el censo ordenado por el todopoderoso emperador de Roma, cuyos ejércitos ocupan todo el cercano oriente. Al llegar, José busca un techo para cobijar al niño y a su madre. ¡En ninguna parte hay sitio! 

No hablemos mal demasiado pronto del hotelero de Belén: la sala común, en la planta , lleno a rebosar, puede ofrecer a una joven parturienta la discreción, la decencia, la calma necesarios. El hostelero la instala en la planta baja, en una sala ligeramente cavada en el suelo, acondicionada para cobijar a los animales. Allí María da al mundo a su primer hijo; le pone los pañales y lo acuesta en el pesebre. 

Los primeros prevenidos, después del hotelero y de los huéspedes de la casa, son los pastores que pasan la noche en los campos para guardar a sus rebaños; unos pobre y humildes. Advertidos por unos ángeles, acuden. Como lo muestran las imágenes, las pinturas, los belenes acondicionados en nuestras iglesias. María, muy feliz, presenta el niño a estos primeros adoradores, diciéndoles en su corazón: “Dichosos, vosotros, los pobres: el Reino de Dios, es él, mi Hijo: es vuestro, lo he traído al mundo por vosotros”. 

Los magos 

Un poco más tarde llegan los magos, unos eruditos y unos sabios asiduos a escrutar el cielo para descubrir los signos de Dios. No son Judíos; vienen de Oriente, primicias de los que vendrán luego de los confines del mundo a postrarse ante Jesús-Señor. Como todas las mamás, María acoge con alegría toda esta buena sociedad. Recibe también los presentes que traen: oro, incienso, mirra. ¿Pero el mejor presente no es el niño mismo? Ella lo da a estos representantes de los pueblos del mundo; y por ella Dios Padre da a su Hijo único: “Dios amó tanto al mundo...”, Sin duda, María no capta el sentido profundo de todos estos acontecimientos, ella los guarda en su memoria y los medita en su corazón. El verdadero sentido, lo descubrirá más tarde, cuando la Hora habrá llegado. 

En el Templo de Jerusalén 

José y María están profundamente arraigados en la fe de Israel. Cuando llega el día fijado por la Ley de Moisés, llevan el niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Adivinamos el fervor de su trámite. Sin comprender totalmente el como ni el porque, se recuerdan lo que les fue revelado al momento de la concepción. Este niño, arraigado él también en el destino misterioso de Israel, cumplirá la Salvación de Dios para toda la humanidad. 

Llega justamente en el Templo Simeón, un hombre religioso que espera la venida del Mesías, la Consolación de Israel. Coge al niño en sus brazos. ¿Quién cogía al niños hasta ahora? ¿José? ¿María? Poco importa, porque forman un solo corazón y una sola alma. Ahora, en la persona de Simeón, el pueblo de Israel entero coge al Mesías en sus brazos. Y María se lo da en un acto de fe y de desposeimiento. 

Simeón deja manifestarse su alegría: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel”. La gloria de Israel, es haber sido elegido, no para el sólo, sino por el bien de la humanidad entera. María está de acuerdo. Da su hijo por eso. Simeón los bendice, ella, José y el niño. Añade para María: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”. Algo para paralizar el corazón de una madre. María, la sierva, ¿se acuerda entonces del Canto del Siervo” en el profeta Isaías? Si no entiende ese día, lo entenderá más tarde. Por lo pronto, José y ella están sumergidos por estas palabras en un abismo de reflexiones. 

Doce años más tarde 

Doce años más tarde, una vez más encontramos a Jesús adolescente en el Templo, acompañando papá y mamá en peregrinación para la fiesta de la Pascua. Vienen cada año, como todo buen practicante judío. Durante la semana todo va bien, como de costumbre. Pero este año, en el momento de volver se produce un incidente bastante grave que nos puede extrañar: Jesús ha desaparecido durante 3 días. ¿Porqué José y María no se han preocupado de esa larga ausencia? ¿Porqué la explicación dada por Jesús expresa tan poca ternura? José no dice nada, como acostumbra. María interroga a su hijo, recibe una respuesta enigmática, y no entiende. Sin embargo, su corazón de virgen madre persigue su reflexión. Jesús acaba de hablar de su Padre en casa de quién debe estar. Con estas palabras, María entreve un porvenir tejido de improviso y de misterio del cual tendrá que descifrar el sentido día tras día. De verdad, este niño que ha traído al mundo no es para ella: es para el Padre... Empieza a comprender, y en el secreto de su corazón, vuelve a decir su aceptación: “Hágase en mí según tu palabra”. 


Treinta años más tarde 

José ha muerto. Jesús acaba de marcharse por el valle del Jordán para reunir algunos discípulos. A pesar de unos buenos vecinos, María resiente la soledad en su pequeña casa de Nazaret. Por fin, una invitación llega a punto, para una boda, en Caná, el pueblo de al lado. Jesús también es invitado a la comida, con sus primeros discípulos. María, como buena ama de casa vigilante y discreta, observa que la reserva de vino no es suficiente. Lo dice a Jesús. Aparentemente, Jesús no quiere intervenir ese día porque su hora todavía no ha llegado: María piensa de otra manera, tiene lástima de este joven matrimonio que sabe que no es muy adinerado. 

Mujer intuitiva, profundamente buena, obliga a su hijo que haga algo... y su estratagema funciona: el segundo vino dado a profusión es mucho mejor que el primero. Es el comienzo de los signos dados por Jesús, y eso ocurre en Caná, en Galilea. Los servidores saben lo que ha pasado, pero no reflexionan más. El jefe de la comida está desconcertado, quizá un poco molesto de no haber sido puesto al corriente. Los jóvenes casados tienen el espíritu en otro lugar. Sólo los discípulos están atentos al acontecimiento. Miran a Jesús; miran a María. María mira a Jesús; mira a los discípulos. Todos tienen la convicción que Dios ha intervenido y que Jesús manifiesta su presencia. 

La mirada de los discípulos hacia Jesús cambia: dan sus primeros pasos en el camino de la fe. Una convicción: Si María no hubiera estado allí, sin duda alguna, no hubiera pasado nada. Una pregunta: ¿Es María que ha dado los discípulos a Jesús? ¿O ha dado Jesús a los discípulos? Sin duda, las dos cosas. Ese día, María ha abierto de par en par las puertas del evangelio.