María vista desde el Evangelio
Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R.
La
historia de María arranca en el Evangelio.
La
fuente segura para conocer a María es el Evangelio. A partir de ahí,
toda la historia del cristianismo vivido en la Iglesia, nos ayuda a
este conocimiento.
Partimos
de la base de que María es excepcional, por elección y voluntad de
Dios. Pero su elección para ser Madre de Cristo, Dios encarnado, no
la hace divina. Es una mujer de carne y hueso. Esta realidad es
cabalmente lo que la hace ser tan maravillosa.
Dios
ha hecho en ella maravillas sin despojarla de su realidad humana.
Esto es lo que le da todo el valor ejemplar, personal
y estimulante para nosotros.
Estar
preservada de la herencia del pecado original no significa que no
haya sido una mujer normal. Su maternidad divina no la diviniza,
pero la eleva a una categoría única y tan sublime que hace que
volvamos los ojos hacia ella porque en ella vemos la mejor
intercesora ante Dios. María es alguien que no siendo Dios está
por encima de todo lo creado.
Pero
engloba toda la historia de la Salvación.
¿Entendió
María hasta dónde la elevaba el mismo Dios? Seguramente no. Nos
sucede a nosotros lo mismo. ¿Somos capaces de comprender la
grandeza que supone ser hijos de Dios por el bautismo? Seguramente
no.
Sin
embargo, a pesar de no comprender a plenitud, nos sentimos
agradecidos. Y nos esforzamos por ser buenos hijos de Dios.
María,
por ser una mujer real, de carne y hueso, vive las etapas de la vida
con total normalidad. Y en el reloj biológico, le llega la hora de
hacerse novia. Y es la prometida de José, primero, y luego su
esposa. Sólo que Dios actúa, y de qué modo, para que se cumpla su
voluntad de salvar al mundo. Y Cristo vendrá al mundo como Hijo de
Dios.
Su
fe de mujer creyente es la fe de una mujer del pueblo, sencilla y
humilde. Una fe que es al mismo tiempo confianza y entrega a Dios.
Es una fe dinámica puesta continuamente a prueba por la realidad de
la vida.
Siente
a Dios presente, en su historia personal de mujer y en la historia
de su pueblo que espera al Mesías. Y lo siente en el devenir de la
historia. Una historia que seguramente no aprendió en los libros,
sino en su corazón.
Las
mujeres, en aquel tiempo, no tenían fácil acceso a la cultura
transmitida en los libros. Pero aprendería sin duda en la transmisión
oral de la historia contada y transmitida de padres a hijos.
De
este modo sabe que Dios es el “Todopoderoso” (Ex. 6,3); el
“Altísimo” (Gn. 14,18-22), el “Dios justo y salvador” (Is.
45,21), el “Santo” (Ex. 15,11), el que “reina por siempre jamás”
(Ex. 15,18). Y María hace de Dios el centro de su vida.
La
vocación de María es la maternidad.
María
es para su Hijo. La misión de María en el mundo es ser la Madre de
Cristo, y por voluntad de Cristo, también de toda la humanidad.
El
grito de Jesús, en la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” (Mc. 15,34), cuya respuesta es el silencio,
aparente, de Dios, es como si Dios le dijera: No estás solo, tu
Madre está contigo.
Al
pie de la cruz, la figura de María cobra una importancia y un
relieve inusitados, trascendentes.
Y así, unida a Jesús
en su vida y en su fe, en su amor y en su entrega confiada, también
ella puede decir con su Hijo Cristo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46). En tus manos, Padre,
deposito a mi Hijo, que no es mío, sino tuyo. Y con este Hijo te
entrego también todos los demás hijos, nacidos de tu amor de Padre
manifestado en Cristo.
Todo
tan normal y tan sublime.
Las
cosas de Dios suceden de manera tan sencilla, que todo parece
normal. Y sin embargo, son de una envergadura colosal.
La
madre de Jesús creyó en Dios y se fió completamente de él. Y
Dios no falla nunca. Dirige la Historia con sabiduría y amor.
Pero
a María hay que verla no sólo en los momentos más transcendentes
de su relación con Jesús.
Hay
que verla también en la cotidianidad, a sabiendas, no obstante, de
que la cotidianidad en Cristo y en María, siempre es transcendente.
Y
así, por ejemplo, cuando asiste a la boda en Caná, que seguramente
no sería la única boda de su vida en la que participaría, célebre
por los acontecimientos allí habidos, es un hecho, al menos en
apariencia, más normal, más de la cotidianidad. Pero en Dios todo
es transcendente y sublime.
Protagonismo
callado y eficiente de María.
María
es una persona real y muy normal. Sufre cuando hay que sufrir y goza
cuando hay que gozar, como cualquiera de los humanos. Quitarle
realidad y humanismo sería falsear la historia y no enterarse del
plan de Dios.
Su
inserción en la realidad cotidiana, pone de relieve el papel tan
importante que María desempeña en el diario acontecer de la vida.
Como
mujer que es, no pierde detalle de lo que sucede. Está atenta a
cualquier eventualidad que se presente y donde ella pueda ayudar y
ser útil. Pronto se da cuenta de que comienza a escasear el vino. Y
de modo discreto y sublime, se preocupa de que ni los recién
casados adviertan el fallo o escasez de vino. Quiere que estén
bien, que lo pasen bien; que sea el día más feliz de su vida.
Con
qué dulce autoridad, que no autoritarismo, María actúa. Tiene
experiencia de ama de casa, sabe que a la mujer le corresponde sacar
adelante el hogar. Y asume un protagonismo, necesario y eficaz, que
pasa desapercibido a los novios y a los mismos invitados al banquete
nupcial.
Ese
es el verdadero y auténtico protagonismo: hacer que todo funcione
sin que se advierta su presencia.
Y
cuando el milagro realizado por Jesús, de cambiar el agua en vino
se produce, es posible que muy pocos dentro de la misma boda
llegaran a enterarse. Y en todo caso, en ese momento se fijarían más
bien en Jesús, que es quien realiza el milagro; y no en María, por
quien se produce el milagro.
María
es un canto al amor humano.
La
presencia de María en Caná es al mismo tiempo un canto al amor
humano, que es inseparable del amor divino. Es ella quien empuja a
su Hijo a que intervenga, ante la delicada situación que por falta
de vino se puede producir de que la fiesta decaiga y que la boda,
motivo de celebración gozosa y festiva, termine siendo un
desbarajuste.
Y
así, sin aspavientos, sin que nadie lo advierta, pone a Jesús en
el centro de la escena. Jesús pasa a ser el protagonista de la
fiesta, de la alegría que conlleva la boda, sin quitar para nada
protagonismo a los protagonistas de la boda, los novios.
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