La Virgen María en la litúrgia 

Padre Antonio Rivero LC

 

María es madre de la Iglesia, depositaria de las riquezas de la liturgia. 

Después de Dios y de la sagrada humanidad de Jesucristo nada hay en el cielo ni en la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima Virgen. 

Toda la grandeza y perfecciones le vienen a María por ser la Madre de Dios. Dice San Anselmo: “Lo que pueden todos los santos y ángeles juntos, tú lo puedes sola, María, y sin ellos”. Y san Luis María Grignion de Montfort escribe: “Dios Padre reunió en un solo lugar las aguas y las llamó mar, reunió en otro todas las gracias, y la llamó María”.

¡Qué importancia tendría María que el Concilio Vaticano II le dedicó un magnifico capítulo en la misma constitución sobre la Iglesia, para poner de manifiesto que María es madre de la Iglesia, de esa Iglesia fundada por su Hijo y la depositaria de las riquezas de la liturgia!

Pablo VI en su exhortación Marialis Cultus (el Culto a María) del 2 de febrero de 1974, profundiza las relaciones entre María y la liturgia. María es ejemplo de la actitud y disposición interior con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. Por eso Pablo VI presenta a María como: 

Virgen oyente: que acoge con fe la palabra de Dios, la proclama, la venera, la distribuye a los fieles y escudriña a su luz los signos de los tiempos. 

Virgen orante: en la visita a Isabel, en Caná y en el Cenáculo, cuando estaba con los apóstoles antes de Pentecostés. En su oración alaba incesantemente al Señor y presenta al Padre las necesidades de sus hijos.

Virgen-Madre: aquella que por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin intervención de hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo.

Virgen oferente: en la presentación en el templo y en la cruz. Ofrece a su Hijo como la víctima santa, agradable a Dios, para la reconciliación de todos nosotros.

El culto que María recibe en la Iglesia es un culto de especial veneración. No es de adoración, que sólo a Dios pertenece; pero el culto a María es superior al de todos los Santos. Y comprende tres actitudes:

Invocación y reverencia: invocamos y reverenciamos a la Virgen a causa de su dignidad de Madre de Dios y de su eximia santidad, concedida por Dios a su alma, y correspondida por Ella con su voluntad libre, consciente y amorosa.

Confianza: basada en el poder y a la vez misericordiosa mediación ante el Hijo. Ella es la Omnipotencia suplicante, dirá san Bernardo, y la administradora de las gracias de salvación de su Hijo Jesucristo. Por eso, le pedimos con confianza a Ella, para que interceda por nosotros ante su Hijo Jesucristo, el único que nos concederá lo que le pedimos y que en verdad necesitamos.

Amor fiel e imitación de sus virtudes: Ella merece nuestro amor como madre espiritual nuestra y al estar adornada de todas las virtudes, merece nuestra imitación. Debemos imitarla, sobre todo, en la vivencia de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; también en la disponibilidad al plan de Dios, en la capacidad de contemplación y de abnegación; en esa humildad y sencillez, en su pureza de cuerpo y alma.

Fuente: catholic.net