Me llamaran Bienaventurada

 

 

 

El Propagador, Capuchinos, Valencia, España

 

No nos importa caer en el tópico al decir que, en la piedad cristiana, mayo y la devoción a la Virgen han estado tradicionalmente unidos. No es que los demás meses la olvidemos, no. Pero este mes tiene una resonancia especial en muchos oídos.

Es el mes de la Virgen del «Magníficat»: del Dios que «enaltece a los humildes»; la del amor silencioso de Nazaret, Madre de Jesús y de la Iglesia, cuya pequeñez desborda todos los límites del universo; la de la fidelidad suma y la más firme entrega, que se abre a la alegría de saberse predilecta de Dios; la que pregona el amor misericordioso de Dios de generación en generación; la que alienta a sus hijos, nacidos de la humildad, que creen en un futuro fraternal y justo; la madre solícita que comparte la mesa humilde y la palabra que pregona el triunfo sobre la altivez, la soberbia y la opulencia; la mujer a quien cantan bienaventurada los coros de generaciones descendientes de Abrahán más allá de la noche de los siglos.

No es fácil aprender el silencio de María de Nazaret. En tiempos –como el actual- de tanta palabrería inútil, no es fácil cultivar la sencillez, la minoridad y la humildad. María «guardaba todas estas cosas –las cosas de Dios, que son las únicas de vale la pena guardar- en su corazón». Es el triunfo sin precedentes de la humildad y la disponibilidad. Dios no se fija en los ricos, poderosos y soberbios de corazón, sino que «enaltece a los humildes y a los hambrientos los colma de bienes».

La actitud de María rompe definitivamente los muros de la enemistad e incomunicación, y Dios se hace presente, cercano, amigo, hombre. Y, desde entonces, la vida de cada hombre y de cada mujer comienza a tener un nuevo sentido.