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Caminando con Dios
Padre Luis de Moya
Lc
1, 39-45
Por
lo que cuenta san Lucas, da la impresión de que, muy poco tiempo
después de recibir el Anuncio de Gabriel, manifestándole el designio
divino de haber sido elegida como Madre del Redentor, María emprende
un viaje. El mensajero divino le hizo saber que su prima Isabel, de
edad avanzada, estaba encinta y María, mujer joven, decide estar
junto a ella durante las últimas semanas de embarazo, que, sobre
todo por su edad, serían más incómodas para la futura madre.
Queremos aprender de María y nos fijamos en Ella –en el Santo
Evangelio–, pidiendo su luz al Espíritu Santo, para que veamos qué
podemos incorporar a nuestra vida de la suya: la tomamos como
madre-maestra, con el deseo de que sea modelo ejemplar, ¡Escuela!
Nadie como Ella ha respondido o puede responder al querer de Dios,
en nadie se ha manifiestado como en Ella el deseo de amar: no hay en
María obstáculo a la Gracia santificante. Por eso la miramos con
hambre, con la ilusión de amar a su manera. ¡María, enséñanos!
La Virgen, con Dios en sus entrañas, camina; se dirige con prisa
–nos dice san Lucas– a casa de Isabel, que está ya en el último
trimestre de un embarazo, no por muy deseado menos fatigoso por su
ancianidad. Posiblemente necesitaría ayuda y a prestársela va María,
la elegida poco antes entre todas las mujeres de la historia para
llevar en su seno al Verbo encarnado. Entre otras gentes que
viajaban en aquellos días, su camino no llamaba en absoluto la
atención. Acompañada posiblemente por José, María va feliz con Dios
y con el deseo de ayudar cuanto pudiera a su prima. Su deseo de
servir al Creador, de agradarle en todo, que manifestó a Gabriel y
fue el comienzo de su nueva vida, tomaba cuerpo de continuo en lo
más corriente y discreto: ahora, al haber sabido el estado de Isabel
y comprender que podía serle útil a su lado.
Lo nuestro puede y debe ser también así. Tenemos a Dios con
nosotros, muy cerca también y siempre. Ni un instante deja de
contemplarnos con amor. Aunque no consideremos su presencia, no por
eso nos olvida. En todo momento tenemos ocasión de dirigirnos a Él
con la mente, con los afectos, con la conducta, que tratamos de
adecuar a lo que espera de nosotros. Y le llamamos Padre, y le
decimos que queremos reconocerle a nuestro lado de continuo y que
nuestra vida le agrade como manifestación eficaz de nuestro amor.
María pensando en Dios, amándole, con Él en su vida mientras camina,
para ayudar a su prima –manifestando amor con obras–, nos muestra la
vida con Dios que podemos vivir los cristianos en las circunstancias
corrientes de una vida normal. María, llena de Gracia, la esclava
del Señor, es ciertamente la mejor entre los hijos de Dios. Nadie
manifiesta amor a Dios como María. Proclamarlo es reconocer su
virtud y el don de Dios –de Sí mismo– a una criatura en beneficio de
toda la humanidad. Pero también Dios se ha volcado con cada uno de
sus hijos. No sabemos en qué medida contigo, cuánto conmigo y con el
otro, pero indudablemente siendo hombres nos dio mucho de Sí mismo
y, como cristianos, nos ha constituído en miembros de su familia:
sus hijos adoptivos en Jesucristo. Tenemos también, como nuestra
Madre, una permanente ocasión de amar a nuestro Padre y Señor a cada
paso de la vida.
Ciertamente será preciso buscarle con interés e intentar que le
agrade nuestra conducta. Nos sentiremos entonces –así realmente
estamos en todo momento aunque no lo pensemos– contemplados por
Dios, mientras discurre la propia existencia por caminos casi
siempre corrientes. Ya decía san Pablo: que en Él vivimos, nos
movemos y existimos. ¡Qué cerca estamos de nuestro Dios y qué fácil
es amarle! ¡Qué pena, también, si por un tonto atolondramiento nos
olvidásemos!
Alguna vez consideramos que ese pensar en Él, dejando de lado el
propio interés, es algo costoso: sí, Dios espera que le busque a
toda hora, que le ame por encima de todo, por encima incluso de mí
mismo; y eso requiere –más o menos según los casos– renunciar a lo
apetecible y esforzarse en lo arduo, con tal de manifestarle
fidelidad con mi conducta. ¿Cómo es posible ser feliz así? ¡Qué gran
error sería pensar que es imposible! Pero sucede a algunos que, como
no lo entienden, se les hace imposible y desisten, de entrada, de lo
uno y de lo otro: de la renuncia y del esfuerzo. La realidad es que
no sólo es posible ser felices acogiendo lo que cuesta, sino que es
imprescindible eso que cuesta para ser felices.
¿Qué más quiere Nuestro Dios y Padre que la felicidad de sus hijos?
Aunque por momentos nos cueste aceptarlo, es el mejor de los padres.
No neguemos su bondad y desconfiemos, en cambio, de nuestros
cálculos, tantas veces mezquinos. El mismo Jesús nos lo recuerda: si
vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas,
¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a
quienes le pidan? Pero la alegría que es consecuencia del amor a
Dios con obras, no necesitamos pedírsela. Es una felicidad
–experiencia de los santos– que acompaña siempre al olvido de uno
mismo y al esfuerzo por Dios. No hay santos tristes.
Imaginemos el permanente coloquio de Santa María con su Señor. Sin
duda, como Hija con su Padre, habría peticiones, muchas peticiones
incluso, en esa conversación entre la Virgen y Dios mientras
caminaba hacia la casa de Isabel. Nuestra Madre como buena Hija
confiaba en la inmensa bondad de Dios que, en su infinita sabiduría,
le concedía siempre lo mejor, aunque no fuera algunas veces lo más
agradable. Mas, el ir con Dios y amada por el Señor de Cielo y
Tierra, es –sin Ella saber cómo– efecto de la Gracia y la
inconmovible causa de su alegría.
Fuente: fluvium.org
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