María, por la Cruz a la luz

Padre Juan Manuel del Río

 

1. LA INICIATIVA DE DIOS, LA LIBERTAD DEL SEGUIDOR.

Dios, en su Plan de Salvación para el Hombre, ha querido elegir a María, y la ha destinado, para la obra más colosal: la Redención.

La iniciativa en el Plan de la Salvación, naturalmente, viene de Dios. Pero Dios es siempre sorprendente. Y de pronto, María se ve implicada en una labor que jamás hubiera podido soñar: ha sido elegida para ser la Madre del Salvador. No a iniciativa, o propuesta, o deseo propios; sino de Dios.

Un día Cristo dirá a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo”. Cristo no se anda con rodeos. Esta invitación es a participar en su Pasión, Muerte y Resurrección. Seguirle significa tomar la cruz.

La palabra cruz, en boca de Cristo, y que invita a llevar, es una metáfora. La metáfora invita a ir más allá de la apariencia de las cosas. Más allá del sentido literal, el menos importante, la metáfora tiene un sentido real, que es lo que importa. 

La cruz, en Cristo, significa autoexigencia personal. Abarca toda la vida del seguidor. Así, por ejemplo, para los profetas: la cruz fue la Palabra. El profeta Jeremías, pongamos por caso, alude al “desprecio de la gente”, que él tiene que soportar por proclamar la Palabra. (Jr 20,7-9). Y San Pablo dice con toda claridad que le cuesta predicar. “Mas, ay de mí si no proclamo la Palabra”. Es decir, la cruz tiene un contenido real en la vida diaria y personal.

Así las cosas, sin duda que la cruz de María consistió en decir Sí al plan de Dios, e implicarse en el Plan de la de la Redención. 

A nosotros, vistas las cosas a la distancia, nos pueden parecer todo fácil. Nos puede resultar fácil ver a María con ojos idílicos. Con una devoción mitad sentimiento y mitad sentimentalismo. Porque la hemos idealizado. A veces, tanto, que corremos el riesgo de desubicarla.

Es verdad que toda su figura arrastra a la ternura. Que eleva la mente y el corazón de quien la ama. Que le podemos echar piropos y decirle las cosas más bonitas. Porque María es como una musa que inspira sentimientos muy nobles, que nos eleva a cotas muy altas de espiritualidad. 

Pero todo esto sucede porque, más allá de lo periférico y circunstancial de los sentimientos, hay una realidad seria y formal: está la cruz. Seguir a Cristo es cargar con la cruz. 

Ella aceptó llevar la cruz. Lo hace desde su propia libertad. Dios le invita. Ella acepta. De nada serviría la invitación si no se acepta. Pero la verdadera aceptación se hace desde la libertad. Y María fue una Mujer libre.

2. MARIA, MUJER PARA LA COMUNIDAD.

Posiblemente, los primeros cristianos intuyeron pronto el significado e importancia de María en la vida personal de cada quién y en la vida de la Comunidad. 

Nadie desconocía que Cristo se la había entregado por Madre a Juan. La palabra Madre era otra metáfora del lenguaje. Pero, como siempre, más allá de las palabras, está la realidad. Y la Comunidad sale beneficiada con su presencia. María se convierte para los cristianos en una referencia directa a Cristo. María es el camino corto para llegar a Cristo.

El Ángel Gabriel le había dicho: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). El Evangelio añade: “Y Ella se turbó al oír estas palabras, preguntándose qué saludo era aquel”. (Lc 1,29).

Era algo más que un saludo. Era la invitación a asumir una responsabilidad trascendental. Como Mujer primero, como Madre de Cristo después, y finalmente, como Madre de la Comunidad eclesial.

Su respuesta, pues, iba a tener una trascendencia universal para el cristianismo. Y ella, libremente se arriesga y asume sus responsabilidades: Ante Dios, ante sí misma, y ante la Historia de la Humanidad. “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Y la voluntad de Dios se hizo. Fue así cómo María se convierte en la primera seguidora de Cristo: desde la aceptación de la voluntad de Dios. Y se convierte, también, en centro de referencia, en el mejor icono de Cristo, para la Comunidad.

Todo esto acontece a contracorriente del sentir de la gente, en una región, Galilea, despreciada por muchos (Jn. 7,52), y en un pueblo del que se dice: “¿De Nazareth puede salir algo bueno?” (Jn. 1,46). Pues sí puede salir algo bueno. Dios hace maravillas.

Cuando un día de tantos, Jesús vuelve a Nazareth, donde se había criado, lo desprecian por ser hijo de una sencilla mujer de pueblo: “El hijo de María” (Mc. 6, 1-6).

Pues, “el hijo de María” es nada menos que el Hijo de Dios. Y ella, la elegida por Dios para la más sublime maternidad.

Así las cosas, María llegará a ser la Madre de todos los creyentes. Madre de la Comunidad, la Comunidad que surge con fuerza el día de Pentecostés bajo el impulso del Espíritu Santo.

Ahora es cuando, con Ella, podemos decir llenos de agradecimiento a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en su humilde esclava” (Lc. 1,46-49).


3. MARÍA, POR LA CRUZ A LA LUZ

Efectivamente, María, por esa cruz libremente aceptada, llega hasta la luz gloriosa de la Resurrección. La Resurrección es el triunfo total de Cristo, su Hijo. Y María participa, gloriosamente, en el triunfo del Hijo.
Pero María no es un ídolo, ni un ser de otro mundo. Es una mujer. Simplemente. Eso sí, una mujer en la que Dios ha hecho maravillas.
A María hay que mirarla desde la óptica de Dios. Es la joya de Dios. Por eso, cuando así la miramos, es cuando la podemos llamar feliz y bienaventurada. “Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48). Es cuando podemos llenarla de nombres gloriosos y excelsos. Y ensalzarla, porque primero la ha ensalzado el mismo Dios.