Presentación de la Virgen en el templo

 

 

Padre Jesús Martí Ballester

 

 


1. Los imagineros religiosos representaron en los retablos de los templos el momento en que María, dejando el regazo de la casa paterna, sube las gradas del Templo y es recibida por el Sumo Sacerdote; arriba ­el pontífice de barba venerable, con la mitra en la cabeza, extiende las manos y sonríe acogedor; y en el fondo, la anciana madre, de frente arrugada, con gesto de pena. Estudiando la Escritura, aprendiendo las lecciones que escuchan a los rabinos, y los cantos para las ceremonias; sirviendo al templo, hilando el efod del sumo sacerdote, co­siendo los velos del altar, y limpiando los vasos de las ofrendas, pasaban los mejores años de su vida muchas hijas de Israel. Allí creció Ana la profetisa; y allí, la hija de Fanuel, cuando declinaba su vida y empezaba a pensar que había esperado en vano, vió a aquella niña graciosa, parienta del sacerdote Zacarías. 



2. Jamás ojos tan puros habían mirado aquellos pórticos majestuosos. La vieja sacerdotisa, al ver aquel lirio primaveral de los jardines de Nazareth, recordó las palabras del salmista: "Escucha, hija, y mira, e inclina el oído; olvido tu pueblo y la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura". En verdad que ennoblecía ya al mundo aquella criatura, a quien "El Señor estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. Aquella criatura que podía decir: "En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Antes de los océanos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban encajados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba el cielo, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del Océano; cuando sujetaba las nubes en la altura y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar, y las aguas no traspasan su mandato; asentaba los cimientos de la tierra, junto él, aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, disfrutaba con los hombres. Por tanto, hijos míos, escuchadme: dichosos los que siguen mis caminos; escuchad mis avisos y seréis sensatos, no los rechacéis; dichoso el hombre que me escucha, velando en mi portal cada día, guardando las jambas de mi puerta" (Prov 8,22); si esa criatura había nacido ya, era seguramente aquella niña tan dulce, tan pura, tan graciosa, que estaba aquí pisando los umbrales del lugar sagrado con el mismo amoroso respeto de Moisés ante la zarza ardiendo. Como el lirio entre las espinas, así era ella entre sus compañeras. Tal vez les hacía aquella pregunta que pone en sus labios el Cantar de los Cantares: "Por las cabras y los cervatillos de los montes os conjuro hijas de Jerusalén, que me digáis si habéis visto al Amado, porque muero de amor.”

3. María buscaba al Amado sin cesar, le descubría jubilosa y le adoraba con humildad en aquellos muros santificados, en aquellas prescripciones alegóricas del mosaico, en aquellos textos misteriosos de los salmistas y que comentaban los doctores de la ley; y en las palabras inspiradas del anciano Simeón. Todo le hablaba del Mesías, del más hermoso de los hijos de los hombres, de aquel cuyo nombre es admirable. Y su pequeño corazón en llamas, se unía a Él, le llamaba con ansias y sin saber que iba a ser su madre, se hacía ya su esposa. “Como el manzano entre los árboles de la selva, así es mi Amado entre los jóvenes... Brotan las flores en la vega; ya ha llegado el tiempo de la poda; el arrullo de la tórtola se deja oir en los campos; apuntan los frutos en la higueray las viñas en flor difunden perfume". (Cant 2,12). La joven nazarena encendía la hoguera de su amor y consumía la llama de su vida en anhelos que alborozaban su carne virginal.

4. Noches de meditación abrasada, días de trabajo abnegado, súbitas iluminaciones, palabras como luces en la penumbra de un silencio recatado, gracia, obediencia, amor y trabajo, esto fue la vida de María durante aquellos años en que en la presencia de Yahvé, se preparaba para recibir el gran mensaje. El evangelio nada dice de aquella doncellez consagrada en el servicio del templo. Pero nos lo dice la tradición y la recogen los evangelios apócrifos. Ya en el siglo VI cantaba el poeta bizantino: “El templo purísimo, el tesoro sagrado de la divina gloria, la man­sa oveja, la virgen inestimable llega hoy a la casa del Señor; la gracia del Espíritu va con ella, los ángeles cantan su gloria: es el tabernáculo de los Cielos. Recíbela, dice Ana al gran sacerdote, guárdala con cuidado, ponla en lo más profundo del santuario inaccesible, porque es el fruto de mis oraciones, es el don de Dios, es el tabernáculo del Altísimo».