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El martirio de los inocentes
Padre Francisco Fernández Carvajal
Mt 2,13-18
- El
dolor, una realidad de nuestra vida. Santificación del dolor.
- La cruz de cada día.
- Los que sufren con sentido de corredención serán consolados por
Nuestro Señor. Nosotros debemos compadecernos y ayudar a sobrellevar
las dificultades y dolores de nuestros hermanos.
I. Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en
extremo, y mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda
su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que
cuidadosamente había averiguado de los Magos (1).
No hay explicación fácil para el sufrimiento, y mucho menos para el
de los inocentes. El relato de San Mateo que leemos en la Misa de
hoy, nos muestra el sufrimiento, a primera vista inútil e injusto,
de unos niños que dan sus vidas por una Persona y por una Verdad que
aún no conocen.
El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta ante muchos
como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito
por los hombres. ¿Por qué no evita Dios todopoderoso tanto dolor
aparentemente inútil?
El dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano con fe sabe
descubrir en la oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano
amorosa y providente de su Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y
entiende de alguna manera las palabras de San Pablo a los primeros
cristianos de Roma: para los que aman a Dios, todas las cosas son
para bien (2), también aquellas que nos resultan dolorosamente
inexplicables o incomprensibles.
Tampoco podemos olvidar que la felicidad mejor y nuestro bien más
auténtico no son siempre los que soñamos y deseamos. Nos es difícil
contemplar los acontecimientos en su auténtica perspectiva: siempre
observamos una parte muy pequeña de la verdadera realidad; sólo
vemos la realidad de aquí abajo, la inmediata. Tendemos a mirar la
existencia terrena como la definitiva, y no con poca frecuencia
consideramos el tiempo aquí en la tierra como el momento en que
debieran realizarse y ser saciadas las ansias de perfecta felicidad
que nuestro corazón encierra. “Hoy, veinte siglos más tarde,
seguimos conmoviéndonos al pensar en los niños degollados y en sus
padres. Para los niños, el tránsito fue rápido; en el otro mundo
conocerían enseguida por quién habían muerto, cómo le habían
salvado, y la gloria que les esperaba. Para los padres, el dolor
sería más largo, pero cuando murieran, comprenderían también cómo
Dios, que estaba en deuda con ellos, paga las deudas con creces.
Unos y otros sufrieron para salvar a Dios de la muerte...” (3).
El dolor se presenta de muchas formas, y en ninguna de ellas es
espontáneamente querida por nadie. Sin embargo, Jesús proclama
bienaventurados (4) (dichosos, felices, afortunados) a los que
lloran, es decir, a quienes en esta vida llevan algo más de cruz:
enfermedad, incapacidad, dolor físico, pobreza, difamación,
injusticia... Porque la fe cambia de signo al dolor, que, junto a
Cristo, se convierte en una “caricia de Dios”, en algo de gran valor
y fecundidad.
Estos fueron rescatados de entre los hombres como primicias
ofrecidas a Dios y al Cordero. Estos acompañan al Cordero
dondequiera que va (5).
II. La Cruz, el dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el
Señor para redimirnos. Pudo servirse de otros medios, pero quiso
redimirnos precisamente por la Cruz. Desde entonces el dolor tiene
un nuevo sentido, sólo comprensible junto a Él.
El Señor no modificó las leyes de la creación: quiso ser un hombre
como nosotros. Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a sí
mismo. Aunque alimentó milagrosamente a muchedumbres enteras, Él
quiso pasar hambre. Compartió nuestras fatigas y nuestras penas. El
alma de Jesús experimentó todas las amarguras: la indiferencia, la
ingratitud, la traición, la calumnia, el dolor moral en grado sumo
al cargar con los pecados de la humanidad, la infamante muerte de
cruz. Sus adversarios estaban admirados por lo incomprensible de su
conducta: Salvó a otros -decían en tono de burla- y a sí mismo no
puede salvarse (6).
Después de la Resurreción, los Apóstoles serían enviados al mundo
entero para dar a conocer los beneficios de la Cruz. Era preciso que
el Mesías padeciera esto (7), explicará el mismo Señor a los
discípulos de Emaús.
El Señor quiere que evitemos el dolor y que luchemos contra la
enfermedad con todos los medios a nuestro alcance; pero quiere, a la
vez, que demos un sentido redentor y de purificación personal a
nuestros sufrimientos y dolores; también a los que nos parecen
injustos o desproporcionados. Esta doctrina llenaba de alegría a San
Pablo en su prisión, y así se lo manifestaba a los primeros
cristianos de Asia Menor: Ahora me alegro de mis padecimientos por
vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de
Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (8).
No les santifica el dolor a aquellos que sufren en esta vida a causa
de su orgullo herido, de la envidia, de los celos, etc. ¡Cuánto
sufrimiento fabricado por nosotros mismos! Esa cruz no es la de
Jesús, sino que surge precisamente por estar lejos de Él. Esa cruz
es nuestra, y es pesada y estéril. Examinemos hoy en nuestra oración
si llevamos con garbo la Cruz del Señor.
Frecuentemente esa Cruz consistirá en pequeñas contrariedades que se
atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto
con el que no contábamos, el carácter de una persona con la que
necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a
última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más nos
eran necesarios, dificultades producidas por el frío o el calor,
incomprensiones, una pequeña enfermedad que nos hace estar con menos
capacidad de trabajo ese día...
El dolor -pequeño o grande-, aceptado y ofrecido al Señor, produce
paz y serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y
con una íntima rebeldía que se manifiesta enseguida al exterior en
forma de tristeza o de mal humor. Ante la Cruz pequeña de cada día
hemos de tomar una actitud decidida y cargar con ella. El dolor
puede ser un medio que Dios nos envía para purificar tantas cosas de
nuestra vida pasada, o para ejercitar las virtudes y para unirnos a
los padecimientos de Cristo Redentor, que, siendo inocente, sufrió
el castigo que merecían nuestros pecados.
Los mártires inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, pero
no de palabra, sino con su muerte; concédenos por su intercesión
testimoniar con nuestra vida la fe que profesamos de palabra (9).
III. Los niños inocentes murieron por Cristo, siguiendo así al
Cordero sin mancha, a quien alaban diciendo: “Gloria a Ti, Señor”
(10).
Los que padecen con Cristo tendrán como premio el consuelo de Dios
en esta vida y, después, el gran gozo de la vida eterna. Muy bien,
siervo bueno y fiel..., ven a participar de la alegría de tu Señor
(11) nos dirá Jesús al final de nuestra vida, si hemos sabido vivir
las alegrías y las penas junto a Él.
A los bienaventurados, Dios enjugará las lágrimas de sus ojos y la
muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni llantos, ni fatigas,
porque todo habrá pasado ya (12). La esperanza del Cielo es una
fuente inagotable de paciencia y de energía para el momento del
sufrimiento fuerte. De igual modo, el saber por la fe que nuestros
dolores y penas son de enorme utilidad a otros hermanos nuestros,
nos ayudará a sobrellevar con garbo esos sufrimientos y fatigas.
En relación a lo que Dios nos tiene preparado, nos debe parecer
ligero el peso de nuestras aflicciones (13). Además, quienes ofrecen
su dolor son corredentores con Cristo, y Dios Padre derrama siempre
sobre ellos un gran consuelo, que les llena de paz en medio de sus
sufrimientos. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos
de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de
Cristo (14). San Pablo se siente consolado por la misericordia
divina, y esto le permite consolar y sostener a los demás. Nuestro
Padre Dios está siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, pero
especialmente cuando sufren.
La fraternidad entre los hombres nos mueve a ejercer unos con otros
este ministerio de consolación y ayuda: Consolaos mutuamente (15),
pedía San Pablo. Porque hay mil cosas que tienden a separarnos, pero
el dolor une.
Pero nos sucede en ocasiones que ante una situación dolorosa no
sabemos cómo acertar. Quizá si nos recogemos un instante en oración
y nos preguntamos qué haría el Señor en esas mismas circunstancias
tengamos abundante luz. A veces bastará hacer un rato de compañía a
esa persona que sufre, conversar con ella en tono positivo, animarla
a que ofrezca su dolor por intenciones concretas, ayudarle a rezar
alguna oración, escucharla, etcétera.
Cuando en estos días tantas personas se olvidan del sentido
cristiano de estas fiestas, nosotros pondremos la luz y la sal de
las pequeñas mortificaciones, bien seguros de que así damos una
alegría al Señor y contribuimos a acercar a Belén a otras almas.
La contemplación frecuente de María junto a la Cruz de su Hijo nos
enseñará a ofrecer nuestros dolores y sufrimientos, y a tener una
gran compasión de los que sufren. Pidamos hoy que nos enseñe a
santificar el dolor, uniéndolo al de su Hijo Jesús. Pidamos a estos
Santos Inocentes que nos ayuden a amar la mortificación y el
sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y a compadecernos de
quienes sufren.
(1) Mt 2, 16.- (2) Rom 8, 28.- (3) F. J. SHEED, Conocer a Jesucristo,
Epalsa, Madrid 1981, 3ª ed., p. 73.- (4) Mt 5, 5.- (5) Antífona de
la comunión Apoc. 14, 4.- (6) Mt 27, 42.- (7) Cfr. Lc 24,26.- (8)
Col 1, 24.- (9) Oración colecta de la Misa .- (10) Antífona de
entrada .- (11) Cfr. Mt 25,3.- (12) Apoc 21, 3-4.- (13) Cfr. 2 Cor
4, 17.- (14) 2 Cor 1, 5.- (15) Cfr. 1 Tes 4, 8.
Fuente:
franciscofcarvajal.org
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