María e Isabel. Encuentro de madres bíblicas. 

Mons. Willy Flores.


La escena evangélica evoca la visita de María a Isabel, la madre del Precursor, con quien se encontraba vinculada por cercano parentesco. Ya en la Anunciación el ángel hizo alusión a la concepción misteriosa de Juan Bautista, tan íntimamente ligado al misterio de la Encarnación y a la misión del Mesías.

Con solicitud y premura María se encaminó hacia la residencia de Isabel, en la montaña de Judea., no se indica el lugar, sino de un modo muy genérico: una ciudad de Judá. Pero la tradición primitiva (constante ya desde el siglo quinto) señala la aldea de San Juan de la montaña, hoy en árabe Aín-karim, a poco más de siete kilómetros al suroeste de Jerusalén y aproximadamente, a unos 130 de Nazareth. Distancia que supone en aquel tiempo cuatro o cinco días de camino, por las rutas ordinarias de las peregrinaciones pascuales desde la región de Galilea.

Isabel se encontraba en el Sexto mes de embarazo, y María permaneció en la montaña todavía unos tres meses. No aclara el evangelista san Lucas si asistió al nacimiento de Juan. Si bien, cabe suponerlo así, al menos por las precisas acotaciones cronológicas que aduce en relación con el embarazo de Isabel (Lc 1,36 y 56).

Ambas madres privilegiadas eran conscientes, por la inspiración divina, de los sublimes misterios que en ellas se estaban iniciando y de su providencial vinculación a las realizaciones mesiánicas. El saludo de Isabel tiene tanto de hondura como de brevedad esquemática. Es una cordial felicitación, profundamente teológica, que la Iglesia no ha dudado en asociar a la plegaria tradicional del Ave María.

El cántico del Magnificat es de más altos vuelos y de una mística más profunda. Como correspondía a la grandeza excepcional de aquella alma perfectísima sobre la que la inspiración divina encontraba el instrumento humano más apto para cantar las divinas misericordias.

Con un ajuste perfecto a los salmos mesiánicos, y superando toda esta literatura bíblico-mesiánico en sencillez y profundidad, es el cántico un derroche encantador de profundidad amorosa, de gratitud sobrenatural sin medida, de plenitud de esperanzas y de supremo sometimiento a la Providencia salvífica de Dios. Y, al mismo tiempo, es la más exacta manifestación externa de la piedad sublime de la madre de Jesús.

Es también una profecía trascendental, hoy rebasada ya por la realidad histórica del culto mariano universal y que por entonces, para los criterios puramente humanos, pudiera haber sido enjuiciada como simple corazonada utópica de una exaltación femenil desbordada: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”.

Pero no hay en ello lugar a vanagloria; imposible en la nobleza del Espíritu de María y en la humildad consciente con que vibra ante el misterio de su Maternidad divina-humana. Por lo demás, así hablaba una joven de unos diecisiete años, sin prestigio humano cotizable, y sin más garantía que la plenitud de gracia interna de que había sido objeto por parte de Dios.

Nada hay insólito en esta situación poética de María. A este respecto escribe muy bien Riccioti en su vida de Jesucristo, página 251: “En oriente la alegría conduce fácilmente al canto y a la inspiración poética. Incluso ente los semitas modernos no es raro que la mujer comience a declamar en ocasión de grandes alegrías o dolores, expresando sus propios sentimientos en acentos breves, pero incisivos, de vagos ritmos más o menos personales. Y en aquella hora de júbilo también María se mostró poetisa e, inspirándose entre otras escrituras en el cántico de Ana ( 2 Sam 2,1 ss), declamó su “Magnificat”.

Fuente: Revista Carisma