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Huida a Egipto
Padre Rodrigo Guadarrama R.
Mt 2,13-18
Moisés había tomado decisiones que sólo le competían al faraón,
pues había asesinado a un egipcio. Por eso, por atribuirse una
autoridad que no le competía, fue perseguido para asesinarlo; y tuvo
que huir lejos de Egipto. Jesús, ahora, es adorado por unos magos,
que le buscan viniendo de tierras lejanas; y preguntan por Él, como
el nacido Rey de los Judíos. Y para evitar posibles disensiones en
Judea, Herodes le persigue; y Jesús huye a Egipto para volver,
despús, a Nazaret. Esto lo convierte en el nuevo Moisés que camina,
junto con el Nuevo Pueblo de Dios, hacia la posesión de la Patria
eterna, saliendo de la esclavitud del pecado, pasando por las aguas
bautismales y siendo conducido por el Señor bajo una nueva Ley: la
Ley del amor. Efectivamente "De Egipto llamó, el Padre Dios, a su
Hijo." Y Él nos llama desde nuestros Egiptos, desde nuestras
esclavitudes, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para
Aquel que por nosotros murió y resucitó. Como consecuencia de
haberse visto burlado por los magos, Herodes mandará asesinar, en
Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años. Así
ellos se convierten en los primeros en derramar su sangre a causa de
Cristo. Ojalá y cada uno de nosotros aprenda a ir tras las huellas
de Cristo, con todas sus consecuencias, de tal forma que jamás nos
dejemos amedrentar por aquellos que nos maldigan o persigan, pues,
finalmente, Dios nos llevará consigo a su Reino celestial.
Jesús corre la misma suerte del Pueblo que viene a salvar. Pueblo
perseguido; pero protegido por Dios. Pueblo expulsado de Egipto;
pero conducido por Dios hacia la tierra que Él había prometido a sus
antiguos padres. Jesús, incomprendido, perseguido, crucificado fuera
de la ciudad, se levantará victorioso sobre sus enemigos y entrará
en la Gloria de su Padre Dios. Pero no va sólo. Lo acompañamos los
que creemos en Él y formamos su Iglesia. En la celebración
Eucarística entramos en comunión de vida con el Señor, unidos a Él
de tal forma que Él es Cabeza de la Iglesia, y nosotros somos su
Cuerpo. Unidos a Él nos convertimos en testigos del amor que el
Padre continúa manifestando, por medio nuestro, al mundo entero,
llamando a todos a la conversión y a la plena unión con Él. Unidos a
Cristo estamos dispuestos a correr su misma suerte, no sólo siendo
perseguidos, sino, incluso, llrgando hasta derramar nuestra sangre
para que, unida a la de Cristo en la Cruz, sirva para el perdón de
los pecados. Por eso la Eucaristía no sólo la celebramos, sino que
la vivimos día a día, momento a momento, tras las huellas del Señor
de la Iglesia.
Peregrinamos hacia la Casa del Padre como una comunidad de hermanos.
Vivimos guiados por Cristo y vivimos únicamente bajo la Ley del
Amor; del amor a Dios como a nuestro Padre, a quien amamos por
encima de todo; del amor a nuestro prójimo, en quien vemos a nuestro
hermano, y al que amamos como Cristo nos amó a nosotros. Somos
constructores de un mundo que día a día se renueva, más y más, en
Cristo Jesús. Somos conscientes de que nuestro testimonio puede
provocar el que seamos perseguidos, y que al acabar con nuestra vida
en su paso por este mundo, muchos piensen que han silenciado la voz
de Dios, que se dirigía a ellos por medio de su Iglesia, no para
condenarlos, sino para llamarlos a la vida, al amor, a la justicia,
a la santidad, a la bondad, a la misericordia. Pero ese es el riesgo
que hemos de correr, o afrontar los que creemos en Cristo y, junto
con Él, caminamos hacia nuestra plena liberación en la Patria
eterna. No importa que tengamos que huir de una ciudad a otra. Ahí
donde lleguemos; ahí, en los diversos ambientes en que se desarrolle
nuestra vida, hemos de ser un signo de la Iglesia que Dios sigue
llamando para sacarla de sus esclavitudes y conducirla a la posesión
de los bienes eternos. Por eso vivamos no bajo el signo de la
cobardía, sino de la valentía en el testimonio de nuestra fe;
valentía que no nace de nuestras decisiones sino de la presencia del
Espíritu de Dios que, habitando en nosotros, lo escuchamos para que
nos conduzca hacia nuestra salvación eterna en Cristo Jesús.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima
Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber vivir fieles en el
seguimiento de Cristo, aún a costa de tener que dar el testimonio
supremo de nuestra fe no sólo para alcanzar nuestra salvación, sino
para colaborar con el Espíritu de Dios en la salvación de los demás.
Amén.
Fuente:
homiliacatolica.com
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