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Hacer un mundo mas justo
Padre Padre Francisco Fernández Carvajal
Lc
2, 22-35
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A los cristianos nos toca crear un orden más justo, más humano.
- Algunas consecuencias del compromiso personal de los cristianos.
- Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los
hombres. Justicia y misericordia.
I. De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo
Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que
tenga vida eterna, nos dice San Juan en el comienzo de la Misa de
hoy (1).
El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del
mundo y de cada hombre. Viene en primer lugar para darnos la vida
eterna, como anticipo en nuestra existencia terrena y como posesión
plena después de la muerte. Se hace hombre para llamar a los
pecadores (2), para salvar lo que estaba perdido (3), para
comunicarles a todos la vida divina (4).
Durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación
política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que éste
sufre por parte de los romanos. Manifiesta en diversas ocasiones que
no quiere ser un Mesías político o un libertador del yugo romano.
Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del
pecado, en el que caímos y fuimos reducidos a la condición de
esclavos; libertad de la muerte eterna, consecuencia también del
pecado; libertad del dominio del demonio, pues el hombre puede
vencer ya al pecado con el auxilio de la gracia; libertad de la vida
según la carne, que se opone a la vida sobrenatural: “La libertad
traída por Cristo en el Espíritu Santo nos ha restituido la
capacidad -de la que nos había privado el pecado- de amar a Dios por
encima de todo y permanecer en comunión con Él” (5).
El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia,
continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el fin de los
tiempos.
A los cristianos nos toca -dentro de las muchas posibilidades de
actuación- contribuir a crear un orden más justo, más humano, más
cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como
tal (6). La solicitud de la Iglesia por los problemas sociales
deriva de su misión espiritual y se mantiene en los límites de esa
misión. Ella, en cuanto tal, no tiene como misión los asuntos
temporales (7). Sigue así a Cristo que afirmó que su reino no es de
este mundo (8), se negó expresamente a ser constituido juez o
promotor de la justicia humana (9).
Sin embargo, ningún cristiano debe renunciar a poner todo lo que
esté de su parte para resolver los grandes problemas sociales que
afectan hoy a la humanidad. “Que cada uno se examine -pedía Pablo
VI‑ para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía.
No basta recordar principios generales, manifestar propósitos,
condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta
audacia profética; todo esto no tendrá peso real si no va acompañado
en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia
responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil
echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes
injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos
somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal
es la primera exigencia” (10).
Podemos preguntarnos en nuestra oración si ponemos los medios y el
interés necesario para conocer bien las enseñanzas sociales de la
Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, si procuramos
‑en la medida en que esté de nuestra parte- que las leyes y
costumbres reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a las leyes
sobre la familia, educación, salarios, derecho al trabajo, etc. El
Señor, que nos contempla desde la gruta de Belén, estará contento
con nosotros si realmente estamos empeñados en hacer un mundo más
justo en la gran ciudad o en el pueblo donde vivimos, en el barrio,
en la empresa donde trabajamos, en la familia donde se desarrolla
nuestra vida.
II. La solución última para instaurar la justicia y la paz en el
mundo reside en el corazón humano, pues cuando éste se aleja de Dios
se constituye en la fuente de la esclavitud radical del hombre y de
las opresiones a que somete a sus semejantes (11). Por eso no
podemos olvidar en ningún momento que cuando -mediante el apostolado
personal- tratamos de hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo
estamos convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo
tiempo, cuando procuramos que el ambiente -social, familiar,
laboral‑ en el que vivimos sea más justo y más humano, estamos
creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido
y amado.
La decisión de vivir la virtud de la justicia, sin recortes, nos
llevará a pedir cada día por los responsables del bien común
‑gobernantes, empresarios, dirigentes sindicales, etc. -, pues de
ellos depende en buena medida la solución de los grandes problemas
sociales y humanos. A la vez, hemos de vivir, hasta sus últimas
consecuencias, el compromiso personal sin inhibiciones y sin delegar
en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que
nos urge la Iglesia: pagando lo que es debido a las personas que nos
prestan un servicio; haciendo lo posible para mejorar las
condiciones de vida de los más necesitados; comportándonos
ejemplarmente, con competencia y dedicación profesional, en nuestro
trabajo; ejercitando con responsabilidad e iniciativa nuestros
derechos y deberes ciudadanos; participando en las diversas
asociaciones a las que podamos llevar, junto con otras personas de
buena voluntad, un sentido más humano y más cristiano. Y esto,
aunque nos cueste un tiempo del que normalmente no disponemos; si
nos esforzamos, el Señor alargará nuestro día.
El programa de vida que nos ha dejado el Señor lleva consigo el
mayor cambio que puede darse en la humanidad. Nos dice que todos
somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos: esto incide de modo
profundo en las relaciones entre los hombres; a todos nos ha dado el
Señor los bienes de la tierra para ser buenos administradores; a
todos nos ha prometido la vida eterna. Los logros que a lo largo de
los siglos ha conseguido la doctrina de Cristo -la abolición de la
esclavitud, el reconocimiento de la dignidad de la mujer, la
protección de huérfanos y viudas, la atención a enfermos y
marginados...- son consecuencia del sentido de fraternidad que lleva
consigo la fe cristiana. En nuestro ambiente profesional y social,
¿se puede decir de nosotros que estamos verdaderamente, con nuestras
palabras y nuestros hechos, haciendo un mundo más justo, más humano?
Con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer recordamos: “Quizá penséis
en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son
corregidos, en situaciones de discriminación que se transmiten de
una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde
la raíz.
“(...) Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las
tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por
aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del
Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia
libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las
diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo‑, han de
coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro
modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un
disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” (12). De
tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito...
III. Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los
hombres: “aunque consigamos llegar a una razonable distribución de
los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no
desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el
de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la
experiencia de la propia limitación” (13). La justicia se enriquece
y complementa a través de la misericordia. Es más, la estricta
justicia “puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí
misma si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor,
plasmar la vida humana” (14), y puede terminar “en un sistema de
opresión de los más débiles por los más fuertes o en una arena de
lucha permanente de los unos contra los otros” (15).
La justicia y la misericordia se sostienen y se fortalecen
mutuamente. “Unicamente con la justicia no resolveréis nunca los
grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas,
no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la
dignidad del hombre, que es hijo de Dios” (16).
Y la caridad sin justicia no sería verdadera caridad, sino un simple
intento de tranquilizar la conciencia. Sin embargo, nos encontramos
con personas que se llaman a sí mismas "cristianas" pero “prescinden
de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que
califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte
pequeña de lo que están obligados a hacer.
“La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia,
exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se
continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha
finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad” (17).
La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el
empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos
nos decidimos a llevar las exigencias del Evangelio a la propia vida
personal, a la familia, al trabajo, al mundo en que diariamente nos
movemos y del que participamos cambiaríamos la sociedad haciéndola
más justa y más humana. El Señor, desde la gruta de Belén, nos
alienta a hacerlo. No nos desanime el que nos parezca que aquello
que está a nuestro alcance es, quizá, poca cosa. Así transformaron
el mundo los primeros cristianos: con una labor diaria, concreta y,
en muchos casos, pequeña a primera vista.
(1) Antífona de entrada. Jn 3, 16.- (2) Lc 5, 32.- (3) Lc 19, 10.-
(4) Mc 10, 45.- (5) S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Sobre la
libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, 53.- (6) Cfr. PABLO
VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 8.- (7) S. C. PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Ibídem, 80.- (8) Jn 19, 36.- (9) Cfr. Lc 12, 13,
ss.- (10) PABLO VI, Carta Octogesima adveniens, 14-V-1971, 48.- (11)
S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, o.c. , 39.- (12) J. ESCRIVA DE
BALAGUER, Es Cristo que pasa, 167.- (13) Ibídem, 168.- (14) JUAN
PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 12.- (15) Ibídem, 14.- (16) J.
ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 172.- (17) Ibídem, 172-173.
Fuente:
archimadrid.es
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