María Nuestra Madre, María Nuestra Hermana 


Obispo Sylvestre D. Ryan

Diócesis de Monterrey, USA

 

 

 

Un amigo mío de corazón falleció durante el año pasado. Fue miembro de mi clase de ordenación. Era un hombre fuerte y compasivo, un sacerdote y pastor excelente en las varias parroquias donde sirvió como asociado o párroco. Su espiritualidad y ministerio tuvieron sus raíces más profundas en la liturgia y los sacramentos, el año litúrgico y la liturgia de la Palabra. No era muy aficionado de las devociones con la excepción de una. Era de familia alemana que contaba muchas generaciones aquí en los Estados Unidos. Su experiencia como niño fue completamente típico de California del Sur y de la cultura Anglo-Sajona y la única prioridad piadosa que tenía fue enfocada, algo irónicamente, en Nuestra Señora de Guadalupe.

Nunca sirvió en una parroquia hispana ni siquiera viajó a México. Pero su devoción para nuestra Madre Bendita bajo el título de Nuestra Señora de Guadalupe vino de su convicción que era la patrona especial de los pobres y de las personas marginales del mundo. Representó de una manera bien específica la opción fundamental de la Iglesia a favor de los pobres y el imperativo de la justicia en favor de los miembros de la sociedad que se esfuerzan para sobrevivir sin tener voz ni fuerza adecuada.

Lo que me acordó de mi amigo es el hecho de que Mayo es el Mes de María, el mes reservado en nuestra tradición católica para expresar nuestra devoción a María. Lo hacemos naturalmente y fácilmente, y nos enfocamos en la posición de estima que tiene en nuestra espiritualidad porque es, ante todo, la Madre de Dios. Todos sus otros títulos provienen de su papel en la vida redentora de Cristo su hijo y la misión de la Iglesia de proclamar las Buenas Noticias a todo el mundo. Además, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Segundo Concilio Vaticano, el último capítulo está dedicado al papel de María como la Madre de la Iglesia. El Concilio dice:

“María estaba comprometida en los misterios de Cristo. Como la Santísima Madre de Dios, después de su Hijo, por la gracia de Dios, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres. Por eso, la Iglesia la honra con veneración especial”. (#66)

Esta es María nuestra Madre por razón de la vocación singular que recibió y aceptó con su respuesta a la invitación de Dios, “Yo soy la servidora del Señor; hágase en mí lo que has dicho”. (Lc 1,38) Así que desde los primeros días de la Iglesia, María ha sido venerada como la Madre de Dios, y honrada con oraciones y días de fiesta como las fiestas de la Asunción y de la Inmaculada Concepción. Ha sido universalizada dentro de cada nación y cultura donde la Fe Católica ha sido predicada y recibida.

Esta veneración extraordinaria – tantas veces mal comprendida por nuestros hermanos y hermanas Protestantes – está acompañada por a una confianza extraordinaria de que María es Nuestra Madre a quien podemos acudir para interceder con su Hijo. Las instrucciones que María dio a los servidores en las bodas de Caná, “Hagan todo lo que él les mande”, han aumentado para formar la gran variedad de oraciones y devociones intercesores tan diversas y enriquecedoras como las naciones del mundo. Atribuimos a María una estación de gracia y una importancia que la elevan sobre todos los peregrinos ordinarios de la fe, pasados, presentes o futuros.

Sin embargo, hay otro lado esencial de nuestra veneración de María que es igualmente importante y fundamental como nuestro aprecio para María, Nuestra Madre. También es María, Nuestra Hermana. Este perspectivo era el que le encomendó tan fuertemente a Nuestra Señora de Guadalupe a mi amigo. Nuestra Señora de Guadalupe no sólo apareció al Indio, Juan Diego, una persona de las más sencillas y menos respetadas, sino que le apareció como miembro de su propio pueblo.

Vino no sólo como su Madre espiritual, sino como su hermana que compartió su propio mundo y experiencia. Vino para caminar con él, no sobre él. Que esto sería el corazón de la historia de Nuestra Señora de Guadalupe no debería de sorprendernos. Su aparición a Juan Diego como mujer de raza india mestiza está de acuerdo con su propia historia.

Los Evangelios presentan a María como una mujer de su propia época, cultura, circunstancias y penas. Era Judía, una muchacha completamente unida a su raza, historia, tradiciones y sufrimientos. Con sus hermanas de esa cultura sobrevivió en una sociedad donde las mujeres no fueron bien respetadas y a menudo fueron maltratadas. Se vio como cualquiera otra muchacha ordinaria de su época y posición en Nazaret de Galilea.

La Doctora Elizabeth Johnson, Profesora eminente de Teología en la Fordham University ha escrito un estudio excepcional de María, titulado, Truly Our Sister, (Verdaderamente Nuestra Hermana). Comentando sobre María como una persona que puede ser identificada con personas de fe ordinarias, escribe:

“Sea que María estaba iniciando algo, criticando, reflexionando, sufriendo o pasando de otra manera por sus días ordinarios, su cooperación en amor con el Espíritu [Sofía] inscribe en nuestra historia una historia de gracia. En esto es una hermana para todos los que dan respuesta al don del Espíritu en sus propias vidas, en maneras visibles e invisibles”. (Páginas 305,306,*)

Por consecuencia, el reconocer a María como nuestra Hermana nos enseña que tal como María participó en el plan de salvación de Dios por su vocación y sus circunstancias personales, nosotros hacemos lo mismo. Como el Espíritu Santo le llamó a María, el Espíritu actúa de manera semejante en los detalles específicos de nuestras vidas. La Doctora Johnson clarifica esta verdad importante:

“Llamar bendita a María es reconocer lo bendito de la gente ordinaria llamados a participar en el trabajo de Dios en nuestros días. Si la comunidad cristiana del siglo veintiuno no comprende esta idea, la idea de considerar a María como parte de la comunión de santos pierde su fundación y su poder liberador. No se puede celebrar la obra del Espíritu en la vida de otra persona si no reconoce las bendiciones del Espíritu en su propia vida”. (p. 308*)

El primer capítulo del Libro del Apocalipsis hace claro que todos somos “salvados” por la sangre de Jesús y por ser nombrados como sacerdotes del Padre y Dios de Jesús: “A él que nos ama, y nos purificó de nuestros pecados por su sangre, haciendo de nosotros un reino y sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. (Ap 1,6)

Cualquiera que sea nuestro papel, vocación o ministerio dentro de la Iglesia, nuestra espiritualidad tiene una sola fuente, Nuestro Señor Jesucristo y Su Espíritu que pasa entre nosotros para convertirnos en Iglesia, el Cuerpo de Cristo. La respuesta de María al mensaje del Espíritu en la Anunciación provee la respuesta que une a todos los invitados a cooperar con el Espíritu: “Hágase en mí lo que has dicho”.

María como Nuestra Hermana representa a todas las generaciones innumerables de los fieles – incluyendo a nosotros mismos – que han hecho todo lo que podían para hacer suya esa respuesta y luchaban para vivir ese compromiso en cuanto a sus propias vidas, culturas, historias, circunstancias, dolores y dones.

En este mes de Mayo, y siempre, nos acordamos de María Nuestra Madre y la veneramos. Así también este mes de Mayo, y siempre, no debemos olvidar que es también, María Nuestra Hermana.