Sin obstáculos para Dios Padre Luis de Moya

 

Lc 2, 22-40

—¿Te fijas? Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón.

Así comenta san Josemaría, en Santo Rosario, la Purificación de María, que hoy celebramos junto a la Presentación de Jesús en el Templo: dos ritos de la antigua ley de Israel que María, José y el Niño cumplieron como los demás.

¿Te fijas?, se nos sugiere. Meditemos la escena. Con el Espíritu Santo, Luz de los corazones que nos ilumina, nos fijamos en nosotros mismos, mientras notamos que Dios nos contempla: nos quiere, nos exige, nos reprocha y nos comprende, nos agradece y nos ayuda. Miramos asimismo a nuestro alrededor, a los demás, que nos esperan de diversas formas. De una parte deseamos ser más gratos a nuestro Dios y queremos, para ello, purificarnos hasta ser cada uno esa persona ideal que está en la mente divina. Por otro lado, comprendemos fácilmente que le serviremos mejor, siendo una ayuda más eficaz para cuantos nos rodean, sin esos defectos que tampoco Dios quiere.

¡La Inmaculada! no necesita purificación, pero nosotros sí. Ella, en todo caso, se somete a la Ley. Fijémonos en cómo actúa María no teniendo, en verdad, de qué purificarse. Aprendamos a amar la Ley de Dios: esas normas o criterios de actuación que se nos imponen, en ocasiones con independencia de nuestra decisión. Quizá no haya mejor purificación, que la de librarnos de nuestros apegos de soberbia obedeciendo, con un reconocimiento reverente de la Majestad de Nuestro Dios, a quien nos sometemos obedeciendo a su Iglesia.

Necesitamos purificación, si queremos ser instrumentos adecuados, que se dejan llevar sin rémoras por el Espíritu Santo. El Paráclito actúa muy fácilmente en las almas que se purifican obedeciendo por la humildad y rectificando por la penitencia. De otro modo, tal vez nos saldríamos con la nuestra, pero también acumularíamos imperfecciones que son obstáculos a la acción del Paráclito. No podría nuestra vida agradar a Dios y quedaría infecunda.

Limpiarse a fondo, en ocasiones puede costar. A veces resulta verdaderamente doloroso desprenderse de algunas imperfecciones a las que hemos podido habituarnos. No será nunca, en todo caso, una tarea negativa de exclusiva renuncia, como si lo primordial fuera la negación de lo propio. Siempre será el amor la razón de toda posible renuncia. Un amor que da por bien perdidas las bajezas, por bien empleado el esfuerzo por quitarlas y por bien sufrido el dolor que podamos sentir al no tener ya más el consuelo de aquellas miserias. Porque lo que impulsa al alma enamorada es el bien de su amor, y por él nada le parece excesivo.

La fe y la esperanza cristianas nos aseguran que Dios no se deja ganar en generosidad, y la experiencia nos demuestra enseguida que valió la pena aquel sacrificio. Animémonos, como nos aconseja Camino:

Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida.

Pensemos asimismo en las deficiencias que notamos en ocasiones en los que nos rodean. Pudiera ser que, en un primer impulso, tendiéramos a rechazar, tal vez con desaire, a quien nos disgusta. Es preciso acoger a todos comprendiendo que, al igual que nosotros, los demás también deben mejorar ante Dios. Recemos por los que nos molestan, por aquellos a quienes nos sale criticar. Nada positivo hacemos con la sola crítica. Ofrezcamos sacrificios en expiación por los pecados de los demás y por los nuestros. Así reparamos las ofensas a Dios y el Espíritu Santo nos inundará de su luz, para que contemplemos esos defectos como lo que son: algo corriente por la debilidad humana y siempre ocasión de mejorar ante el Señor.

No dejemos de mirar a María, y de aprender a complacer a Dios, aunque nos cueste.

Fuente:  autorescatolicos.org