De nuevo San Jose

Padre Antonio García Moreno

Lc 2, 41- 52

1.- "...y afirma la autoridad de la madre sobre la prole" (Si 3, 3) Hay cosas que no pasan de moda, realidades humanas que llevamos tan metidas en el corazón que, por mucho que cambien las circunstancias de la historia y las costumbres de los hombres, siempre siguen igual. Y una de esas realidades es la figura de la madre, de la mujer que nos trajo a la luz de la vida. Es como si durante los nueve meses que vivimos en sus entrañas fuéramos recibiendo día a día la convicción íntima de lo que significa ella para nosotros, como si durante los años de nuestra niñez, cuando seguimos dependiendo de ella, se fuera imprimiendo en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu la grandeza de su amor. Y el día que no sea así, el día en que el hombre se olvide de su madre se habrá convertido en un monstruo.

Pero eso aún no ha ocurrido. Y quiera Dios que no ocurra nunca. El hombre sigue, también hoy, cargado de ternura, de hondos sentimientos hacia la madre. Por ello, en muchas ocasiones se destaca la figura de la madre en la literatura, en la música o en la pintura. Bien podemos afirmar que la madre con el niño en su regazo es un símbolo de esperanza, que sostiene e impulsa la vida humana.

"El que respeta a su padre tendrá larga vida, el que honra a su madre, el Señor le escucha" (Si 3, 7) Estamos en Navidad, tiempo de recuerdos, de añoranzas íntimas, de dulce nostalgia. Días de hogar, de familias unidas. Días para recordar ante este Dios hecho Niño lo que supone la familia, lo que le debemos, lo que hemos de luchar para defenderla, para conservar su unidad y su amor. Si la familia se desmiembra la sociedad se derrumbará.

Las estadísticas hablan, los datos sobre delincuencia juvenil, sobre drogadictos, sobre prostitución y homosexualismo, todo apunta a una causa única. Esta causa es la degradación de la familia, la pérdida de su sentido cristiano... Ante José, ante María, ante el Niño Jesús, vamos a postrarnos con humildad, vamos a pedirle llorando y cantando que nos conceda una familia unida, una familia que se ame, una familia que rece. Sólo esa familia salvará al mundo y a la sociedad de la hecatombe de su autodestrucción.

2.- "Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos" (Sal 127, 1) Tenemos que convencernos de que no hay otro camino para alcanzar la dicha que, desde lo profundo de nuestro ser, todos anhelamos. Uno sólo es ese camino: el que nos marca el Señor y que consiste en cumplir siempre y en todo su voluntad. Las demás tentativas que los hombres han ensayado a través de la Historia terminaron siempre en el fracaso, en un dolor sin alivio, en la tristura sin esperanza. De momento es posible que nos sintamos satisfechos por esos u otros caminos que nosotros nos inventamos. Pero a la larga, todo eso desaparece para dar paso a la amargura, a la angustia.

Es verdad que el recorrer los caminos de Dios resulta a veces costoso, heroico incluso. Pero el esfuerzo que cuesta está sostenido por la gracia y animado por la esperanza que nos hace comprender que, sin duda, vale la pena... Caminos de Dios que nos conducen a la dicha sin nombre, a la felicidad más grande que jamás podamos ni imaginar. Ojalá descubramos cuál es el camino que nuestro Padre Dios nos ha señalado; ojalá que al menos intentemos descubrirlo. Y que una vez descubierto, lo recorramos cada día sin desaliento, sin volver la vista atrás. Sólo entonces alcanzaremos la salvación.

"Tu mujer, como parra fecunda en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa" (Sal 127, 3) Hoy, dentro del ciclo entrañable de la Navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. De una parte recordamos y contemplamos la figura de san José, el varón justo; de María, la llena-de-gracia; del Niño-Dios. De otra parte, tomamos conciencia de lo que ha de ser la familia para todos los hombres: un hogar donde hay paz y alegría, amor que sabe comprender siempre y perdonar, entregarse sin reservas ni egoísmos, ser los unos para los otros en un quererse mutuamente más y más.

Dios mío, la familia. Qué importancia tiene tan enorme en la vida del individuo y de la sociedad; qué decisiva es su integridad. La familia forja al hombre o lo destruye, lo engrandece o lo envilece, lo empuja al bien o lo precipita por los abismos del mal. Por eso toda verdadera familia es sagrada, porque respeta el carácter sacro de la unión indisoluble entre el hombre y la mujer, porque ama a los hijos sobre todas las cosas, a los que han venido y a los que puedan venir, sin negarse jamás al don de un niño o de una niña, sin anteponer la propia comodidad o capricho a las exigencias divinas del Sacramento magno... Tened compasión de nosotros, Jesús, María y José. Defended las familias de tanto ataque como reciben, hacednos conscientes de su importancia y su grandeza.

3.- "Como pueblo elegido por Dios, pueblo sacro y amado..." (Col 3,12) No perdamos de vista nuestra propia dignidad, esa grandeza de ser hijos de Dios, que por medio del Bautismo se nos ha conferido. En toda nuestra vida se ha de notar ese aire de familia que tiene todo buen hijo, el aire de la familia de Dios. Y hoy, la Iglesia nuestra Madre, nos recuerda la necesidad, la urgencia podemos decir, de que vivamos dignamente nuestra vida familiar.

Metidos en el ambiente de la Navidad, tomemos conciencia de lo importante que es defender la familia, evitar que sea demolida y socavada en sus más hondos cimientos. Los enemigos de Dios están empeñados en dañarla a través del rompimiento del vínculo indisoluble que por derecho natural caracteriza al matrimonio. También el control indiscriminado, egoísta y cómodo, de la natalidad contribuye a la destrucción de la familia, así como el aborto, el asesinato de seres humanos indefensos, o el desprecio y el abandono de los mayores, esos ancianos que después de dar sus vidas por sus hijos se ven desamparados y solos. A esto se añade el intento de llamar matrimonio a las parejas de homosexuales o lesbianas, aberración no sólo gramatical sino también social.

Recemos de modo particular por la familia. Pidamos a san José que nos enseñe a ser generosos, comprensivos los unos con los otros y capaces de superar las lógicas diferencias de los que viven juntos. A santa María roguemos que nos enseñe a querer de verdad a los nuestros, para que nada lesione en lo más mínimo la unidad y la paz del hogar.

"El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo..." (Col 3, 13) Ahí está la clave: en saber perdonar. Qué cierto es que el amor, más que en dar, está sobre todo en comprender. Si los esposos se comprendieran entre sí, todo sería más llevadero, si se aceptaran tal como son, si se quisieran incluso con los defectos que cada uno tienen, entonces la convivencia sería más fácil, sería incluso muy gozosa.

Los padres deben querer de veras a los hijos, dedicarles más tiempo, derrochar más paciencia y cariño, ganarse la confianza a fuerza de tratarlos. Exigiendo y dando al mismo tiempo. A veces los hijos ocupan un lugar secundario en la vida de los padres, que se afanan por ganar dinero para ellos, sin darse cuenta de que más importante es ganarse antes su cariño y su confianza.

Y los hijos han de comprender cuánto deben a los padres, cuántos sacrificios ignorados, cuántas lágrimas escondidas, cuántas inquietudes y zozobras, cuánto trabajo, cuánto dinero, cuánta renuncia... Nuestros padres se lo merecen todo. Y cuando la vida nos obligue a la separación física, hacer todo lo posible para que no se produzca la separación de los corazones. Y cuando sean ancianos, inútiles quizá, que sepamos atenderlos con cariño y abnegación.

4.- "Levántate, coge al niño y su madre y huye..." (Mt 2, 13) Sí, una vez más la figura entrañable del santo patriarca ocupa un primer plano en la liturgia. El domingo pasado contemplábamos su humildad y su fortaleza, su aceptación rendida a los planes de Dios y su reciedumbre en llevarlos a cabo. Hoy podemos fijarnos en otros aspectos de su conducta con el deseo, y la súplica al Señor, de hacerlos vida de nuestra vida. Esos aspectos pueden ser, por ejemplo, su fe y su laboriosidad, su visión sobrenatural de lo que ocurría y su esfuerzo humano para afrontar aquellas difíciles circunstancias, su confianza absoluta en el poder divino y su afán por poner cuantos medios estaban a su alcance.

Cuando apenas se habían marchado los Magos venidos de Oriente, cuando duraba aún el regocijo de haber visto cómo aquellos grandes personajes adoraban al Niño, entonces, en aquella misma noche, el ángel le habla de nuevo para transmitirle un mensaje de lo Alto. Algo inesperado y desconcertante. Ponerse en camino de inmediato pues el Niño, el Mesías, el Hijo de Dios, estaba en peligro de muerte. Era algo contradictorio y difícil de comprender que el rey del universo tuviera que esconderse, darse a la fuga por caminos desconocidos y llenos de peligros. Pero san José no titubea ni por un momento y se pone en camino, seguro de que aquello, lo que Dios disponía, era lo mejor que debía hacer. Su fe no vacila, antes al contrario cumple con exactitud meticulosa lo que el ángel le ha ordenado.

Los escritos apócrifos han adornado con prodigios la marcha hacia Egipto. Los Evangelios, por el contrario, no dicen nada de eso, pues nada extraordinario ocurrió. José tendría que escoger los caminos menos frecuentados para mejor burlar a sus perseguidores. Luego, ya en Egipto, buscaría trabajo entre gente extraña, como un emigrante judío más, entre todos aquello que habían ido a Egipto para trabajar. Luego, cuando quizá estaban ya instalados y con todo resuelto, de nuevo se le aparece el ángel del Señor para indicarle que vuelva a su tierra. San José muestra otra vez su animosidad.

Pero cuando llega, oye decir que Arquelao reina en Judea y que es peor todavía que su padre Herodes. Por eso decide marchar a Nazaret. Allí reinició su vida de siempre, vida de trabajo afanoso e incesante, bien hecho, con mucho amor de Dios. Así pudo sacar adelante a su familia que no, por ser sagrada, carecía de dificultades.

Con su vida escribió entonces, junto con María y Jesús, las páginas más sencillas y entrañables de la Historia, páginas para que las contemplemos y las imitemos. Son tan sencillas que están al alcance de todos. Dios quiso mostrarnos cómo había de ser nuestra vida de familia y vivió durante treinta años unas circunstancias del todo iguales a las que hemos de vivir la inmensa mayoría de todos nosotros. Vivamos, pues, como vivió san José, con una gran fe y, al mismo tiempo, con un esfuerzo serio por hacer bien el trabajo de cada día.

Fuente: betania.es