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En María, Jesús encumbra a la mujer
Camilo
Valverde Mudarra
Jesús,
en íntima unión con su Madre, María, conformó su criterio sobre la mujer
y comprendió su delicada valía, su dignidad y su intuitiva y fiel entrega.
El Cristo, nacido de mujer, no eludirá el trato con las mujeres (Lc
7,36-47; 10,38-41; Jn 4,1-28), ni escatimará alabanzas a la generosidad y
la fe femeninas (Lc 7,50; 8,48; 21,1-4; Mt 15,28; 26,10-13). Ellas serán
las protagonistas tanto de sus milagros, como de sus parábolas (Lc 7,12;
8,43-55; 13,10-13; 15,8-10; 18,1-5; Mt 8,14-15; 13,33). Aceptará sus
servicios (Lc 8,1-3; Jn 19,25), serán las primeras portavoces y
anunciadoras de su gloriosa resurrección (Mt 28,5-9; Mc 16,7-10; Lc
24,9-10; Jn 20,1-2.18), y las pondrá como ejemplo: El Reino de los cielos
es semejante a diez vírgenes…las prudentes tomaron aceite junto con sus lámparas.
(Mt 25,1-13).
En Jesús, como había aprendido de su madre y en recuerdo y por respeto a
María, la mujer encuentra la valoración positiva que la Antigua Alianza no
le había otorgado. Es, por tanto, su advenimiento, su llegada entre el género
humano, el tiempo del pleno reconocimiento de la mujer en la valoración que
le fue dada por el Creador; el Evangelio, la Buena Nueva, cuya “autentica
tradición queda atestiguada por la cualificada cadena de los transmisores,
que van desde Cristo a los apóstoles, desde los apóstoles a los discípulos
y desde éstos a los fieles” (Latourelle), expone al hombre el mensaje más
revolucionario e intrépido de la historia humana, el arma más bella,
potente y poco aprovechada por los movimientos reivindicativos, para exigir
sus justas pretensiones: la igualdad y la dignidad del ser de la mujer; la
misma que hace ya veinte siglos, Jesús Nuestro Señor reconoció y defendió,
tanto con sus palabras, como con su actitud, su obra y su doctrina. Pero
esta voz poderosa no ha sido oída en estos veinte siglos y, lo más grave,
es que sigue sin ser atendida.
1. Mujer y Evangelio
En una época en que la mujer era un ser sin entidad social ni jurídica, es
significativo que estos cuatro autores hayan recogido varias escenas y
situaciones en que figura la mujer. Debieron de ser de gran relieve e interés
para que quedaran en la memoria colectiva
Los evangelios reiteradamente lo evidencian. Los relatos evangélicos, antes
de ser plasmados en los textos, se transmitieron de modo oral; los hechos y
las ideas de Jesús, conservadas vivas por los discípulos, iban pasando
cuidadosamente, de boca en boca, formando un corpus sistemático y
reiterativo en la tradición cristiana, de la que surge el Evangelio, uno y
único, a pesar de hallarse redactado en cuatro escritos.
En el Evangelio, se encuentran cuarenta y cinco casos y referencias sobre la
mujer, unos propios y otros paralelos compartidos con otro u otros
evangelistas. De ellos, once expone San Mateo; nueve, San Marcos; dieciséis,
San Lucas y nueve, San Juan, con la alusión implícita a la maternidad de
la Virgen María en el Prólogo; contando los lugares paralelos una sola vez
y sumando los lugares propios, tenemos veintiséis casos, en los que se
habla (con cuatro de la Genealogía y cinco discípulas) de treinta mujeres.
La primera mujer en la vida de Jesucristo fue su Madre. Ella lo crió, lo
sustentó y le trasmitió la educación inicial y el fundamento materno.
Otras muchas mujeres estuvieron junto a Jesús desde el principio de su vida
pública, lo acompañaron y sirvieron y fueron sus discípulas; es un hecho
fácil de probar. Ciertos pasajes lo atestiguan de modo concluyente.
Los tres evangelistas, llamados sinópticos, porque, disponiendo los tres
relatos evangélicos en columnas paralelas, podría realizarse una lectura
simultánea de la triple narración, mantienen entre sí evidentes
concordancias, aunque se hallen también ciertas discrepancias.
Así pues, se encuentran escenas análogas en los tres evangelios, unas
comunes y otras que son propias de cada uno de ellos; perícopas, que tienen
a la mujer como protagonista y cuyo mensaje tiende a su dignificación y a
destacar el trato comprensivo del Maestro que las acoge entre el discipulado
en rango de igualdad.
Las discípulas
El relato de San Lucas asevera que acompañaban al Señor “los doce y
algunas mujeres que había curado de espíritus malignos y enfermedades; María
Magdalena, de la que había echado siete demonios; Juana, mujer de Cusa,
administrador de Herodes; Susana y algunas otras, las cuales lo asistían
con sus bienes” (Lc 8,2-3). Que esta ayuda se la prestaban desde los
primeros días de la predicación de Jesús, queda bastante explícito en la
narración de la muerte del Señor: “Había (…) unas mujeres mirando
desde lejos. Entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el
menor y de José, y Salomé, las cuales, cuando estaba Jesús en Galilea, lo
acompañaban y le servían, y otras muchas que habían subido con él a
Jerusalén” (Mc 15,40-41). Las mujeres estuvieron a su lado desde Galilea,
donde inició su vida pública, ayudándole y ocupándose amorosamente de
que nada le faltase y ya nunca lo abandonaron, ni en la cruz, ni cuando José
de Arimatea, el hombre rico y de buena posición que creyó en Jesús, se
encargó de su cadáver. Son una constante en su vida y en su muerte “María
Magdalena y María la madre de José estuvieron mirando donde lo ponían”
(Mc 15,47). Como esposas, como madres o hermanas, se preocuparon de saber en
qué lugar reposarían sus restos, destinados, empero, a la gloriosa
resurrección.
Igualmente, el primer evangelista, en el momento que narra la muerte de Jesús,
hace notar la numerosa presencia de las mujeres que fueron testigos del escándalo
y la tristeza de la cruz, así como, antes y durante meses, lo habían sido
de la predicación del Divino Maestro: “Había también allí, mirando
desde lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para
atenderlo. Entre ellas estaba María Magdalena, María la madre de Santiago
y José, y la madre de los hijos de Zebedeo” (Mt 27,55-56). Del mismo modo
que San Mateo, y recoge San Lucas (23, 49.55-56), afirma que algunas de
estas mujeres se preocuparon de conocer el lugar donde dieron sepultura al
crucificado, “Estaban allí María Magdalena y la otra María sentadas
frente al sepulcro” (Mt 27,61).
Relatos evangélicos
San Marcos no tiene ningún relato exclusivo, porque es el primero que
escribe y su texto luego lo utilizan los otros, los cuales añaden algo
nuevo. Extraña que no hable de la Virgen María. Hay que señalar que San
Lucas es el que más extensamente trata de la Virgen y de la infancia de Jesús;
así como el que más casos de mujer aporta. Se puede decir que el suyo es
el evangelio de la mujer. La primera mujer que hallamos en Marcos (Lc
4,28-39; Mt 8,14-15), -pues no incluye el evangelio de la infancia, y de María
la Virgen ni de su pariente Isabel, la madre de Juan Bautista, con la
importancia que alcanzan en Mateo y sobre todo en Lucas-, es la suegra de
Simón Pedro, a la que generosamente cura Jesús (Mc 1,30-31. Y no es ella
la única mujer a la que Jesús devuelve la salud: conmovedor es el relato
de la hemorroisa y la hija de Jairo: (Mt 9,18-26; Mc 5,21-43; Lc 8,40-46).
La primera era una mujer impura debido a su padecimiento, la segunda todavía
una niña.
En Marcos, hay una clave numérica que ayuda a una mejor comprensión del
relato: la mujer adulta sufría su enfermedad desde hacía doce años, la niña
que ha fallecido tiene doce años. Y el doce es un número sagrado (12
tribus de Israel, 12 apóstoles, 144.000 marcados = 12x12.000. Guarda relación
con el zodiaco -12 constelaciones- y los meses del año), el indicador de
que el autor quiere hacer comprender, expresar mediante el símbolo, y en
este caso, la numerología, que la realidad celestial, el don y el amor del
cielo, mediante Jesús Nuestro Señor, actúa en la tierra y entre los
hombres; lo inefable, lo sagrado ha visitado al ser humano, en este caso a
la mujer: la hemorroisa sana gracias a su fe admirable y ejemplar y la hija
de Jairo, regresa a la vida para que también la fe de su padre sea
significada y se convierta en respetable paradigma en los tiempos venideros.
En la configuración literaria del cuarto evangelio, la mujer desempeña un
papel primordial; especialmente, expresa su amor por la Virgen María, con
Ella lo inicia y con Ella lo termina. Las tres partes de este evangelio,
llamadas libros, se inician con pasajes femeninos: El libro de los signos:
La Madre, María, arranca el primer milagro en las bodas de Caná (Cap. 2).
El libro de la pasión: Marta y María en la resurrección de Lázaro (Cap.
11) y María unge los pies del Señor (Cap. 12). El libro de la resurrección:
María Magdalena fue la primera en anunciar la resurrección de Jesucristo (Cap
20); y, desde la cruz, entrega a su Madre a todos los cristianos y al orbe
en su maternidad universal (19,25-27).
Su valor simbólico es constante. Recoge siete relatos de mujer (Bodas de
Caná), (La samaritana), (La adultera), (Marta y María), (La unción de María)
(Madre universal: He ahí a tu madre) y (La Magdalena), que no aparecen en
los sinópticos, excepto la Madre, que lo inicia y María Magdalena que lo
cierra; siete es número simbólico de sacralidad y plenitud, tal vez de
evocación de los siete días del Génesis, indicando que Cristo vino a
realizar la nueva creación. Además del grupo de varias mujeres que figuran
en el séquito del Maestro, se puede suponer que en su vida conocería a
muchas más. El hecho de que el evangelista seleccione estas siete
referencias femeninas responde a un acto reflexivo cargado de significación
en el conjunto del libro.
Y es que el hijo de María, no hizo distinción entre hombres y mujeres, sin
que ni siquiera los prejuicios de la época o la misma Ley Mosaica se lo
impidieran. San Lucas da fe de esto: curó a una mujer en sábado, que sufría
desde hacía dieciocho años “atada por Satanás” (13,10-17); lo hace en
una sinagoga, ganando la crítica feroz del jefe de aquel lugar de oración,
incapaz de asimilar tanta sorpresa y revelación en un solo día y
acontecimiento: era sábado y mujer la persona sanada. Y S. Mateo añade
que, aún habiendo sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel,
curó a la hija de la cananea por la rotundidad de su fe: ¡Oh mujer, grande
es tu fe! (Mt 15,21-28).
Primeros Testigos
Eran, pues, muchas las mujeres que seguían a Jesús, que agradecidas por
haber recibido la salud física y espiritual, cuidaban de sus asuntos
personales haciendo uso de sus propios bienes. No lo abandonaron ya nunca y
fueron testigos del mayor prodigio.
Ellas, junto con los Apóstoles, recibieron su enseñanza, oyeron su
predicación, estuvieron en la última cena, lloraron su dolor y sufrimiento
en la cruz; ellas llenas de alegría vieron y testificaron su resurrección
y dieron cumplimiento con entusiasmo a la Nueva Ley que les transformó y
revistió del ser nuevo del renacer por el agua viva y el Espíritu.
Ellas se conformaron con Él, en el amor, se sintieron entroncadas en plano
de igualdad y dignificadas; fueron de los suyos y de los que lo aceptaron
con entrega total y con fe cierta. Y llegaron a figurar entre sus discípulos
y sus apóstoles. Y es que Jesús, que permitió el seguimiento de la mujer
en su vida apostólica, siempre las distinguió con una bondad y un afecto
que debió conmoverlas.
En misión de apóstol
Así, la actitud de estas mujeres fue premiada por el Señor, quien las
eligió para conocer y contemplar antes que los hombres su resurrección: (Mt
28,1-10; Lc 24,1-8; Mc 16,1-8). Son las primeras que dan fe del hecho más
trascendente del cristianismo, de modo que San Pablo afirma: “Si Cristo no
resucitó, vana es nuestra fe”. Como cuentan los evangelistas, fueron
receptoras de la resurrección, María Magdalena, Juana y María la de
Santiago; Mateo dice que Jesús se apareció a las dos Marías: María
Magdalena y probablemente la de Santiago.
Ellas son las que informan a los discípulos; no todos creerán lo que
anuncian. Pero ellas, las escogidas por Jesús para ser testigos, serán las
enviadas para llevar la noticia y actuarán como verdaderos ángeles de la
Buena Nueva: “¡El Señor vive, ha resucitado!”; son nombradas apóstolas
de los Apóstoles: “Id y decid a los discípulos y a Pedro que los veré
en Galilea” (Mc 16,7).
Sólo San Juan, en un relato de extraordinaria belleza y de emocionante
tensión, señala que se apareció primero a María Magdalena (Jn 20,1-18).
María se quedó sola ente el sepulcro y, viendo de pronto a un hombre, al
que confunde con el hortelano sin ningún motivo, oyó pronunciar su nombre:
“¡María!” Aquella voz le trajo hondas resonancias de íntimos
recuerdos y convencimientos: “Al tercer día había de resucitar” (Mc
8,31). Y, volviéndose llena de lágrimas, dice su “¡Rabbuni!” y lo
abraza. Jesús le pide que lo suelte y la envía con misión de apóstol a
los suyos: “Ve a mis hermanos y diles que subo al Padre mío y vuestro”
(Jn 20,17).
Los hombres también llegarán a verlo (Mt 28,10); gozarán de ese
privilegio que han tenido las mujeres, las mismas que lo siguieron desde los
días de Galilea, las que supieron quién era y qué traía, las que
entendieron a la perfección su mensaje, lo propalaron y pusieron los
fundamentos del cristianismo.
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