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"Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre"
Padre Justo Luis Rodríguez
Sánchez de Alba
Lc
1, 39-45
¿Quién se ha preparado y esperado con más amor que María la llegada
a la Tierra de Jesús? Ella “le concibió en la mente antes que en su
seno: precisamente por medio de la fe”, como enseña S. Agustín entre
otros Santos Padres. María es el modelo para abrirse con fe al
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, fe que no es aparcar la
razón, pero sí el racionalismo. Hay que pedir al Señor este don a
través de María.
“Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe” (Rom
16,26). María confió sin reservas en Dios y “se consagró totalmente
a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su
Hijo” (L. G. 56) desde el instante en que el ángel le expuso lo que
Dios quería de Ella. Por ello Isabel, llena del Espíritu Santo, le
dijo: “¡Dichosa tú que has creído!”.
Isabel tenía motivos para alabar la fe de María porque su marido,
Zacarías, también recibió una comunicación de Dios a través del
ángel, pero dudó de que, debido a su ancianidad y ante la
esterilidad de su mujer, pudiera realizarse.
María no sólo cree sin vacilación en algo absolutamente increíble en
aquel tiempo: dar a luz un hijo sin intervención de varón, sino que,
al aceptar el plan de Dios, asume un riesgo gravísimo para su
reputación e incluso para su vida, en una sociedad tan poco
tolerante como la de entonces. El peligro de que la acusaran de
adulterio y pudiera morir apedreada no puede descartarse. Nazaret
era una aldea de pocos habitantes, donde todo el mundo se conocía.
En esos lugares, donde suelen menudear las críticas, las pequeñas
rencillas y donde no faltan los fanáticos, María, con su sí a Dios,
exponía mucho.
“La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el
Apóstol ‘nuestro padre en la fe’ (cf Rom 4,12)... Como Abraham,
‘esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas
naciones’ (cf Rom 4,18), así María, en el instante de la
anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen
(‘¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?’), creyó que por el
poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en
la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel” (Juan Pablo
II).
Necesitamos una fe más robusta, capaz de afrontar con éxito las
distintas, y a veces graves, situaciones que se nos presentan a
diario. La fe amplía nuestros conocimientos y agranda el corazón. La
fe mueve montañas, ayudándonos a superar dificultades, penas y
dolores. La fe da sentido a la vida y a la muerte, y es promesa de
vida eterna. Pidamos a Dios, por intercesión de su Madre, lo que
pedían los Apóstoles: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5).
Fuente: almudi.org
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