Ecuador Mariano

 


Juan Antonio Reig Pla, Obispo

Diocesis Segorbe-Castellón, España

 

 

 

Hemos alcanzado lo que, para una buena porción de gente, es el ecuador de las vacaciones. Una mitad que viene marcada para los fieles cristianos por la solemnidad mariana de la Asunción de Nuestra Señora. Es el momento de echar una mirada al transcurrir de este tiempo de verano: ver si estamos alcanzando los objetivos que nos propusimos al comenzar (descanso, cultura, vida familiar, etc.) y si, en lo que resta de tiempo, podemos todavía rectificar algún aspecto.

En este sentido, la fiesta de la Santísima Virgen nos recuerda que somos hijos de Dios e hijos de María. Un católico ha de vivir siempre de acuerdo con esta condición: lo mismo en invierno que en verano, en tiempo de trabajo que en el descanso. La fe y el carácter bautismal no son prendas de quita y pon; algo así como un abrigo contra las inclemencias de la vida.

La vida de Santa María concluye con la Asunción al cielo; es lo que celebramos en estos días. Fue el premio dado por Dios a sus años de fe sacrificada y a sus esfuerzos por vivir constantemente para Dios, tal como se lo prometió: "he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1,38).

La presencia de esta fiesta en medio del verano nos recuerda que esa debe ser también la pauta de toda nuestra vida cristiana. Y que, si procuramos hacerlo así, algún día encontraremos -como Ella- el premio definitivo a nuestros esfuerzos.

La Asunción nos ayuda a levantar la mirada al cielo; a poner nuestra esperanza ante todo en los bienes eternos. No es que los creyentes despreciemos las cosas de este mundo: las valoramos adecuadamente. Pero nos viene como anillo al dedo que, de vez en cuando, se nos recuerde que el tiempo presente es caduco –en su sentido más pleno–, y que las esperanzas meramente terrenas resultan al cabo insuficientes, si no frustrantes.

Las vacaciones pasan, estamos a más de la mitad. ¿Qué quedará de ellas dentro de unos meses? No el descanso, ni el color tostado del sol, ni muchas de las efímeras amistades veraniegas. Dejará huella en nuestra alma lo que, en este tiempo, hayamos hecho por amar más a Dios y al prójimo: las buenas obras, los sacrificios por los demás. Esta huella permanecerá porque busca, como motivo último de su actuación, lo que no tiene dimensión terrena sino eterna.

Con mi bendición y afecto.