María, la Mujer ideal

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

 

El Evangelio traza unos cuantos rasgos de María, no muchos, pero sí suficientes para imaginárnosla como LA MUJER IDEAL.
Su historia personal trasciende el tiempo, hasta entrar en la grandeza inconmensurable de Dios, que la ha creado para ocupar un puesto tan inigualable y único en la Historia, tanto de la Creación, como del Mundo, y de la Redención.
Sin ser divina es profundamente humana. Y tan humana, que roza lo divino en el plan de Dios.
María de Nazareth, una muchacha que, como las restantes chicas de Nazareth, tendría sin duda un rostro agraciado y unos ojos de mirada limpia, profunda y radiante, pero que pasaría desapercibida en cuanto a las maravillas que Dios estaba actuando en ella, “ha sido preservada de la herencia del pecado original” (Juan Pablo II, “Redemptoris Mater”, 10). Así ha actuado la gracia de Dios en ella.
¿Entendería María el plan que Dios se había trazado, y cómo se realizaba en ella? Posiblemente no. Los caminos de Dios son siempre caminos de fe. Pero también de amor, para los que hace falta una respuesta desde la libertad. Y desde su libertad y entender, responde: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Pues bien, no sólo la gracia de Dios actuando en ella, sin la cual nada hubiera sido posible, sino también su libertad puesta en acción, y con qué fuerza, hacen de María un ser extraordinario. 

Como resalta la “Redemptoris Mater”:
-“María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe….”
-“María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Y por medio de la fe se confió a Dios sin reservas...” (nº 13).

¿Cómo se imaginaría María a Dios? La óptica de visión de cada quien es personal e intransferible. Nadie da lo que no tiene. Quien está lleno de bondad, transmite bondad; quien está lleno de amor, transmite amor.

En la sinagoga de Nazareth escucharía al rabino hablar de Dios como el “Todopoderoso” (Ex. 6,3), el “Altísimo” (Gn. 14,18-22), el “Dios justo y salvador” (Is. 45,21), el “Santo” (Ex. 15,11), el que “reina por siempre jamás” (Ex. 15,18). 

Pero más allá, o más acá, de todos esos títulos, no por grandilocuentes menos ciertos, María veía desde la sencillez de su corazón lleno de amor. Y desde su amor intuyó y comprendió que Dios es amor, que está con los sencillos. Que estaba en ella. Y que “para Dios no hay nada imposible” (Lc. 1,31-37).

Y así, cuando su Hijo viene al mundo por los caminos teofánicos del Dios que es Amor, puede comprender que aquel niño balbuciente es nada menos que el “Hijo del Altísimo”.

Y si ella no se distinguía de las demás mujeres de Nazareth, lo mismo sucedió con su Hijo. Aquel chaval que jugaba con los demás muchachos en las calles terrosas del pueblo, que no se distinguía de los demás, resultó ser, nada menos que, el “Hijo de Dios”.

Los caminos de la fe no son evidentes. El misterio se descubre poco a poco, en un proceso de normalidad. Y María siguió este proceso de normalidad. Y que, sin duda, le costó.

Lo entendió un poco más, poco más, porque prácticamente se quedó como antes, aunque “todo lo guardaba en su corazón”, aquel día cuando en las fiestas de la Pascua Jesús se “perdió”, con toda intención, en el templo. “¿No sabían que yo tenía que estar en la casa de mi Padre? Ellos no comprendieron lo que quería decir” (Lc. 2,41-50). Pero María había acogido, y creído la “palabra de Dios” sobre su hijo, en la anunciación, y escuchado: “Será grande…, Dios le dará el trono de David…, reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc. 1,32-33).

Cuando mejor lo entendió debió ser estando al pie de la cruz. Mientras todos se mofaban del Crucificado, ella, silente testigo, comprendió la grandeza de Dios. Y la grandeza de Dios está en ser capaz de llegar, en Cristo, hasta la muerte en cruz.

Esta María, la Madre de Dios, la Inmaculada, la siempre Virgen, sí, pero que tuvo que recorrer los caminos de la fe desde la puesta en acción de su intransferible libertad.