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«Simeón vino al templo, movido por el Espíritu Santo.»
Elredo de Rielvaux (1110-1167), monje cisterciense inglés
Lc
2, 22-35
«Simeón vino al templo, movido por el Espíritu Santo.» Y tú, si con
sumo interés has buscado a Jesús por todas partes, es decir, si
–como la Esposa del Cantar de los Cantares (Ct 3,1-3)- los has
buscado sobre el lecho de tu descanso, ahora leyendo, ahora orando,
ahora meditando, si lo has buscado también en la ciudad preguntando
a tus hermanos, hablando de él, compartiendo sobre él, si tu lo has
buscado por las calles y las plazas aprovechándote de las palabras y
de los ejemplos de los demás, si lo has buscado junto a los
centinelas, es decir, escuchando a aquellos que buscan la
perfección, entonces tú vendrás al templo «movido por el Espíritu».
Ciertamente, es el mejor lugar para el encuentro del Verbo con el
alma: se le busca por todas partes, se le reconoce en el templo...
«He encontrado al Amado de mi alma» (Ct 3,4). Busca, pues, por todas
partes, búscale en todo, búscale cerca de todos, pasa y sobrepásalo
todo para, por fin, llegar al lugar de la tienda, hasta la morada de
Dios, y entonces, le encontrarás.
«Simeón vino al templo movido por el Espíritu.» Cuando sus padres
llevaron al Niño Jesús, también él le recibió en sus manos: he aquí
el amor que gusta por el consentimiento, que se une por el abrazo,
que saborea por el afecto. ¡Oh, hermanos, que se calle aquí la
lengua... Aquí, nada se desea si no es el silencio: son los secretos
del Esposo y la Esposa... el extraño no puede tener parte en ello.
«Mi secreto es mío, mi secreto es mío!» Is 24,16 Vlgt) ¿Dónde está,
para ti, Esposa, tu secreto, tú la única que ha experimentado la
dulzura que se saborea cuando en un beso espiritual, el espíritu
creado y el Espíritu increado se encuentra uno frente al otro y se
unen el uno con el otro hasta el punto que son dos en uno, o mucho
mejor, digo, uno solo: justificante y justificado, santificado y
santificante, deificante y deificado?...
Ojalá merezcamos también nosotros decir lo que sigue: «Lo he cogido
y no lo soltaré» (Ct 3,4). Eso es lo que ha merecido san Simeón
según dice: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz.» Ha
querido que le deje marchar, liberado de los lazos de la carne, para
gozar aún más fuertemente del abrazo de su corazón, Jesucristo
nuestro Señor, para quien es la gloria y el honor por los siglos sin
fin.
Fuente:
autorescatolicos.org
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