Eucaristía, Iglesia y María

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La nueva Encíclica del Santo Padre
NO podíamos dejar de presentar a los lectores del boletín "Salvadme Reina por la Gracia de Jesús" una visión general de la nueva Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía y su relación con la Iglesia. Las palabras con las que concluye el documento tienen un significado especial: Un claro apelo a que sea dada una atención más profunda al sacramento de la Eucaristía, una mayor asistencia a la Misa y a que sea más desenvuelta la devoción al Santísimo Sacramento.

Con mucha razón, la Sagrada Eucaristía es llamada de Sacramento del amor, la más admirable manifestación de la estima de Dios por los hombres. A través de ella, Nuestro Señor Jesucristo quiso permanecer con nosotros y prometió: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

El Concilio Vaticano II afirmó que el sacrificio eucarístico es «fuente y centro de toda a vida cristiana». En efecto, en la Sagrada Eucaristía, está contenido todo el tesoro espiritual de la Iglesia, es decir, el propio Cristo, nuestra Pascua y el pan vivo que da vida a los hombres. 

La primera eucaristía en el Cenáculo

En el Cenáculo, Nuestro Señor Jesucristo realizó por primera vez este Santísimo Sacramento. Él tomó en sus manos el pan, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros» (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo: «tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados» (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11, 25). «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19).

Mayor veneración por el rostro “eucarístico” de Jesús

Es este amor y veneración eucarística que el Papa deseó despertar cuando escribió esta nueva Encíclica, que da continuidad a la llamada “herencia jubilar”, en la cual fuimos beneficiados con la maravillosa Carta Apostólica “El Rosario de la Virgen María” y con la introducción de los cinco nuevos misterios de luz, en los cuales contemplamos la institución de la Sagrada Eucaristía.

Contemplar el rostro de Cristo y contemplarlo con María, (...) implica saber reconocerlo donde quiera que se manifieste, con sus diversas presencias, pero, sobre todo, en el sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive de Jesús eucarístico, por Él se nutre y por Él se ilumina.

Culto al Santísimo Sacramento

Además de la celebración eucarística, “el culto prestado a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. (...) San Alfonso María de Ligorio escribió: “La devoción de adorar a Jesús sacramentado es, después de los sacramentos, la primera de todas as devociones, la más agradable a Dios y la más útil para nosotros”. (...) Si actualmente el cristianismo se debe caracterizar sobretodo por el «arte de la oración», ¿Cómo no sentir de nuevo la necesidad de permanecer largamente, en diálogo espiritual, adoración silenciosa, actitud de amor, delante de Cristo presente en el Santísimo Sacramento?”

Luces sobre algunas sombras

Señala el Papa Juan Pablo II que, “al mismo tiempo que ha habido crecimiento en los últimos años de la devoción a la eucaristía, de las adoraciones al Santísimo Sacramento, y muchas señales de amor eucarísticos, infelizmente, junto a estas luces, no faltan las sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”.

María nos conduce a la Eucaristía

En cierto sentido, María practicó su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. (...) anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). en continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

Si la Eucaristía es un misterio de fe, nadie mejor que María nos puede servir de apoyo y guía en esta actitud de abandono. Siempre que en la Misa es repetido « haced esto en memoria mía», al mismo tiempo, acogemos la invitación que María nos hace para que obedezcamos a su Hijo sin vacilación: «haced lo que Él os diga» (Jo 2, 5).

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de los Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

En el Calvario, Nuestro Señor Jesucristo entregó a su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a cada uno de nosotros: «¡He aquí a tu hijo!». Igualmente nos dice también a todos nosotros: «¡He aquí a tu madre!» (cf. Jn 19, 26.27).

Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad.

(Cf. Encíclica Ecclesia de Eucharistia, Papa Juan Pablo II, Cap. VI; 17/4/2003)

Fuente: Asociación Cultural Salvadme Reina de Fátima - España