Monseñor Romero y María

Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R

 

Cristo, el mejor regalo de Dios.

Este es el enunciado primero y necesario para poder entender el mundo y su enfoque cristiano.
Cristo ha sido el gran regalo de Dios al mundo.
A partir de ahí, hay una serie interminable de maravillosos regalos que Dios nos ha hecho. No podemos separar de junto a Cristo a María. Pero viniendo a tiempos más próximos a nosotros, entre los muchos regalos que Dios nos ha concedido, está uno muy especial. Me refiero a Monseñor Romero.
Por su dimensión de talla mundial a que las circunstancias le llevaron, y por su propia persona y personalidad, afable, humilde, cercano, cordial, Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue un hombre que se hizo querer.
Como la inmensa mayoría de gente sabe, Monseñor Romero, nació en Ciudad Barrios (San Miguel) (El Salvador) el 15 de agosto de 1917. 
El 15 de agosto es un día profundamente mariano. Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma.
Fue el segundo de los 8 hermanos. Familia numerosa, como es normal en El Salvador. Familia modesta y cristiana. Don Santos, su padre, fue empleado de correo y telegrafista; su madre, doña Guadalupe de Jesús, ama de casa, que en el medio rural no es poco.
Quienes tuvimos la suerte inmensa de conocerle y tratarle desde la dimensión cercana de amigos, en Monseñor Romero vemos un regalo de Dios.
Una anécdota.
Como tantas veces lo hizo, se presenta una mañana en la 17 avenida sur de San Salvador, iglesia del Perpetuo Socorro, regentada por los misioneros redentoristas. Me dice, con la sencillez, llaneza y amistad que le caracterizaba:
“Juan Manuel, quiero que vayas a dar una misión a Ciudad Barrios, mi pueblo”.
El motivo era, que iba a tener lugar una ordenación sacerdotal. Había invitado a algún obispo amigo y al Nuncio. Quería, en consecuencia, preparar a la gente espiritualmente, dada la importancia del acontecimiento que para el pueblo suponía.
Con la confianza y amistad que teníamos, le contesto:
Monseñor: ¡imposible!
¡Cómo!
Monseñor, muy sencillo, ya ve que estamos en la época de lluvias. Los caminos se ponen intransitables. En este tiempo las misiones no resultan.
Juan Manuel, hazme caso, tienes que ir.
Monseñor, usted manda, iré. Pero la misión no resultará.

Al tercer día de la misión se presenta temprano en el templo parroquial, amplio y hermoso. Había yo terminado la misa y estaba recogiendo las cosas del altar.

Lo veo entrar, allá al fondo, por la puerta principal. Y desde la puerta, sin poderse contener, se echa a reír. 
Y yo desde el altar.

Monseñor, ¿qué le dije yo?

Corrí a su encuentro, nos dimos un fuerte abrazo y nos fuimos juntos a desayunar. 

Él ya se había dado cuenta que con la lluvia era imposible dar una misión. Por la noche, a la hora de la predicación principal de la misión, se desataba una tromba de agua. Normal, porque allá llueve tropicalmente. El techo del templo era de lámina de duralita. Así que, en cuanto comenzaba la lluvia aquello era un tambor atronador. Imposible, a pesar de los buenos altavoces, que se oyera al misionero. No obstante, haciendo sustanciales modificaciones, la misión se dio, y los objetivos marcados prácticamente se consiguieron.

Verdadero pastor.

Como párroco se estrena en Anamorós, pasando enseguida a San Miguel donde realizó su labor pastoral durante 20 años. 
Hombre dinámico impulsó diversos movimientos apostólicos, que en El Salvador, normalmente, suelen ser exitosos. Igual que sucede en Guatemala y otros países del contorno.
La Legión de María, los Caballeros de Cristo, los Cursillos de Cristiandad, estaban entre los principales y con mucho éxito. Promovió otras obras de dimensión más social como Alcohólicos anónimos, Cáritas, etc.
Gran devoto de la Virgen María promovió mucho la devoción a la Virgen de la Paz. 
Fue ordenado Obispo el 21 de junio de 1970, quedando como Auxiliar de Monseñor Luis Chávez y González. 
El 15 de octubre de 1974 fue nombrado Obispo de la Diócesis de Santiago de María, trasladándose a esa Diócesis. 
En Santiago de María Monseñor Romero pudo palpar de cerca la realidad de pobreza y miseria en que vivían y viven la mayoría de los campesinos. 
Verdadero Pastor del rebaño que Cristo le confió, Monseñor Romero se preocupó tanto de las necesidades materiales como espirituales de su grey. 
Tocante a lo espiritual, se preocupó de que todos los pueblos y cantones de la diócesis fueran misionados. Y así, los redentoristas misionaron toda la Diócesis.
En un país oligarca, como El Salvador, el gobierno no podía mirar a la Iglesia sino con sospecha. Hubo amenazas constantes y expulsiones de sacerdotes.
Cuando quizá más enrarecido estaba el ambiente, Monseñor Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador. Fue un 23 de febrero de 1977, tenía 59 años.
Para algunos, que esperaban fuera nombrado como sucesor de Monseñor Chávez su auxiliar Monseñor Rivera, el nombramiento fue una sorpresa. No para todos.
Quienes conocían a Monseñor Romero, sabían de su talento y preparación. De hecho, en 1940 fue enviado a Roma para proseguir estudios teológicos. En Roma fue ordenado sacerdote a los 25 años, el 4 de abril de 1942. Continuó en Roma para hacer la tesis doctoral, aunque la guerra le impidió terminar los estudios, teniendo que regresar a El Salvador.
Pero además de la preparación intelectual, fue un gran Pastor, lleno de celo apostólico. Y eso podemos decirlo quienes hemos tenido la suerte de conocerlo y tratarlo de cerca. Por eso, para otros, no fue una sorpresa su nombramiento.
Y quienes, sin conocerlo, se alegraron de su nombramiento como Arzobispo de San Salvador, porque posiblemente pensaron que iban a poder manipularlo a sus anchas, se equivocaron. Por ejemplo, el gobierno y la oligarquía capitalina.
San Salvador, y El Salvador en general, era un torbellino de violencia, cuando Monseñor tomó posesión de la Arquidiócesis.
La ceremonia de toma de posesión fue sencilla. Y no hubo presencia de autoridades civiles ni militares. 
Muerte de Rutilio Grande.
Un mes llevaba Monseñor de Arzobispo en la capital salvadoreña cuando fue asesinado el Padre Rutilio Grande. Fue el primer sacerdote en caer asesinado. Y era amigo suyo, por lo cual, el impacto fue mayor.
A partir de este momento todos pudieron darse cuenta de la talla y valentía de Monseñor Romero. 
Era domingo. Recogiendo las sugerencias del clero, accedió a que se celebrara una Misa única en Catedral, la del funeral por el Padre Rutilio Grande. Quería que esa única misa fue el signo vivo de la unidad de la Iglesia. Y al mismo tiempo, el rechazo rotundo al asesinato del Padre Rutilio.
Este gesto del Arzobispo Romero fue impactante. Para el Pueblo en general, que lo acogió con agrado; para el Gobierno, que lo vio con mucha preocupación; y para el Nuncio, que no estuvo de acuerdo.
La misa única, se convirtió en un acto multitudinario de fe, de unidad eclesial y de sentido de Resurrección cristiana.
La Radio del arzobispado era la emisora más escuchada. Y más temida. Monseñor comunicó por la emisora, a todos los sacerdotes que no pudieran hacerse presentes en la Misa de catedral (El Salvador dejaba mucho que desear en cuanto a vías de comunicación), que reunieran los fieles en templos u otros lugares y siguieran la misa por la radio. Esta fue mi misma situación, pues estaba misionando en un pueblo sin apenas medios de comunicación.
“Sentir con la Iglesia”.

Este fue el gran lema de Monseñor Romero. Dio un impulso pastoral jamás visto con anterioridad. Y eso que Monseñor Chávez había sido muy querido y trabajador.
Su lema, “Sentir con la Iglesia” no era simplemente una frase bonita. Se trataba de construir una Iglesia dinámica, fiel al Evangelio y al Magisterio de la Iglesia. Una Iglesia, al mismo tiempo, cercana a la realidad del Pueblo. Y un Pueblo, para colmo, pobre y explotado.
Se ha hablado y escrito hasta la saciedad de la Iglesia Popular. Pero hay que andar con cuidado con la expresión “Iglesia Popular” y más con su definición y contenido. Porque se presta a hacer demagogia barata.
Monseñor Romero no hizo ni perteneció a ninguna “Iglesia Popular” entendida, como muchas veces se ha querido dar a entender, de tesitura claramente marxista. Nada más lejos del Arzobispo Romero.
Monseñor Romero estuvo muy cerca del Pueblo, siempre con el Pueblo, que es muy diferente. Y lo estuvo desde el Evangelio, diáfano y transparente.
Lo estuvo a través de sus incontables visitas pastorales, de su cercanía personal a la gente.
Recuerdo otra anécdota con Monseñor Romero.
En Jucuarán, cerca de Usulután, se había comenzado a construir un templo, que querían fuera de grandes dimensiones. Una especie de Suyapa en El Salvador. Pero las obras se habían paralizado y el material ya acumulado para la construcción, desaparecido.
Como era habitual en él, viene una vez más a la 17 Av. Sur.
Juan Manuel, te pido un favor. Quiero que vayas un mes a Jucuarán. Organízame un Comité pro construcción del templo. Quiero comenzar cuanto antes las obras del templo, que apenas se comenzó y no se continuó. Va a ser un gran templo para la Virgen.
Y allí me fui. En el mes que estuve vino varias veces a ver cómo iban las cosas. Iban bien. Antes de terminar la primera semana, teníamos en marcha el Comité y nueve mil colones, que para entonces era mucho dinero.
A veces avisaba que venía, otras se presentaba de improviso. Para la gente era una fiesta ver a Monseñor. Sentían pasión por él.
Cuando terminó el mes, yo tenía que marcharme. Vino a despedirme. Aunque vi enseguida que llevaba en mente otra idea. Toda la gente de Jucuarán reunida en la plaza. Yo con la maleta en la mano. Monseñor a mi lado, tan amigo y tan cordial. Y de pronto, la gente comienza a gritar: “¡No lo deje marchar, no lo deje marchar!”
Se vuelve hacia mí, y en esa frase tan típica suya, me dice:
“¿Oyes lo que dicen? Que no te vayas. Pues mira, voz del pueblo voz de Dios”.
Y tuve que quedarme otro mes. 
La lástima fue que, en cuanto vino la guerra, uno de los pueblos arrasados fue precisamente Jucuarán.
Los planos del que iba a ser grandioso templo, supongo que seguirán en los archivos de la Curia del Arzobispado, porque en una de las visitas a Jucuarán, Monseñor Romero, con buen criterio y para que no se perdieran ni estropearan, se los llevó.
Claro que sentía con la Iglesia. Donde lo invitaban, allá iba, no perdía oportunidad de reunirse con la gente, especialmente con los más pobres. 
Y desde luego, el día más esperado era el Domingo.
Dio un gran impulso tanto al semanario “Orientación” como a la radio YSAX, la famosa X, la radio de la Iglesia.
Monseñor Romero celebraba todos los domingos la Misa de ocho de la mañana en la Catedral. Misa radiada para todo el país. Era el programa que batía todos los récords de audiencia. El momento más esperado, sobre todo por la homilía.
Como muchas están grabadas y corren por la Red, están al alcance de cualquiera, y son conocidas.
Eran homilías de gran calado teológico, pero expuestas con meridiana claridad, de tal manera que hasta la gente más sencilla podía entenderlas.
Pero al mismo tiempo, había una parte dentro de la homilía, de carácter informativo, muy esperada por todos.
Monseñor Romero profeta de la Verdad.

¡Qué bien podía Monseñor Romero decir lo de “Sentir con la Iglesia”, porque era el primero que “sentía” con la Iglesia. Y la gente que tiene un sentido especial para captar dónde está la verdad, de inmediato reconoció en su Arzobispo a un verdadero Pastor, a un verdadero Profeta.
Sabía juzgar e interpretar los hechos de cada día, y de la semana, a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia.
Denunciaba las injusticias, haciendo vehementes llamados a la conversión. Por eso su palabra molestaba a tantos.
“Hermanos: ¡Cómo quisiera yo grabar en el corazón de cada uno esta gran idea: el cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, de prohibiciones! Así resulta muy repugnante. El cristianismo es una persona, que me amó tanto, que me reclama mi amor. El cristianismo es Cristo”.

Sus homilías tenían siempre pasajes, frases, llenos de esperanza:

“Qué hermoso será el día en que cada bautizado comprenda que su profesión, su trabajo, es un trabajo sacerdotal; que, así como yo voy a celebrar la misa en esta altar, cada carpintero celebra su misa en su banco de carpintería, cada hojalatero, cada profesional, 
cada médico con su bisturí, la señora del mercado en su puesto... están haciendo un oficio sacerdotal.
Cuántos motoristas sé que escuchan esta palabra allá en sus taxis. 
Pues tú, querido motorista, junto a tu volante, eres un sacerdote si trabajas con honradez, consagrando a Dios tu taxi, llevando un mensaje de paz y de amor a tus clientes que van en tu carro”.
A Monseñor Romero le acusaron de marxista. El colmo del absurdo. Un marxista no es un hombre de esperanza, sino un agitador. Pero de los labios de Monseñor Romero nunca habrá oído nadie salir una palabra de rencor o de violencia.
“Aun cuando se nos llame locos, aun cuando se nos llame subversivos, comunistas y todos los calificativos que se nos dicen, sabemos que no hacemos más que predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado vuelta a todo para proclamar bienaventurados a los pobres, bienaventurados a los sedientos de justicia, bienaventurados a los que sufren”. 

En el marxismo no hay sentido transcendente de la vida. 
“Es ridículo que se diga que la Iglesia se ha hecho marxista. Si el materialismo marxista mata el sentido trascendente de la Iglesia, una Iglesia marxista, sería no sólo suicida sino estúpida. Pero hay un “ateísmo” más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo del capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.

Y en el capitalismo, hay un ateísmo latente.

“No nos cansemos de denunciar la idolatría de la riqueza, que hace consistir la verdadera grandeza del hombre en tener y olvida que la verdadera grandeza es ser. No vale el hombre por lo que tiene, sino por lo que es”.
Monseñor Romero sabía muy bien que su vida corría peligro. A pesar de ello dijo que nunca abandonaría al pueblo. De hecho, como todo el mundo sabe, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Misa en la Capilla del Hospital La Divina Providencia. 
En una entrevista, decía:
“He estado amenazado de muerte frecuentemente. He de decirles que como cristiano no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. 
Lo digo sin ninguna jactancia, con gran humildad.
Como pastor, estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por aquellos a quien amo, que son todos los salvadoreños, incluso por aquellos que vayan a asesinarme.
Si llegasen a cumplirse las amenazas, desde ahora ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador.
El martirio es una gracia de Dios, que no creo merecerlo.
Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza pronto será una realidad.
Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea para la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro.
Puede decir usted, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a aquellos que lo hagan.
De esta manera se convencerán que pierden su tiempo.
Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, nunca perecerá”.

Suyas son también estas palabras:

“El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
Ésta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. 
Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos exige”.
Veinticinco años han pasado desde su muerte. Con más méritos que muchos otros hace días que debería haber sido canonizado a nivel oficial. Para el Pueblo de Dios, hace tiempo que Monseñor Romero es santo.
Para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y disfrutar de su amistad personal, el sólo hecho de recordarlo, es un regalo de Dios que no merecemos. Monseñor Romero fue un santo.
¿Quién lo mató? Posiblemente nunca se sepa. Pero seguramente haya que mover las antenas en muchas direcciones. Monseñor Romero, desde el Evangelio, hacía sombra a mucha gente, no sólo al Gobierno de aquel entonces.
Monseñor Romero y su amor a la Virgen. 

Ser Obispo supuso para Monseñor Romero una dura cruz. Pero una cruz que supo llevar con gallardía. Para él era una cruz de resurrección.
Cuántas veces reflexionó en aquel pasaje del Evangelio de san Juan, que dice: “Estaban de pie junto a la Cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Al ver a su madre y a su lado al discípulo a quien él quería, dijo Jesús: Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa” (Jn. 19,25-27).
Este gesto de Jesús agonizante va mucho más allá de la simple y justa preocupación por dejar a su Madre a buen recaudo. Es convertirla en Madre de toda la Iglesia, representada de modo provisional y vicario en Juan, mientras llega el día de Pentecostés cuando la Iglesia se hará oficial por la venida, guía y santificación, del Espíritu Santo.

Monseñor Romero constantemente rezaba a María, insistía en el rezo del rosario a María. Durante toda su vida amó tiernamente a María. Y sus Diócesis, primero en la de Santiago de María, y luego en la Arquidiócesis, estuvieron consagradas a María.

Él, que según su lema, hecho realidad en sí mismo, “Sentía con la Iglesia”, se llenó de gozo cuando el Papa Pablo VI proclamó a María “Madre de la Iglesia”. Es verdad que el Papa, en realidad, no descubría nada nuevo. De siempre el pueblo cristiano tenía la conciencia diáfana de que María es la Madre de la Iglesia. Pero hay cosas amadas que cuando se les da el diploma de la oficialidad llenan de gozo aún más el corazón.

Uno se figura, viendo al apóstol Juan tomar como propia a la Madre de Cristo, porque pasa a ser la Madre de todos, ver también a Monseñor Romero acercándose a María y poner en su regazo de Madre a todos sus hijos de la Diócesis, de El Salvador y del Mundo entero.

Monseñor Romero invitaba constantemente a abrirse a la Palabra de Dios, a escuchar la Palabra de Dios y ponerla en obra. Su predicación fue una constante invitación a la conversión.

Hoy, cuando a los veinticinco años de su martirio, volvemos a escuchar y sobre todo leer, su predicación, el alma se llena de gozo. Ha sido uno de los hombres más grandes e importantes del siglo XX por su amor y servicio a la Iglesia. Y porque fue Evangelio vivo para todos.

Quiera el Señor que sus grandes detractores hayan sido iluminados, o lo sean, por la luz diáfana y radiante que con su vida y sus obras impartió Monseñor Romero, el que fue voz de los sin voz.