Los Dolores de la Virgen María no terminan.

Padre César Rodríguez Villarreal

 

La Virgen fue concebida y nació limpia de pecado. 
En la Exhortación Apostólica «Marialis cultus» de Pablo VI, leemos que esta celebración es una ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la Historia de la Salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la Cruz, a la Madre que comparte su dolor.

Había pasado bastante tiempo desde el primer milagro de Jesús en Caná de Galilea. Y ahora, en el atardecer del Jueves Santo, viaja la Virgen con otras mujeres a Jerusalén, para cumplir como su Hijo la prescripción legal de celebrar la Pascua dentro de la Ciudad Santa.

¡Qué sentimientos debía haber en el corazón de Nuestra Madre al pensar que Jesús recorría ese camino por última vez!.

Llegó la noche, quizá Pedro, deshecho en lágrimas por su triple negación, o Juan, a la vuelta de la casa del Pontífice, le darían a María la noticia de la prisión del Señor; tal vez lo oyera de labios de un desconocido.

¡Había llegado el momento temido y deseado! La profecía de Simeón, las palabras de su Hijo, la voz tantas veces meditada de los profetas, iban a cumplirse. Es la voluntad de Dios: «¡hágase!», pronunciaría de nuevo Santa María; pero qué dolor sentiría.

Una piadosa tradición narra que Jesús se encontró con su Madre, cuando caminaba hacia el Calvario. Ensangrentado, deshecho, con la Cruz a cuestas. Y el griterío, la chusma, los soldados. Una corona de espinas engasta en su frente mil gotas de sangre, como si fueran rubíes. La Virgen, con las mujeres, seguiría la triste comitiva, su «alma triste y llorosa traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía».

Ya en el Calvario, crucifican a Jesús. Cada martillazo es una herida que atraviesa el alma; un grito de dolor y de amor que vuela al Cielo. «Estaban junto a la Cruz de Jesús su Madre y la hermana de su madre y María Magdalena». Estaban llorando. Se han apartado de los verdugos, y la gente quizá ahora se dé cuenta de esa mujer de dulce presencia. «Mujer, aquí tienes a tu hijo», le dice el Señor.

Han pasado, largos, los minutos. Inerme, sin vida, su Hijo yace en la Cruz. Aquél que naciera en Belén, y ella recostara en el calor de unas pajas; Aquél que llenaba de risas la casa de Nazaret; Aquél que Santa María había besado, acariciado.

«¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo».


Fuente: Semanario, Arquidiocesis de Guadalajara, México