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Virgen de la esperanza
Padre Pablo Largo Domínguez cmf
Lc
1, 39-45
En
este último domingo de Adviento, que este año casi se solapa o
concurre con la Navidad , nuestra mirada se dirige a la figura que
mejor representa este tiempo: María. Ella es Nuestra Señora del
Adviento, Nuestra Señora de la Buena Esperanza. ¿Andamos escasos de
esperanza? ¿Está nuestra esperanza humana herida por haber sufrido
serios desengaños? ¿Hemos ido viendo que tantas expectativas
nuestras, tantas ilusiones, no se han cumplido y han ido cayendo a
tierra como los pétalos de una rosa ajada?
Podemos pensar: mi salud está averiada, mi familia no es como yo la
soñaba, los amigos se han alejado, en la profesión no he alcanzado
los puestos a que legítimamente aspiraba, la vida pública está
plagada de zancadillas y luchas sordas o estridentes que le quitan
toda o, al menos, mucha nobleza, la insolidaridad abunda; y así
sucesivamente. ¿Nos parece incluso que la vida un fraude? ¿Ha dejado
de ser un Adviento para nosotros? ¿Consideramos que no vale la pena
luchar por nada, pues todo a va seguir igual, si es que no acaba
yendo a peor? ¿Nos suenan a músicas celestiales, demasiado remotas,
demasiado ajenas, las mismas promesas de Dios a sus hijos?
Nuestro talante puede ser desesperanzado, por los motivos que sean,
o quizá alienta en nosotros una firme esperanza. En cualquier caso,
en este último domingo de adviento la Iglesia nos invita a dirigir
la mirada a María, esa joven mujer a punto de ser madre. Podemos
acercarnos a ella como quien acude a una escuela de esperanza. No
sabemos cómo acumuló y concentró en sí la esperanza de su pueblo,
pero la verdad es que esa larga esperanza se convirtió en una
realidad en ella. No es que le tocara la lotería del Niño. Los
designios de Dios no son una lotería. Las elecciones de Dios no son
un juego de azar. Él elige libre y certeramente. Por eso, al
fijarnos en María, podemos sospechar que esta joven ha hecho madurar
la historia. Podemos afirmarlo incluso: realmente María hizo madurar
la historia de su pueblo y la historia de los hombres. Por eso lleva
en su seno un niño, el prometido por Dios para su pueblo y para
todos los pueblos. Contemplando su seno florecido podemos vislumbrar
que la vida no es un fraude, aunque no todas nuestras ilusiones se
cumplan.
María aparece también hoy como la Virgen del encuentro. Ella, joven,
visita a Isabel, una mujer mayor. Y el encuentro de las dos futuras
madres no puede ser más feliz. Sabemos de las dificultades que hay
para el encuentro y para la comunicación profunda entre las
generaciones adultas y las jóvenes. Quizá abundan más los choques
que los encuentros, o quizá simplemente cada uno tira por su camino,
más o menos desentendido del otro; cada cual (quizá sobre todo el
joven) va a su bola. De ahí lo envidiable de esta escena, que es
también una escuela para el encuentro. Recorrer un largo camino como
el que separaba (y unía) a Nazaret y Ainkarem, llevar el saludo a la
otra persona, desearle la paz, como hacían los israelitas, si se
hace de corazón, puede tener como fruto que se franqueen barreras
entre generaciones y sensibilidades distintas. Y en el encuentro
surgirá, muy desde las entrañas, el don de la alegría.
En la letanía lauretana que se suele rezar después del Rosario
dirigimos a María estas dos invocaciones: Madre de la Esperanza ,
Causa de nuestra alegría. Contemplémosla, con corazón despierto,
durante los próximos días. E invoquémosla con esos dos títulos,
pidiéndole que ruegue por nosotros. Quién sabe si Dios no lo
limpiará de toda esa maleza de desilusión, de desencanto, de
desespero que ha podido brotar en él. Quién sabe si no depositará en
nosotros unas semillas de esperanza y de alegría. Quién sabe si no
afianzará más la esperanza que ojalá ya nos habite. También nosotros
podemos recibir una visitación. Abrámonos a esta concreta esperanza.
Fuente: fluvium.org
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