La soledad de María

Marcelo Javier Morsella

 

La noche envolvía la Cruz sin Cristo y frente a ella la Madre lloraba.

Miraba María el madero ensangrentado y adoraba. Los recuerdos de Su Hijo le aumentaban el dolor. Aquel hermoso Niño del pesebre, que recibió sin que antes nunca lo esperara. Su alegría, su vida, su Dios, su Hijo. Pero Jesús ya no estaba.

El muchachito que en el Templo su primer dolor causara, y que después de su angustia encontró.

Las conversaciones en la Casa de Nazaret, el transcurrir suave y candoroso de los días. La paz de la Familia enamorada.

Lloraba en silencio. Dolor ahogado. Jesús ya no estaba.

El taller en que su Hijo trabajó y el día en que le anunció su partida. Los hombres esperaban. “Hijo mío, del Señor soy la esclava”.

El seguirlo de lejos, y en Caná un privilegio: la conversión del primer milagro. 

Los primeros discípulos, sus primeros hijos. ¿Ahora, dónde estaban? Sólo Juan la acompañaba.

Los ciegos curados, los leprosos; los cojos, el perdón de la Magdalena. Zaqueo y el dolor de la viuda. La resurrección en Betania. La contemplación de María y el trabajo de Marta.

Pero los hombres lo mataban.

Azotes, corona de espinas, clavos en pies y manos, burlas, salivazos. Los hombres le pagamos (el pecado).

El Corazón de María sangraba, Jesús ya no estaba.

Vuelve María en la noche, qué noche, al Cenáculo. El Via Crucis recorre la crucificada. Ojos que se esconden en el camino por no mirarla. Otros que hubieran deseado consolarla. Nadie se atrevió. ¿Consolarla? ¿los hombres? Poco consuelo sería: Jesús ya no estaba. 

Llega María al Cenáculo, los discípulos alrededor de ella se congregaban. La Madre de los hombres espera. Jesús ya llegaba.