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Con
miradas a María
Padre
Pedro García, Misionero Claretiano
Recordamos,
para empezar, una frase famosa de hace muchos siglos. San Bernardo, que pasa
como el gran amante de María, escribió una página ardorosa, en la que va
repitiendo como un estribillo: ¡Mira la Estrella, invoca a María!...
Y esta frase del gran Santo y Doctor, nos trae a la memoria una anécdota más
cercana a nuestros días. El Papa Pío XI, hombre genial, investigador y
artista, tenía su capilla privada llena de cuadros de la Virgen, que él
mismo se entretenía en colocar y ordenar según su propio gusto. Cuando las
paredes de la capilla quedaron llenas y ya no cabía nada más, los cuadros
asaltaron la habitación contigua, mientras el Papa repetía sonriendo:
- ¡Siempre es hermoso mirar a la Señora!...
¡Mirar a la Virgen!... Se pueden gastar nuestros ojos en contemplar muchas
maravillas en el mundo. Pero llegar a ver una maravilla mayor que la Mujer más
bella salida de las manos de Dios, nos va a ser un imposible. Habrá que
esperar al otro mundo, de bellezas muy distintas al nuestro...
Ahora, sin embargo, nos preguntamos: ¿Para qué miramos tanto a María?
Alguna razón poderosa debe haber en ello... ¿Por puro gusto estético? No
es motivo suficiente... ¿Porque esperamos algo de Ella? Tampoco, pues
muchas veces no sentimos necesidad especial... ¿Por qué será?
Y hay que buscar razones más poderosas. La primera de todas, la más
convincente, será siempre el amor: María es nuestra Madre, la queremos sin
más, y por eso no nos cansamos nunca de mirarla...
Este amor se convertirá para nosotros en una aventura divina. Porque nos va
a comprometer toda la vida, que, por ser totalmente mariana, será también
totalmente cristiana.
Está muy bien, ante todo, el entusiasmo que sentimos por la Virgen. Porque
el entusiasmo se halla siempre en la base de la entrega. San Antonio María
Claret, que sabía bien lo que significa amar apasionadamente a María, les
hacía repetir con él a los penitentes, cuando habían acabado su confesión:
- ¡Viva la Virgen Santísima! ¡Viva la Virgen Santísima!...
De ese amor entusiasta nacerá después el hacer por la Virgen cualquier
cosa en la vida cristiana, por ardua y difícil que sea.
Vendrán después las manifestaciones sencillas del amor. Por ejemplo, el
llevar colgada al pecho la medalla de la Virgen o su estampa encerrada en la
billetera. Por ejemplo, poner ante su imagen una flor o prenderle una vela.
Por ejemplo, visitarla en una ermita o capilla suya...
¿Que todo esto son niñerías? No lo creamos. La Virgen, con esas
manifestaciones de amor, se lleva muchos besos, y esos besos nacen solamente
de los labios de amantes sinceros.
De esos labios nacerán también plegarias fervorosas. No fallarán las tres
Avemarías por la noche antes de dormir. Se desgranará el Rosario, la
devoción mariana por excelencia. Se le invocará a la Virgen en cualquier
apuro, en cualquier necesidad.
Con todo esto, se mantendrá siempre el recuerdo y el trato entre Madre e
hijos. Y así, se estará viviendo siempre de María, y Ella seguirá dándonos
siempre la vida de Dios por la Gracia que nos irá comunicando.
Finalmente, se manifestará en nosotros esa dependencia de María, viviendo
como Ella. Si nos hemos consagrado a la Virgen, querremos tener sus mismos
sentimientos --que, por otra parte, son los sentimientos de Jesús--;
querremos actuar como Ella; querremos que nuestra vida resulte en todo igual
que la suya.
Entonces, María se habrá convertido de hecho en el modelo y ejemplar de la
vida cristiana para cada uno de nosotros, y llegaremos así a la perfección
a que Dios nos ha destinado.
Hemos empezado hoy mirando a María, igual que la miraban un Doctor de la
Iglesia y un Papa: como algo hermoso y como Estrella de Salvación.
Y se me ocurre ahora recordar la mirada de un sentenciado a muerte. El
criminal se había obstinado en su crimen. Lo malo no era el no reconocer
nada ante los hombres, sino que rehusaba todo el auxilio que le brindaba
Dios. Llaman al sacerdote, pero todo resulta inútil. Se niega a la confesión
y permanece impenitente. No hace ningún caso del padre que le ofrece el
perdón de Dios, aunque le hayan condenado los hombres como criminal.
Pero, mientras el padre le habla sin que él le preste ninguna atención, se
pone a mirar la estampa Milagrosa que lleva el mismo sacerdote, la cual
presenta al descubierto su Corazón, lo mismo que el Niño sentadito en sus
rodillas. Esta mirada a la Virgen se hace cada vez más intensa. Sigue el
condenado a muerte sin escuchar al sacerdote, porque su pensamiento lo tiene
en otra parte. Hasta que prorrumpe en esta exclamación salvadora:
"Muy hermosa es la Virgen de la estampa, pero más hermosa la voy a ver
yo muy pronto en el Cielo."
Recibe la absolución, sube los peldaños del cadalso, y su alma se escapaba
hacia las alturas de la Gloria, donde le esperaba una Virgen María radiante
de hermosura.
Nuestras miradas a la Virgen no se van a acabar con nuestra vida en la
tierra. ¡Hay que ver cómo la miraremos allá arriba, y para siempre!...
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