Con María, acompañando a Juan Pablo II...

María Susana Ratero  

 

María, madre querida, he visto en la televisión la imagen de nuestro querido Papa saludando desde una ventana, sufriendo, llevando su cruz...y no entiendo, María, no puedo entender la razón de tanto sufrimiento.
-Hija- y tu voz tiene el mismo tono que cuando me explicabas acerca del Calvario- ése hombre que ves allí, avanzando dificultosamente por el peso de su cruz, ése hombre al que ya ni voz le ha quedado, refleja el rostro de Cristo que debes conocer, el mérito de un sacrificio que debes valorar.
-Ay, Señora, yo sólo atino a orar por él.
- Y eso está bien, querida, pero aún puedes hacer más. Si intentas entender el valor de la entrega de Juan Pablo II, el inmenso significado de su sacrificio. Si puedes creer que él predica a Cristo ahora con la misma fuerza que cuando estaba en años de juventud. Si pudieras sentir que este hombre te habla de Cristo desde la cruz, entonces, hija, tanto dolor no habrá sido en vano...
- Señora, puedo intentar comprender esto que dices pero ¿ Cómo hacer para que dé frutos en mi alma?
- Pues recuerda el dolor del Papa cada vez que sientas que el peso de tu cruz te hace caer. Y levántate. Levántate por él. “Por usted, querido Papa, por usted sigo caminando aunque no entienda...” Cada vez que sientas que no puedes, recuerda su rostro sereno y hallarás las respuestas que el mundo no puede darte.
- Señora, cuánto debemos agradecer a tu Hijo por habernos dado a Juan Pablo como guía, camino, ejemplo...
- ¿Sabes hija?. A veces lees la vida de los santos y sé que piensas que hubiera sido hermoso compartir su época.
- Sí, muchas veces he pensado eso.
- Pues ahora tienes la oportunidad de mirar y escuchar la voz de este santo, este pastor extraordinario que vela por sus ovejas más allá de sus fuerzas...
- Me siento triste, Señora, por todas las veces que él habló y yo ni me preocupe en saber que dijo.
- No te quedes en la tristeza. Busca sus palabras, sus consejos, comienza leyendo sus cartas en la medida que puedas ir comprendiendo. No te desesperes porque él ya no pueda hablar, pues ya ha dicho lo necesario. El lenguaje que ahora utiliza es el del silencio. Se ha convertido en el silencioso pastor que avanza con su rebaño. Ya las palabras están dichas. El trayecto ha sido recorrido. Ahora debes sacar de su ejemplo el mayor fruto posible para tu alma.
El viento de la tarde agita tu mando celeste. Me quedo imaginándote entre los árboles, recogiendo las oraciones de tus hijos por el Santo Padre, como quien recoge delicadamente las flores de un preciado jardín. Haces, con las plegarias, un exquisito ramo, que llevarás a tu Hijo como súplica, como ofrenda.
Entre las oraciones que juntas en tu manto puedo ver las más diversas variedades. Están las silenciosas, de los enfermos, las sencillas de los humildes, las simples, de los niños... pero ¡Ay! Acabas de lastimar tu dedo con una espina... ¿Espinas entre las oraciones?
- Sí, hija, espinas encuentro entre algunas oraciones. Espinas que representan envidias, falta de caridad, soberbia....
- También las hallarás, supongo, entre los que oran casi sin ganas...
- Pues te equivocas mucho allí. Esas oraciones nacidas en la sequedad del alma, tienen un perfume especial. Tienen el perfume de la perseverancia y de la fe, aún en medio de la noche oscura. La oración que continúa a pesar de la aridez perfuma exquisitamente el jardín del alma. Y te aseguro que la fuerza de ese perfume humedecerá la tierra reseca y, en esa alma perseverante, ya no habrá sequedad, sino que mil pequeños arroyos brotarán en ella y regarán las semillas que creía muertas.
Has terminado de formar el ramo. Es precioso. Te alejas ahora para presentarlo a Jesús.
Alcanzo a ver como agregas una flor perfecta, sin mancha, espléndida, radiante. Tu propia oración, tu propia súplica.
Mientras te alejas, comienzo a orar. Quisiera que cuando pases nuevamente por el jardín de mi alma puedas recoger muchas flores. Trataré de que no tengan las espinas del rencor o la vanidad, para no lastimar tu purísimo corazón.
Haré oración por Juan Pablo II, trataré de entender el valor de su entrega generosa, intentaré conocer mejor sus enseñanzas. Sí, ése es el mejor homenaje que puedo hacer a su dolor.
En tanto tú, madre querida, seguro estás allí, a los pies de su lecho, mirándole, como mirabas a Jesús en la cruz. Dándole fuerzas, abrazándole para que él sienta en tu abrazo todo el amor que sus fieles, a veces, nos olvidamos de enviarle... con el viento, con los pájaros, con el alma...
Perdóneme usted, querido Juan Pablo II, por todas las veces que no le nombré, por todas las oraciones que no hice por sus intenciones.
Reciba usted, Santo Padre, este abrazo sincero, silencioso... tan profundo como el cariño que le tengo, tan inmenso como el mar que nos separa.